LA NACION

El jazz, un universo que oxigena y asfixia

Cien años atrás, la primera grabación comercial de jazz puso un origen oficial a un género musical que en Nueva Orleans –la ciudad menos norteameri­cana de Estados Unidos– atraviesa la vida social, reafirma valores y justifica desigualda­des

- Marcelo Pisarro

Hace cien años, una grabación comercial de jazz dio origen oficial a un género que en Nueva Orleans hoy atraviesa la vida social

El jazz se inventó hace exactament­e un siglo. La afirmación es discutible, por no decir desacertad­a, pero la opinión de las personas que estuvieron allí también cuenta. La canción “Livery Stable Blues” de la Original Dixieland Jass Band se publicó en marzo de 1917 y, por convención, arbitraria como toda convención, obtuvo la medalla de primera grabación comercial de jazz. Ya había registros en cilindros fonográfic­os tomados por folklorist­as que recolectab­an los vestigios de la cultura musical del delta del Mississipp­i, a la que creían próxima a extinguirs­e, pero no estaban destinados a ser lanzados al mercado como divertimen­to. Eran una curiosidad para anticuario­s y etnógrafos, no fragmentos de un género musical vivo capaz de producir dólares y centavos.

Para muchos oyentes, el disco de pasta quebradiza de la Original Dixieland Jass Band fue su experienci­a inaugural con esa música rara, excitante, alborozada y pasatista que, parecía evidente, guardaba relación con los negros del sur del país. Algunos se rieron, otros se horrorizar­on, unos cuantos establecie­ron vínculos con ritmos que conocían (el

ragtime y las coon songs, por ejemplo), muchos más corrieron a anunciar la novedad. Y todos dejaron sus billetes sobre el mostrador.

La emergente industria del entretenim­iento de masas del siglo XX, cuyo propósito era vender la mayor cantidad de objetos replicados en serie en el menor tiempo posible, estaba colocando los cimientos de una música cuyo valor subjetivo se mediría según las respuestas objetivas que generara: número de copias vendidas, número de semanas en las listas de éxitos, número de nuevas versiones que ese éxito autorizaba. Ésa fue la historia de la música de tradición popular del Occidente industrial del siglo XX y, si tal aseveració­n puede tomarse por cierta, la “jazzmanía” de la década de 1920 resultó la prueba piloto y el detonante.

La Original Dixieland Jass Band venía de Nueva Orleans, Luisiana, en el sur de Estados Unidos, pero había obtenido cierto reconocimi­ento en los clubes de Chicago y Nueva York, donde estaban la fama, los contratos y el dinero. Nadie en Nueva Orleans considerab­a ese sonido una primicia; hacía décadas que se lo escuchaba en las calles, las casas y las cantinas. La edición de “Livery Stable Blues” fue la piedra basal para hacer de la vieja música del puerto sureño el sonido de moda de las grandes metrópolis modernas. Las personas que durante décadas habían tocado esa música, o una muy parecida, ocuparon el lugar de antepasado­s y precursore­s, en el mejor de los casos, o de fantasmas y construcci­ones sociológic­as difusas, casi siempre. El cornetista local Buddy Bolden –que no dejó ninguna grabación y que posiblemen­te ya tocaba la música que se conocería como “jazz” antes de que la esquizofre­nia lo mandara al manicomio en 1907, a los treinta años– es un fantasma. “Las bandas callejeras de bronces” de los siglos XIX y XX, “los esclavos africanos” que en los siglos XVII y XVIII bailaban y cantaban en el Congo Square del barrio Tremé, son construcci­ones sociológic­as, abstraccio­nes, fuerzas históricas borrosas, no un conjunto de individuos concretos con vidas y muertes específica­s.

El jazz empezó a existir cuando el mercado dijo que existía algo llamado jazz. No antes. Y eso ocurrió en marzo de 1917 en una compañía discográfi­ca de Nueva York.

Cerveza en vaso de plástico

El tipo está sentado en la parada final de la línea Rampart-St. Claude del tranvía, en el cruce de las avenidas St. Claude y Elysian Fields, en el límite entre los barrios Marigny y Seventh Ward. Lleva un estuche con un trombón. Esta noche tiene una fecha en Canal Street, la avenida que sale en las tarjetas postales; no le interesa demasiado, sólo es plata. Después tiene otra fechita en un club de la Frenchmen Street que lo divierte bastante más; siempre se pone lindo en la Frenchmen Street.

Come un po-boy (un sándwich de mariscos en una baguette) que compró en la esquina, en el Gene’s PoBoy, un tugurio que vende las más deliciosas y grasientas hamburgues­as de Marigny. Por la cerveza fue al local de la cadena de farmacias Walgreens que está en la esquina opuesta; ahí se consigue Abita, una marca de Luisiana, mejor que la Budweiser y la Miller de Gene’s. Bebe en un vaso de plástico. Los buenos farmacéuti­cos cuidan esos detalles.

Esta línea se habilitó a fines de 2016. El hombre, un negro grandote de cincuenta y cinco o sesenta años, se ríe. “Tenemos tranvía nuevo pero todavía no tenemos agua potable”, dice. Es una referencia al huracán Katrina; doce años después siguen juntando los cascotes de sentido para entender qué fue lo que ocurrió.

Llega el tren. La conductora lo prepara para viajar hasta la otra punta, apaga las luces, lo cierra, dice que ya vuelve y cruza corriendo a buscar un

po-boy en lo de Gene. El tipo larga una carcajada: “¡Nueva Orleans!”, exclama, y pronuncia “Ñú Orlíns”, como buen lugareño.

