LA NACION

Perdido en una isla al sur del Atlántico

- Nicolás Cassese

¿Por qué viajar a Malvinas? Hay que decir que el paisaje de Puerto Argentino es más bien básico. Son unos 2000 habitantes distribuid­os en casas pintoresca­s y simples. De un lado los circunda una bahía ventosa; del otro, una estepa más ventosa y apenas interrumpi­da por montes sin demasiada gracia. La oferta gastronómi­ca y hotelera es prolija, pero escasa. Sin embargo, hay una sensación de estar cerca del Fin del Mundo, perdido en una isla al sur del Atlántico, que genera cierto morbo. Y está la guerra, claro. Las señales del conflicto armado están por todos lados. En la hostilidad de muchos malvinense­s, en el pequeño museo del pueblo y en los restos de trincheras abandonado­s a pocos kilómetros del casco urbano.

Pero es fuera de Puerto Argentino donde las Malvinas ofrecen su mejor cara. Fui dos veces a las islas en coberturas para este diario (una en el 2000, la última hace un par de meses). En el primer viaje, tuvimos que ir a buscar a Guido Di Tella, el ex canciller argentino, a un islote donde se había refugiado antes de desembarca­r en la capital malvinense. Nos tomamos un pequeño avión bimotor rojo del servicio que une el archipiéla­go y aterrizamo­s en un fragmento de terreno más o menos plano que oficiaba de pista. Estábamos en Sea Lion Island, un pedazo de tierra con un container que hacías las veces de alojamient­o para un par de turistas y una gran playa donde retozaban al sol varias decenas de elefantes marinos en temporada de reproducci­ón. Los topetazos que se daban los machos en celo dejaban a ingleses y argentinos como nenes de jardín de infantes peleándose por una galletita.

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Los pubs son los lugares para socializar en la capital

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