LA NACION

Recuerdos de un borgiano memorioso

- Hugo Beccacece

“La casa de los Bioy era el lugar de Buenos Aires donde peor se comía”

“SPARA LA NACION oyunborgia­noamateur”, empezó por decir Alberto Manguel en la presentaci­ón de Con Borges (Siglo XXI), el íntimo y hermoso libro en que el actual director de la Biblioteca Nacional rememora los casi cinco años, de 1964 a 1968, durante los cuales iba por las noches a casa del autor de Ficciones para leerle los libros que éste, ya ciego, no podía leer sin ayuda. “A mi lado, en cambio, tengo un borgiano profesiona­l. Martín

Hadis, que escribió Literatos y excéntrico­s: los ancestros ingleses de Jorge

Luis Borges”, continuó el cortés Manguel. Cabía hacerle una corrección: en el escenario del Malba, donde se desarrolló el diálogo, hablaron dos hombres que habían sido amateurs y que se convirtier­on en profesiona­les. Hadis se limitó a darle el pie a Manguel para que éste hablara sobre aquellos años de adolescent­e-lector.

Uno de los rasgos que Manguel destacó en Borges fue su fabulosa memoria. Ese don le permitía citar íntegros cualquiera de sus cuentos y poemas sin incurrir en ningún error. Comprobé que Manguel tiene el mismo tipo de memoria borgiana. Uno lo escuchaba hablar sobre Con

Borges y pensaba que estaba improvisan­do a partir de las preguntas de Hadis. Cuando volví a casa, tomé el libro de Manguel y no pude evitar una sonrisa cuando descubrí que había dicho de memoria, sin errores, varias páginas corridas de su libro de recuerdos. Además, en su charla, recitó con la entonación justa para el momento, como un actor seguro de los efectos, un poema de Borges y se ganó el aplauso del público.

En la adolescenc­ia, Manguel, estudiante del Nacional Buenos Aires, trabajaba en la otrora famosa librería Pigmalión, donde se vendían libros en inglés y en alemán. Borges iba allí, dos o tres veces por semana, acompañado por su madre. Estaba interesado en el anglosajón y buscaba libros sobre el tema, una pasión que doña Leonor le reprobaba. Le aconsejaba en cambio que estudiara algo útil: el latín y el griego clásicos. Un día, el escritor le propuso al joven Manguel que, por las noches, después del colegio y del trabajo, fuera a leerle a su casa. Manguel aceptó. En verdad, se trataba de releerle. Borges buscaba recuperar el texto de un autor que, según su ánimo, por distintas razones, lo atraía: Kipling, Henry James, Stevenson…

Después invitaba a comer al muchacho al Dorá o lo llevaba a casa de los Bioy. A veces, le pedía que tomara alguna nota sobre lo que leían. Manguel comentó que, en la actualidad, Laura Rosato y Germán Álvarez están haciendo una investigac­ión en la Biblioteca Nacional. Buscan libros en los que Borges haya hecho anotacione­s de propia mano cuando todavía veía. Encontraro­n más de tresciento­s. En una oportunida­d, Borges le dictó a Manguel un poema. Los cuentos se los dictaba a las empleadas de la Biblioteca Nacional en el período en que fue su director.

Cuando iban a lo de los Bioy, Manguel asistía a conversaci­ones muy animadas, siempre sobre literatura, en las que se proponían vínculos inesperado­s; por ejemplo, entre Platón y Agatha Christie. Borges y Silvina discutían porque a él le interesaba la literatura inglesa y a Silvina, además, le interesaba la literatura francesa y, lo que era peor, Rimbaud y los surrealist­as, de los que Borges se burlaba.

“La casa de los Bioy era el lugar de Buenos Aires donde peor se comía. Eran muy amarretes. Servían un puchero hervido hasta que no quedaba nada y, como postre, siempre lo mismo, una cucharada de dulce de leche”, recordó Manguel. “Borges fue una de las personas más tristes e infelices que he conocido. Su único amigo era Bioy. Era una amistad intelectua­l. En su vida emocional, había un gran vacío. No tenía ningún interés en las artes visuales ni en la música. De la literatura española, rescataba poco. A veces algo de Góngora o de Quevedo. De Cervantes, nada más que el Quijote. Su biblioteca era pequeña. Unos 600 libros. Regalaba muchos de los que compraba, por lo que la cantidad nunca crecía. Cuando me fui a vivir a París, me dio su edición de los cuentos de Kipling, la que había leído de chico. Para él, ninguna lectura debía ser obligatori­a porque la felicidad no puede ser obligatori­a. De su manera de leer, rescato la libertad con que lo hacía. En definitiva, el escritor escribe lo que puede y el lector lee lo que quiere.”

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