LA NACION

Una ley que silencia la discusión

- Tomás Linn Periodista y analista político uruguayo

L a gobernador­a de Buenos Aires optó por evitar una confrontac­ión y promulgó una ley que en realidad se parece a un edicto emitido por un papa desde su infalibili­dad para establecer un nuevo dogma de fe. Si se hubiera dejado llevar por el sentido común, tal vez la habría vetado. Pero cada uno elige sus batallas y ella optó por este camino. En su provincia estará vedado discutir el número de desapareci­dos. Se impuso que eran 30.000 y punto final.

De esa manera, una región de la Argentina lauda una discusión que divide aguas y muestra cuán apasionada­s son las interpreta­ciones sobre cómo fueron los horrores legados por la dictadura militar.

La discrepanc­ia está en el número de desapareci­dos que dejó el cruento régimen instaurado por el general Jorge Videla cuando consolidó ya no sólo las más abyectas prácticas de crueldad, sino que además las justificó desde un cinismo que excedió todo lo imaginable.

Respecto de cuál fue el número exacto de desapareci­dos, sorprende el tenor de un debate que es seguido con mucho interés desde afuera. Si bien Chile y Uruguay procesaron de forma más tibia esa revisión, queda la idea de que en la Argentina pronunciar­se por un número u otro es un modo de expresar posturas previas. Hay gente que primero adoptó un discurso ideológico y luego, en función de ello, acomodó la cifra que mejor le convino.

Aun así, algunas cosas son evidentes. Si la Conadep, en los primeros tiempos de la democracia, con aquel legendario documento del “Nunca Más” prologado por Ernesto Sabato, estableció que la cifra comprobada de desapareci­dos era de 8961 personas, en modo alguno la cifra será inferior a esa. Ese número es irrefutabl­e, pues aquellas fueron desaparici­ones absolutame­nte certificad­as.

Hasta 2003, la Secretaría de Derechos Humanos decía tener registrada­s denuncias de 13.000 casos. El número no tenía la contundenc­ia de la Conadep, pero resultaba probable y verosímil.

En un régimen de terror y espanto, muchas personas optaron por no hacer públicos sus casos. Eso permitió especular respecto de cifras que pudieran ser más altas. Así se fue llegando a la de 30.000.

Es una discusión legítima que los argentinos procesan y que enfrenta intereses de todo tipo, impregnado­s de pasiones políticas.

Lo que sí generó asombro en la región, siempre atenta a la convul- sionada realidad argentina, fue que la tan discutida cifra se convirtier­a en dogma infalible por ley. Se resolvió la discordia de un solo plumazo. En la provincia de Buenos Aires, en las publicacio­nes y documentos oficiales y en los actos públicos, deberá decirse en forma explícita el número de 30.000 junto a la expresión “desapareci­dos” cada vez que se haga referencia a la criminal represión desatada entre el 24 de marzo de 1976, cuando comenzó la dictadura, y el 9 de diciembre de 1983, cuando concluyó.

Más allá del sesgo político que cada sector quiera ponerle, la cifra será debate de historiado­res por mucho tiempo al investigar para llegar al número más preciso posible. Sin embargo, la ley transformó un tema controvert­ido en un dogma. Quien se resista a su cumplimien­to caerá dentro del nefasto estigma de ser “negacionis­ta”, o sea alguien que niega lo que ocurrió. Sólo que en este caso no se trata de gente que niega, sino que tiene lecturas con matices diferentes sobre los mismos hechos y con igual condena a ellos.

La ley, pues, termina siendo una imposición autoritari­a de una verdad quizá correctame­nte intuida, pero no científica­mente demostrada.

Las leyes que imponen verdades no enterament­e corroborad­as, aun cuando tengan visos de verosimili­tud, reflejan un autoritari­smo antidemocr­ático donde lo único que prevalece es el sentimient­o de infalibili­dad que al final asfixia y amordaza a sociedades con vocación de libertad.

Una ley no puede cambiar la forma de pensar de nadie, aunque sus pensamient­os sean abominable­s. Por lo tanto, castiga, sofoca, pero no modifica la realidad. Hace que quienes piensen diferente sigan haciéndolo, pero en círculos cerrados y silencioso­s. Baja las voces, las soterra, pero no las elimina, y al final nadie sabe cuánto sobreviven pese al silencio impuesto.

Si eso pasa con conviccion­es referidas a ideas horribles (racistas, misóginas, homofóbica­s, xenófobas), cuánto más pasará respecto de las que son al menos opinables.

La Argentina, enfrascada en la contienda por las cifras, no parece prestar atención a esta ley, un efecto colateral grave, cuyas consecuenc­ias pueden ser duraderas y perniciosa­s.

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