LA NACION

Historias con sabor a mito

- Diana Fernández Irusta

Yterminaro­n siendo los más felices. Quién lo diría, Ragnar Lodbrok. La noticia circuló la semana pasada: según un informe de la ONU, Noruega está en la cima del ranking de los países con mayor índice de felicidad en el mundo. Siguen Dinamarca e Islandia y, a corta distancia, Finlandia y Suecia. Desde luego, hay países más ricos o poderosos. Pero en lo que hace al cumplimien­to de derechos, hace rato que los nórdicos vienen llevando la delantera. Lo dice la ONU, lo confirma la intuición: donde primen criterios de igualdad, la corrupción estatal o privada sea excepciona­l y se garantice el acceso a salud, vivienda y educación de calidad, las posibilida­des de ser feliz (o de vivir agradablem­ente) tienden a crecer.

“Son países que tienen un equilibrio saludable de prosperida­d y capital social, que significa un alto grado de fe en la sociedad, baja desigualda­d y confianza en el gobierno”, dijo Jeffrey Sachs, asesor especial del secretario general de la ONU. No pude evitar recordar lo que alguien lanzó hace un tiempo al vasto océano de las redes sociales, con relación a la serie Vikings y en franco guiño a quienes venimos siguiendo sus vertiginos­as temporadas: “Me pregunto en qué capítulo llegarán a la socialdemo­cracia”.

En la serie, por ahora, de socialdemo­cracia, nada. Más bien medioevo puro y duro, combates cuerpo a cuerpo, naturaleza hostil, dioses distantes. Los futuros habitantes del más feliz de los mundos son todavía los vecinos bárbaros de Europa, imagen –y ése es uno de los hallazgos– tanto del más profundo de los pavores como de la más oscura fascinació­n.

Vikings se disfruta. Incluso cuando uno se asuma integrante del bando de quienes no habrían sobrevivid­o ni cinco minutos en aquellos tiempos feroces. Michel Hirst, autor de la serie, asegura que es una recreación histórica, realizada con la asesoría de expertos en la Alta Edad Media. Aunque por momentos me pregunto si los actores –ellos y ellas– no lucirán demasiado hermosos, tan contemporá­neos con sus tatuajes, ojos delineados, cortes de pelo agresivos. Entonces recuerdo las escenas de desembarco, esa masa compacta de hombres y mujeres desafiante­s, enormes, como nacidos en otro mundo: sí, es fácil compartir el terror de francos y sajones, pequeñitos y endebles frente a esos guerreros repentinam­ente llegados del Norte. Fidelidade­s históricas aparte, Vikings es un eficaz artefacto narrativo.

Los mejores momentos son los que relatan el encuentro (a veces, encontrona­zo) entre culturas. El brillo de los ojos del monje Athelstan –alternativ­amente prisionero, “mascota cristiana” y amigo de los vikingos– al escuchar los mitos paganos o asistir a sus rituales. El rey Egbert de Wessex y su capacidad para ver signos del futuro en el acercamien­to a los nórdicos, y rastros del presente en la interpreta­ción de los olvidados (o prohibidos) textos latinos. La curiosidad indómita del vikingo Ragnar Lodbrok, ese dínamo insaciable de saqueos, pero también de alianzas e intercambi­o de saberes.

Desde luego, está la otra trama, la de las intrigas políticas. Por sobre todo, las intrigas familiares. Ragnar y su hermano Rollo. Atronadore­s en el campo de batalla; unidos hasta lo indecible tanto por el amor fraternal como por su contracara más sombría. La historia más vieja del mundo. Caín y Abel. Hamlet y Claudio. La violencia más profunda nacida en el más visceral de los lazos: Ragnar y Rollo se aman; Ragnar y Rollo cultivan un rencor añejo. El hermano consagrado por las mieles del liderazgo y el hermano condenado a vivir en un segundo plano que no acepta, contra el que se rebela, al cual lentamente convertirá en obsesión, impulso fratricida, traición. Hirst lo sabe: una buena historia siempre tiene, de un modo u otro, sabor a mito. Algo que los habitantes de estos tiempos desencanta­dos sabemos agradecer.

Unidos hasta lo indecible tanto por el amor fraterno como por su contracara más sombría

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