De ladrón de bancos a exitoso profesor de derecho
Mientras cumplía su condena, Shon Hopwood descubrió su talento como abogado; una vez en libertad, empezó a enseñar en la Universidad de Georgetown
D Durante uno de los intervalos de un partido benéfico de básquet, Shon Hopwood les comentó a algunos de sus alumnos de la carrera de Derecho de la Universidad de Georgetown que su sensación era muy distinta a la de su última vez en una cancha: cuando jugaba al básquet en la cárcel, tenía que llevar una faca entre la ropa, en caso de que su equipo empezara a perder. Sus alumnos se rieron. Hopwood volvió a ingresar a la cancha de básquet universitaria y encestó el tanto definitivo y ganador.
El nuevo empleo de Hopwood como profesor aspirante a titular en el Centro de Leyes de la Universidad de Georgetown es apenas el giro más reciente de su extraordinaria vida: en los últimos 20 años, Hopwood robó bancos en pequeños pueblos de Nebraska, pasó 11 años en una cárcel federal, redactó una apelación tan incisiva para un compañero de cárcel que la Suprema Corte de Estados Unidos se avino a aceptar el caso, se recibió de abogado y obtuvo pasantías extremadamente competitivas, escribió un libro, se casó con su amor de la infancia y construyó una familia.
Pero en ninguno de esos roles tal vez sea más convincente que en su nuevo puesto: sus años en la cárcel le dieron una perspectiva particular sobre la ley que le permite ver cosas que otros abogados soslayan y una comprensión aguda del impacto de las condenas y del drástico crecimiento de la población carcelaria en Estados Unidos.
“Es uno de los grandes problemas de justicia social de nuestros días”, afirma Hopwood. Estados Unidos representa un 5% de la población mundial, pero tiene el 25% de todos los presos del mundo. “La suma de los que están presos con sentencia, los que tienen prisión preventiva, arresto domiciliario, libertad condicionada o bajo palabra alcanza a 10 millones de personas. Es una cifra enorme.”
Y casi tres cuartas partes de los prisioneros liberados están de vuelta presos en menos de cinco años. Hopwood espera poder modificar parte de esa situación.
El arranque de la vida de Shon Hopwood no es para destacar. Tuvo una infancia feliz en un pueblito de 2500 habitantes del estado de Nebraska. El padre manejaba un terreno de pastoreo de ganado y la familia había colaborado en la fundación de una iglesia. Shon era un niño amigable y querido, poco volcado al estudio y más conocido por su habilidad en la cancha de básquet.
Obtuvo una beca deportiva para ir a la universidad, pero lo echaron por faltar a clase. Tras dos años en la marina de Estados Unidos, emprendió el camino de regreso a su Nebraska natal y, sumido en la depresión, se instaló en el sótano de la casa paterna, donde se dio a la botella y a las drogas, mientras paleaba abono 12 horas al día en la granja.
Una noche, un amigo lo citó en un bar y le propuso robar un banco.
En agosto de 1997, sudando y con el corazón a todo galope, Hopwood ingresó en un banco, dejó caer con estruendo al piso una caja de herramientas y levantó el rifle que llevaba escondido entre la ropa. Luego procedió a encerrar a los aterrorizados clientes y empleados en la bóveda y se alzó con 50.000 dólares y escapó con su amigo, que sabía tan bien como él que lo que estaban haciendo era un terrible error.
Su amigo sugirió devolver el dinero, con una nota. Hopwood, en cambio, prefirió robar cuatro bancos más.
A la lectura de su sentencia asistieron 30 miembros de su familia. Casi todos lloraban. Tenía 23 años. El juez Richard Kopf pensó que era un inadaptado. No olvidaba la violenta historia de robos de bancos que tiene Nebraska. Cuando Hopwood le dijo al juez que quería enderezar su vida, Kopf lo desdeñó diciendo algo así como “nos vemos dentro de 13 años”.
Fallo esperanzador
En su primera noche en una cárcel federal, Hopwood se levantó temprano para entrenar y vio cómo dos presos arrancaban a otro de una barra de flexiones, lo tiraban al piso y lo pateaban hasta dejarlo en un charco de sangre y pedazos de dientes.
Trabajar en la biblioteca de la cárcel le pareció una mejor idea. Al comienzo, sólo sacaba libros en préstamo. Pero a principios de 2000, un fallo de la Suprema Corte captó la atención de los presos. Según explica Hopwood, el fallo dice que “todo aquello que pueda aumentar la condena de un condenado debe ser probado frente a un jurado o el condenado debe declararse culpable”. Hopwood había sido juzgado por robo a mano armada, por más que él se había declarado culpable de robo sin arma de fuego.
Tal vez fuese un tecnicismo, pero empezó a soñar con una liberación anticipada. A las obvias razones para querer recuperar su libertad se había sumado una más personal: había iniciado una amistad por correspondencia con una chica de su pueblo natal.
Tras dos meses de investigar el tema, Hopwood envió una petición y recibió una pronta respuesta: la había presentado ante el tribunal equivocado.
Presentó nuevamente la apelación, que fue rechazada por Kopf: el nuevo fallo de la Suprema Corte no tenía efectos retroactivos.
Pero igual algo había cambiado. La búsqueda de una solución al rompecabezas legal representó la primera vez que Hopwood disfrutaba de un tema de estudio. Y le resultaba fácil. Poco después ya estaba enviando mensajes a los abogados de otros presos con sugerencias sobre estrategias de defensa. Y al tiempo ya redactaba las peticiones él mismo.
Solía encontrar errores en las presentaciones de los defensores públicos, seguramente desbordados de trabajo, como el caso de un joven recluso condenado a 16 años de cárcel por posesión de una ínfima cantidad de crack que había sido equivocadamente juzgado como reincidente. Con ayuda de Hopwood, su sentencia fue reducida en más de 10 años.