“Nueva Orleans es lo opuesto de Estados Unidos –señaló un escritor regional, Mark Childress, en 2005, cuando el 80% de la ciudad estaba bajo el agua y quedó en claro cuán sola, cuán lejos está NOLA del resto del país–. Nueva Orleans no es rápida ni enérgica ni eficiente, no es una ciudad calvinista bien ordenada. Es lenta, vaga, soñolienta, sudorosa, calurosa, húmeda, perezosa y exótica.” Y agregó: “Para los forasteros es un lugar para ir de fiesta y comer una comida demasiado rica; para la gente que vive ahí es más complicado: es el hogar”.

“¿Sabés qué hace único al jazz en Nueva Orleans?”, pregunta el tipo del trombón. Levanta el vaso vacío de plástico y le da un golpecito con el dedo índice. Y antes de explicarse, larga otra carcajada.

En la prehistori­a

Nueva Orleans es una localidad portuaria levantada en el delta del Mississipp­i. Se fundó como colonia francesa, luego fue colonia española, después volvió a Francia hasta que Napoleón Bonaparte se la vendió a Estados Unidos. Fue uno de los centros más importante­s del comercio atlántico de esclavos africanos; a la vez, residencia de la colectivid­ad de personas de color libres –criollos, migrantes caribeños– más grande, próspera y educada del país. Una combinació­n curiosa: un puerto de tradición colonial española y francesa, de cultura caribeña, criolla, negra, francoparl­ante y cosmopolit­a, enclavado en el corazón de la economía esclavista y la política segregacio­nista de los estados del algodón del sur.

El trompetist­a Louis Armstrong es el ícono de la ciudad, el monumento en el parque, el nombre en el aeropuerto, el souvenir turístico fabricado en China, la placa conmemorat­iva, pero también él se marchó para tocar en los clubes de Chicago, filmar películas en Hollywood y morir en Nueva York. Hizo carrera en un género ya establecid­o que, en esta adaptación discutible y desacertad­a, comenzó con la animada “Livery Stable Blues” y en el camino les ofreció a los músicos algo más que notoriedad y fortuna. El jazz se volvió arte respetable, un espectácul­o serio, un encuentro social formal en el que pueden reprendert­e con un chistido si hacés ruido al abrir el envoltorio de un caramelo.

Acaso por eso no hay demasiado entusiasmo por el centenario de “Livery Stable Blues”, porque su aparición convirtió la música de Nueva Orleans en prehistori­a. No figura en el calendario de conmemorac­iones oficiales ni tiene espacio en el kilométric­o Jazz Fest que, este año, celebra “las profundas conexiones históricas de Nueva Orleans con Cuba”. Nadie está tocando la canción en los clubes de la Frenchmen Street, ni frente a los escaparate­s de las tiendas de la agradable calle Royal, ni en los pórticos de las casas de Tremé, ni en los cafés ocupados por la bohemia burguesía universita­ria de la zona de Audubon, ni en las tabernas pobretonas de Algiers, al otro lado del río. Y por supuesto, nadie esperaría oírla en ese sumidero que es la Bourbon Street, una calle que parece siempre con resaca.

Al golpear el vaso de plástico, el tipo del trombón sentado en la parada de Elysian Fields estaba sugiriendo otra manera de entender el jazz. Quería decir que, en Nueva Orleans, el jazz se baila, se canta, se salta y se grita, se toca en la calle y en bares ruidosos atestados de gente, en el Mardi Gras y en los cortejos fúnebres; que se transpira, se responde, se bebe, se ríe y se llora, se abraza, se brinda con los que todavía están por los que ya se fueron; se festeja –como escribió Francis Scott Fitzgerald en

El gran Gatsby– toda la tristeza y todas las posibilida­des de la vida.

Esto es cultura hegemónica, y puede darte oxígeno al igual que puede asfixiarte. El jazz está presente en todas partes, en todo momento. Pasa desapercib­ido, se lo alaba, se lo resiste, se lo reinventa, atraviesa las políticas públicas centrales y la vida cotidiana de los distritos marginales, construye jerarquías, normaliza desigualda­des, establece diferencia­s en el acceso a los bienes materiales y simbólicos, reafirma valores compartido­s, los erosiona, los ignora, se compromete, se desentiend­e. El jazz es capaz de edificar un universo concluso y estático en el que cada uno desempeña un papel más o menos previsible. También es capaz de crear los puentes de fuga.

Al poner en escena esta imagen del “jazz tradiciona­l”, una especie de visión de un tiempo mítico anterior a 1917, la extraña y singular Nueva Orleans se hace eco del imaginario social más importante del sur: la noción de comunidad. La música le da un lugar a cada uno en esa comunidad, y a la vez, le brinda una explicació­n de por qué ocupa ese lugar. La música ofrece placer, alivio, un refugio, pero nunca una posibilida­d de cambio dentro de los límites de esa comunidad. Para obtener algo más de la vida hay que romper con esos límites; y las herramient­as bien pueden ser las músicas oídas y aprendidas en esas mismas comunidade­s. El blues se puede contar de esta manera; también el jazz.

Nueva Orleans no es ningún paraíso. Al puerto casi no llegan barcos; es difícil hallar trabajo; posee una de las tasas más altas de pobreza y de asesinatos del país. La corrupción política y la brutalidad policial son casi tan grandes como el número de personas sin hogar que cada día deambulan en la búsqueda de algo que comer o de un lugar seco donde dormir. Por no hablar del racismo, la discrimina­ción y la xenofobia. Después de la inundación unas cien mil personas nunca regresaron a la ciudad, es decir, un cuarto de la población, la mayoría de ellos negros, pobres y viejos: más fantasmas, más abstraccio­nes sociológic­as. El jazz, como toda la buena música sureña, siempre puede ofrecer consuelo, aunque nunca esperanza.

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Sebastián dufour

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