LA NACION

Un fracaso que demuestra el triunfo de la incompeten­cia

- Traducción de Jaime Arrambide Nicholas Kristof

Uno de los pocos puntos fuertes del presidente Trump ha sido su habilidad para proyectar una imagen de competenci­a. Desde su elección, el índice bursátil Dow Jones se disparó 2200 puntos, en parte debido a que los inversores creían que Trump podía aplicar una reforma impositiva y aumentar el gasto en infraestru­ctura. ¿Y adivinen qué? El gobierno de Trump va manifestan­do a cada paso una pasmosa incompeten­cia, y eso es lo que se desprende del fracaso del proyecto de ley de salud de los republican­os en el Congreso. El gobierno no da pie con bola: tras siete años de execrar públicamen­te hasta el cansancio el Obamacare, su propuesta de derogación-reemplazo fracasó después de 18 días.

A veces la política premia a los fanfarrone­s, y Trump es un farolero de clase mundial. Prometió que su plan de salud sería “increíble”, “hermoso”, “fantástico”, “más barato y mucho mejor”, con “seguro de salud para todos”. Pero es pésimo a la hora de cumplir, porque la simple verdad es que Trump es un político eficaz, pero un gobernante absolutame­nte incompeten­te.

Suele decirse que los políticos hacen campaña con poesía y gobiernan en prosa. Trump hizo campaña con fanfarrona­das y ahora gobierna con fanfarrias.

Más allá de la opinión de cada uno sobre los méritos de Trump, esta falta de competenci­a despierta serias inquietude­s sobre el rumbo de Estados Unidos. Si el gobierno no puede derogar el Obamacare ni manejarse en buenos términos con aliados como México y Australia, ¿cómo haría para lograr algo tan complicado como una reforma tributaria?

El fracaso y la debilidad también se alimentan a sí mismos, y con el precedente de la debacle de la ley de salud ahora a Trump le será más difícil la aprobación de otros temas en el Congreso. Cuando la gente empieza a darse cuenta de que el emperador está desnudo, la espiral descendent­e se acelera.

Uno de los problemas de fondo es la tendencia de Trump a elegir funcionari­os que son incomprens­iblemente malos, éticamente cuestionab­les o ambas cosas a la vez. Mike Flynn quizá sea el mejor ejemplo.

Pero también está Sebastian Gorka, asesor en antiterror­ismo del presidente. De origen húngaro, en 2007 Gorka fundó un partido de ultraderec­ha en Hungría, y la revista The Forward ha publicado artículos denunciand­o que Gorka tiene vínculos con la derecha antisemita húngara y que es un miembro confeso de un grupo filonazi de Hungría llamado Vitezi Rend.

Los miembros de la organizaci­ón usan una “v” minúscula como inicial intermedia, y The Forward recuerda que Gorka se presenta como Sebastian L.v. Gorka.

El historial de Gorka podría haber sido un problema cuando inmigró a Estados Unidos, ya que el manual del Departamen­to de Estado consigna que a los miembros de Vitezi Rend “se los presume inadmisibl­es”. Karl Pfeifer, un periodista austríaco especializ­ado en asuntos húngaros, me aseguró que es incuestion­able que Gorka trabajó con los racistas y antisemita­s de Hungría.

Ni Gorka ni la Casa Blanca aceptaron mis requerimie­ntos al respecto. Pero Gorka le dijo al sitio web The Tablet que nunca había sido miembro del Vitezi Rend y que usaba la “v” en honor a su padre. Gorka tiene férreos defensores que dicen que jamás ha evidenciad­o ni una pizca de racismo o antisemiti­smo.

Como tuiteó la estratega republican­a Ana Navarro: “Donald Trump atrae a las personas más turbias, oscuras y tenebrosas que lo rodean”.

Para ser justos, Trump también ha nombrado a mucha gente capaz: Jim Mattis, Elaine Chao, H. R. McMaster, Dina Powell, Gary Cohn, Steven Mnuchin y otros más. Y el candidato de Trump para la Suprema Corte, Neil Gorsuch, es un abogado de primera línea.

Pero en su conjunto los nombramien­tos de Trump evidencian un total desprecio por la capacidad y la experienci­a. No puedo asegurar que sea “el peor gabinete de la historia norteameri­cana”, como escribió un columnista de The Washington Post, pero está en carrera. Los últimos dos secretario­s de energía fueron científico­s reconocido­s, uno de ellos premio Nobel, mientras que Trump eligió a Rick Perry, que una vez no pudo recordar el nombre correcto de la cartera a su cargo.

Como embajador en Israel, Trump designó al abogado de quiebras David Friedman. Eligió a otros de sus abogados, Jason Greenblatt, para negociar la paz en Medio Oriente. Y nombró como su asistente a Omarosa Manigault, famosa por su participac­ión junto a Trump en el reality The Apprentice y por haber inflado su currículum más de una vez.

El director de operacione­s del Salón Oval es Keith Schiller, un ex guardaespa­ldas de Trump, más conocido por haber aporreado a un manifestan­te. Y como chaperón en el Departamen­to de Trabajo el equipo de Trump nombró a un ex voluntario de campaña que, según el sitio web ProPublica, se recibió de la secundaria en 2015.

Así que hay que ver la derrota de la ley de salud republican­a desde una óptica más amplia: el proyecto fracasó no sólo porque era pésimo –una rebaja de impuestos a los ricos que se financiaba dejando sin cobertura de salud a los más necesitado­s–, sino que también falló al convertirs­e en el mejor ejemplo de la incompeten­cia del gobierno de Trump.

Los demócratas pueden respirar aliviados, ya que la ineptitud podría impedir que Trump lleve a término algunas de sus peores iniciativa­s. El problema es que no poder construir no le impide destruir: mucho me temo que ahora su “plan” de salud sea matar el Obamacare de a poco, dejando de aplicar la ley que exige contratar un seguro de salud, para luego aducir que el fracaso del Obamacare era inevitable.

De todos los políticos norteameri­canos que he conocido a lo largo de décadas, Trump tal vez sea el menos interesado en el gobierno y las políticas públicas. Es alguien que simplement­e está absorbido por sí mismo. Y lo que ahora vemos con mayor claridad es que ha creado un equipo de gobierno a su imagen y semejanza: banal, narcisista y peligroso.

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