Perdido en una isla al sur del Atlántico
¿Por qué viajar a Malvinas? Hay que decir que el paisaje de Puerto Argentino es más bien básico. Son unos 2000 habitantes distribuidos en casas pintorescas y simples. De un lado los circunda una bahía ventosa; del otro, una estepa más ventosa y apenas interrumpida por montes sin demasiada gracia. La oferta gastronómica y hotelera es prolija, pero escasa. Sin embargo, hay una sensación de estar cerca del Fin del Mundo, perdido en una isla al sur del Atlántico, que genera cierto morbo. Y está la guerra, claro. Las señales del conflicto armado están por todos lados. En la hostilidad de muchos malvinenses, en el pequeño museo del pueblo y en los restos de trincheras abandonados a pocos kilómetros del casco urbano.
Pero es fuera de Puerto Argentino donde las Malvinas ofrecen su mejor cara. Fui dos veces a las islas en coberturas para este diario (una en el 2000, la última hace un par de meses). En el primer viaje, tuvimos que ir a buscar a Guido Di Tella, el ex canciller argentino, a un islote donde se había refugiado antes de desembarcar en la capital malvinense. Nos tomamos un pequeño avión bimotor rojo del servicio que une el archipiélago y aterrizamos en un fragmento de terreno más o menos plano que oficiaba de pista. Estábamos en Sea Lion Island, un pedazo de tierra con un container que hacías las veces de alojamiento para un par de turistas y una gran playa donde retozaban al sol varias decenas de elefantes marinos en temporada de reproducción. Los topetazos que se daban los machos en celo dejaban a ingleses y argentinos como nenes de jardín de infantes peleándose por una galletita.