LA NACION

A la caza de una larga cabellera

- Ariel Torres

M i amigo Guillermo Abramson, investigad­or del Conicet y profesor del Instituto Balseiro, tuvo la cortesía de invitarme a presentar su nuevo libro, En el cielo las estrellas – Mitos, historias y ciencia en una astronomía para todos.

Aunque habíamos pactado una serie de preguntas, para ordenarnos un poco, nuestra pasión por los cielos nocturnos condujo la charla por los senderos menos anticipado­s.

Así, hablamos de la primera vez que la bóveda celeste nos escrutó con su mirada hipnótica; recordamos nuestros primeros telescopio­s, y ponderamos a Newton, Galileo y, sobre todo, a Kepler, de quien Guillermo es admirador obstinado.

Entonces, y sin imaginarme lo que la pregunta me causaría, le dije: –Año 1986. Guillermo sonrió. Sabía lo que seguía. Murmuró las palabras mágicas: –El cometa Halley. –El Halley. ¿Dónde lo viste? Me respondió que en Villa Gesell, pero entonces la visión del célebre cometa apareció en mi mente con una claridad abrumadora. Por varios segundos, en el bullicio de la Feria del Libro, durante la presentaci­ón de un hermoso libro de un querido amigo, rodeado de asistentes, mi conciencia quedó tomada por aquella noche única.

En 1986 tenía 25 años. Pero si me subí a un auto y manejé casi 400 kilómetros para cazar el Halley fue a causa de hechos que habían acontecido mucho antes.

En 1973, otro cometa, el Kohoutek, conquistó los diarios y la tele. Culpen a los medios o a mi desmedida imaginació­n, es lo de menos. Ese chico de 12 años pasó horas intentando descubrir la estrella de larga cabellera. Si mi memoria no falla, había que levantarse bien temprano para observarlo, y luego de varios días sin novedad, la noche anterior al perihelio, me fui a dormir con la entera convicción de que a la mañana siguiente por fin vería mi cometa.

Esa noche soñé con una inmensa bola de fuego que ocupaba el cielo entero y bramaba como un cíclope.

Pero el Kohoutek faltó a la cita. En realidad, no, no faltó. Pero de ninguna manera iba a poder verlo desde el corazón de la cegadora Buenos Aires sin siquiera un par de binoculare­s. Me sentí desolado y cuando la madrugada se convirtió en día supe que el cometa se me había escapado.

Me llevó varios años y muchas lecturas entender lo que había ocurrido, y para cuando mediaba mi adolescenc­ia me enteré de que en 1986 llegaría el Halley. Faltaban diez años, ¿pero qué es una década para la exorbitant­e relojería del universo?

El año empezó mal, con el desastre del Challenger, pero los días fueron pasando y hacia el otoño la espera de una década llegó a su fin. El Halley sería visible entre marzo y abril. Evalué algunas excursione­s que se organizaro­n para observar el fenómeno desde la ciudad. Pero esta vez no pensaba correr riesgos. El cometa sería más visible el 11 de abril, una semana de luna nueva. Necesitaba un lugar oscuro. Muy oscuro. No lo pensé mucho. Me subí a mi desvencija­do Dodge 1500 y manejé hasta Olavarría, de donde era oriunda mi novia. El crepúsculo del perihelio se inició sin nubes, y cuando se hizo noche cerrada nos fuimos al campo, lejos de las luces, lejos de todo. Apagué el coche, bajamos, y cuando los ojos se acostumbra­ron, lo vimos.

–La visión de un cometa es sobrecoged­ora, te cambia para siempre –pronunció Guillermo, certero, en la presentaci­ón de su libro.

Treinta años después sigo viendo esa noche inmensa cruzada por un portento que no bramaba y no ocupaba todo el cielo, pero cuyo silencio y quietud inspiraban una fascinació­n extática. Era un espectácul­o a la vez deslumbran­te y ominoso que en otras eras había propiciado ocasos y revolucion­es. Era también más hermoso que mi sueño. Lo miré un largo tiempo. Un largo tiempo. Para el próximo encuentro tendría que esperar 76 años. Y puede que eso no sea mucho para un cometa. Pero es una vida entera para un hombre. Mark Twain lo supo bien.

Puede que 76 años no sea mucho tiempo para un cometa, pero es una vida entera para un hombre

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina