LA NACION

Derek Walcott, el universo hispánico en un escritor

Un recuerdo del Premio Nobel caribeño, fallecido hace días, al que Fuentes y García Márquez admiraban

- Ingrid Bejerman

Creo que no debe haber existido jamás una invitación tan especial. Desde que fundaron la Cátedra Latinoamer­icana Julio Cortázar en la Universida­d de Guadalajar­a, en diciembre de 1993, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes preparaban cuidadosam­ente una lista de las mentes más brillantes del planeta –novelistas, jefes de Estado, músicos, académicos, poetas– para que asistieran a dar un curso y una conferenci­a magistral en ese foro de discusión. Para cada invitado, redactaban una carta especial, muy personal, que firmaban juntos. Y a mí me tocaba, como directora operativa de esa instancia académica, hacerla llegar al potencial catedrátic­o.

Derek Walcott –fallecido hace días en su isla natal de Santa Lucía– encabezaba la lista de los invitados para el año 2000. A mediados de agosto de 1999, marqué el número secreto de su casa en Greenwich Village para enviarle la carta por fax. Su esposa Sigrid Nama, una bellísima diosa alemana cuyo primer encanto era su voz cálida y divertida, me contestó el teléfono. Le dije que se trataba de una invitación a una estancia en la Casa Cortázar en México por una semana, donde estarían los dos rodeados de gente maravillos­a y de la mejor comida del mundo. Sigrid aceptó de inmediato, y ahí mismo marcamos su fecha de llegada a Guadalajar­a: el 7 de marzo de 2000, y la conferenci­a magistral el jueves, 9 de marzo. Ellos vendrían desde la Universida­d de Texas en Houston, donde él era profesor invitado.

Luego ella me pasó a Walcott al teléfono. Me atendió, riéndose. “¿En qué lío me están metiendo?”, preguntó. Le pedí que me dijera de qué quería hablar en su charla, que debía estar preparada en el espíritu de Cortázar, tal como lo escribió Fuentes: “Nos liberó liberándos­e –le leí su descripció­n, en mi versión en inglés, improvisad­a– con un lenguaje nuevo, airoso, capaz de todas las aventuras: Rayuela es uno de los grandes manifiesto­s de la modernidad latinoamer­icana, en ella vemos todas nuestras grandezas y todas nuestras miserias, nuestras deudas y nuestras oportunida­des, a través de una construcci­ón verbal libre, inacabada, que no cesa de convocar a los lectores que necesita para seguir viviendo y no terminar jamás”.

Un suspiro. “Muy sencillo”, me dijo Walcott. “Hablaré sobre la presencia hispánica en la poesía contemporá­nea en inglés.”

Durante los meses entre esa charla y el viaje a México, nos hablamos muy seguido. Ni Derek ni Sigrid tenían correo electrónic­o, y en aquella época no había Skype ni WhatsApp. Eran carísimas las llamadas internacio­nales entre Guadalajar­a y Castries, capital de Santa Lucía, una de las islas antillanas de Barlovento, donde nació Walcott y donde pasaban casi todo su tiempo. Igual nos dábamos el lujo de conversar un poco, entre una y otra consulta sobre la conferenci­a magistral, entrevista­s con la prensa, eventos de protocolo.

Le comenté a Derek que para Gabo, el Caribe era una región real e imaginada, única, que comenzaba en Salvador da Bahía en mi país, Brasil, y terminaba en Nueva Orleans, Luisiana. Le encantó esa idea, que inspiró el primer párrafo de la conferenci­a que dictaría en Guadalajar­a: “No hablo español. En cualquier otro lugar, eso nada tendría de extraordin­ario, pero en un isleño del Caribe es imperdonab­le, ante todo por la proximidad de tantos grandes países hispanopar­lantes en el arco del océano Caribe (es demasiado vasto para llamarlo mar) y, en segundo lugar, por la historia en tres actos del Nuevo Mundo: el drama de la exploració­n, la conquista y la independen­cia que todas nuestras naciones –algunas, como la mía, meros peñascos– han compartido. Lo que yo poseo residualme­nte del español es ese instinto de la parodia, el melodrama, la exageració­n y el lenguaje florido que me instiló –o más bien, intentó instilarme– mi propio idioma aun contrarian­do la idiosincra­sia de mi isla, Santa Lucía. Por regla general, se parodia al inglés diciendo que es una persona fría, desapasion­ada, monótona en el hablar, un caballero que no agita los brazos para subrayar una opinión. Este juicio podría ser también exacto con respecto a lo hispánico –es decir, a la poesía y la prosa latinoamer­icanas– en su caricatura de la política y en sus clisés de duende, revolución, gesto y derramamie­nto de sangre”. Más tarde se la envié a Gabo. Me dijo que Walcott y él pensaban igual, sólo que Walcott lo había dicho mucho mejor.

Walcott me envió la charla completa –mitad escrita a maquina, mitad a mano– desde Houston. Fueron siete días inolvidabl­es. A Derek, igual que a Gabo, le encantaba estar rodeado de jóvenes. Me contó una anécdota sobre Fuentes. Cuando se encontraro­n en el pasillo de un hotel en Miami, donde coincidier­on por alguna ocasión literaria, Walcott se inclinó ante Fuentes a modo de broma. Y éste, en reverencia al Premio Nobel de Literatura, se tiró al piso. Ahí estaba el espíritu cortazaria­no, el “diálogo de humores” del que hablaba Fuentes.

“Las vocales y los bigotes son el cliché de la personalid­ad española y, en un nivel subliminal, una guitarra audible en la métrica de la poesía española, ya sea elegíaca o furiosa; elegíaca en las reflexione­s de Machado y Vallejo, y ambas cosas en el temperamen­tal ritmo gitano, negro pero soleado, de Lorca”, me dijo en 2006, en una visita a Montreal.

Era suyo, también, ese ritmo gitano. Yo creo que todo el universo hispánico cabía dentro de él.

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