La tercera presentación que redactó fue para un amigo a quien le habían negado la apelación. Hopwood se abocó durante meses a aprender cómo presentar un hábeas corpus ante la Suprema Corte, y una noche descubrió que era mejor amparar su argumentación en la sexta enmienda que en la quinta. Tras varios borradores producto de sus conversaciones con otros reclusos que lo instaban a explicarles con palabras y lógica sencillas los vericuetos legales, Hopwood tipeó una petición de revisión del caso y la despachó rumbo a la Suprema Corte.
Meses después, uno de los presos se le acercó corriendo y gritándole que iba a matarlo. Hopwood se preparó para una pelea. Pero el hombre traía un diario en la mano, en el que decía que la Suprema Corte había aceptado una petición presentada por un prisionero federal.
Las chances de que eso ocurra son de 1 en 10.000, dice Seth Waxman, ex procurador general de Estados Unidos, que aceptó representar el caso gratuitamente. Waxman leyó la petición y quedó asombrado.
“Era increíblemente buena. Realmente lograba identificar con claridad meridiana el problema. Explicaba el conflicto y explicaba su importancia”, señala Waxman.
El abogado quiso de inmediato entrevistarse con el ladrón de bancos que podía redactar una petición legal de esas características, y así se cimentó una amistad que también cambiaría el derrotero de vida de Hopwood.
A esas alturas ya Hopwood pasaba su tiempo, por ejemplo, leyendo las 1650 páginas de un tratado de derecho procesal penal. Dos veces. Tomaba cursos de asistente legal de nivel universitario. Y con la nueva jurisprudencia sobre las condenas, tenía mucho trabajo redactando peticiones para otros presos y llegó a tener 10 casos a la vez. “Manejaba un estudio jurídico desde la cárcel”, comenta Hopwood.
Como estaba convencido de que las condenas de más de cinco años sólo tenían sentido para los criminales más peligrosos, como lo enojaba la disparidad de las sentencias, y como veía que las más de las veces la cárcel terminaba endureciendo más a la gente y coartando sus chances de reinserción social, le encantaba mandar a la gente de vuelta a su casa. Y la Suprema Corte le concedió una segunda petición, un verdadero récord.
En octubre de 2008, cuando salió de la cárcel, Hopwood tenía 33 años y se moría de ganas de reconstruir su vida. Sabía perfectamente que nadie hacía fila para contratar a un ex convicto. Quería casarse y estudiar en la universidad, pero no tenía dinero. Entró a trabajar en un lavadero de autos y fue entonces cuando tuvo otro golpe de suerte: gracias a una recomendación de Waxman, una pequeña firma legal de Omaha dedicada a la redacción de escritos judiciales aceptó contratarlo para que ayudara con las presentaciones ante la Suprema Corte.
Un artículo publicado en el diario The New York Times desató una catarata de invitaciones para dar charlas y trajo aparejado el contrato para escribir un libro. De todas formas, y dado su historial, ingresar a una universidad seguía siendo difícil. Pero la Universidad de Washington le otorgó una beca completa que le permitiría asistir a clase, a pesar de tener un hijo pequeño en casa y una beba que nació el día de su primera clase en la facultad.
Una mañana, dos meses después de finalizado su período de libertad condicional, Hopwood sorprendió a su ex oficial de supervisión en el ascensor de los tribunales: no estaba ahí para su supervisión de rutina, sino que estaba trabajando como empleado de un juzgado federal.
Estudiaba 12 horas al día, pero se preguntaba si después de todo ese esfuerzo le otorgarían la matrícula para ejercer o si se la rechazarían por su prontuario delictivo. En abril de 2015, tras aprobar el examen del Colegio de Abogados, Hopwood prestó juramento como abogado ante el juez del Circuito de Washington DC que lo había elegido entre muchos otros candidatos para realizar una prestigiosa pasantía.
Hopwood se sumó al cuerpo docente de la Universidad de Georgetown hace alrededor de un año y medio, y empezó trabajando con los alumnos en un taller de redacción de apelaciones. Steven Goldblatt, director del Departamento de Apelaciones de la universidad, dice que Hopwood identifica problemas y estrategias que otros no ven.
“Entiende los problemas del encarcelamiento de una forma que alguien que sólo los estudia académicamente no logra entender”, señala William Treanor, decano de la Facultad de Derecho de la universidad.
Goldblatt sostiene que muchos colegas se quedaron asombrados por la calidad académica de las presentaciones de Hopwood, quien escribió sobre la regla de lenidad, pensada para proteger a los ciudadanos de quedar atrapados en leyes difusas, y argumentó que esa norma debe ser impulsada para forzar al Congreso a ser más preciso en la redacción de las leyes con penas de privación de la libertad.
Según Goldblatt, no es un tema meramente teórico. Es algo fundamental. “Es un excelente ejemplo de lo que logra Hopwood. ¿Cómo puede ser que nadie hubiese escrito más sobre ese tema? ¡Es increíble!”, exclama Goldblatt.
Y el surrealista derrotero de vida de Hopwood no termina ahí: hace poco, ayudó a su ex abogado defensor con una presentación ante la Suprema Corte.
También habló en un panel de académicos junto a Kopf, el juez que lo mandó a la cárcel. El encuentro fue emotivo para ambos. Kopf le entregó un regalo que tenía un significado personal para él: el maletín de cuero que había recibido de un ex prisionero al que había defendido. Según Kopf, era una muestra de reconocimiento de que Hopwood y él trabajaban en pos de la justicia.
“Creo que más que un gesto de arrepentimiento fue como decirle que siga adelante con lo que hace”, reflexionó Kopf en voz alta. “Haría lo que sea por Shon.”