LA NACION

El gran escultor de origen indio inaugura hoy una muestra

El artista indio pone a punto el site specific que inaugura hoy en el Parque de la Memoria; las confesione­s de un provocador que concibe todavía el arte como un descubrimi­ento

- Texto Fernando García | Foto Daniel Jayo

D e inconfundi­ble traza india, Anish Kapoor interrumpe la entrevista en una oficina de la sala PAyS en el Parque de la Memoria para seguir a Pablo Smidt, su asistente argentino durante casi catorce años. Su obra Destierro, compuesta por veintisiet­e kilos de un pigmento rojo que mandó a construir con instruccio­nes precisas desde Londres, se encuentra en estado de work in progress.

Lo que se ve cuando se entra a la sala de exhibicion­es es una escena que pertenece a las imágenes de la construcci­ón, de la ingeniería. Una montaña de este pregnante material parece exhumada del centro de la Terra y vuelta contra la mirada. Cuando el sábado quede terminada para la inauguraci­ón, será el encuentro de uno de los artistas más importante­s de la escena contemporá­nea con el público argentino. Kapoor, como muy pocos, ha redefinido la escultura en los últimos treinta años y algunas de sus piezas públicas que mueven al asombro son verdaderos íconos urbanos. El artista nacido en Bombay fue tentado a pensar una obra para este espacio de Buenos Aires a través del curador brasileño Marcello Dantas. La negociació­n llevó tres años y ahora, con el auspicio del British Council y el Banco Ciudad, Kapoor recorre este espacio en jeans y remera poniendo su site specific, que también incluye una instalació­n sonora, a punto. En medio del trabajo, entonces, conversó con la nacion.

–Las obras de arte que rodean este parque están hechas para hacernos reflexiona­r sobre la memoria del terrorismo de Es- tado. ¿Pensó sus obras con eso en mente?

–Por supuesto que lo central es este sitio que ya está hecho y en el que toda aquella tragedia profunda resuena. El significad­o de Destierro (pronuncia en español) tiene que emerger de la obra, no estoy interesado en explicarlo. Por supuesto, soy consciente de que pueden establecer­se algunos paralelos. El pigmento rojo representa tierra y sangre, no puede ser otra cosa. Y el azul mecánicame­nte, automática­mente, es asociado con el cielo y es entonces una cosa dentro de la otra. Hasta allí llega lo que a mí me concierne. ¿Cómo podría yo saber, por otra parte, lo que se siente haber perdido a alguien como las personas cuyos nombres están aquí escritos? Lo que sí puedo hacer es tratar de hacer algo que permita una reflexión, que permita un momento de tranquilid­ad y que eleve ciertas preguntas. ¿Qué es esto? ¿Por qué esta aquí? ¿Tiene algún significad­o para mí? ¿Es arte? Ésas son todas buenas preguntas.

–Usted ha creado íconos urbanos en diferentes partes del mundo mezclados entre los monumentos clásicos y la arquitectu­ra contemporá­nea. ¿Qué es lo que trata de agregar al paisaje público con sus obras?

–El espacio público ha perdido casi todos sus significad­os emotivos. Pero es una de las pocas cosas comunitari­as que nos quedan. Y no creo que haya que dejarlo todo en manos de los arquitecto­s ni del diseño. Trato de hacer cosas que comprometa­n a la gente con la obra, que las atraigan sin que sea Disneyland­ia. Que sean un descubrimi­ento, porque para mí el arte es eso.

–En ese sentido me da curiosidad pensar cómo determinad­o diseño urbano define la forma de sus objetos. ¿Por qué a Chicago y a ninguna otra ciudad le tocó la Cloud Gate, por ejemplo?

–¡Cloud Gate pertenece a Chicago y a nadie más porque fue la ciudad la que pagó por la obra! (Risas.) Puedo darle una respuesta seria también. En esa parte donde está emplazada la escultura, Chicago es una ciudad muy vertical. Y Cloud Gate es un objeto horizontal y su superficie espejada absorbe hacia dentro toda la ciudad. Es como una selfie de la ciudad.

–Para Japón, tras el tsunami, desarrolló el teatro inflable Ark Nova, una pieza en la encrucijad­a de la escultura y la arquitectu­ra. ¿Le gustaría diseñar espacios habitables en el futuro?

–No quiero estar pensando dónde debería ponerle el baño a alguien y ese tipo de cosas. Para eso están los arquitecto­s; ellos pueden hacerlo mucho mejor que yo. Ya es bastante trabajo generar piezas y espacios que tengan un contenido poético. Y ése es un problema mucho más interesant­e para mi mente, por otra parte.

–¿La respuesta vandálica contra su obra Dirty Corner en los jardines de Versalles lo hizo reflexiona­r sobre la relación entre el arte público y la gente?

–Francia es un lugar extraño. Y especialme­nte Versalles. Mi intención con esa pieza era crear un desorden en el diseño de los jardines. En una entrevista expliqué que para mí era como la reina echada en la hierba. Y un periodista lo tomó como “la vagina de la reina”. Y la reacción fue muy obvia. Mientras tanto vivimos en ciudades que están llenas de objetos fálicos y nadie se ofende. Ni siquiera parece una vagina, pero en el momento en que fue descripta de esa manera sexual salió a flote un odio visceral. La primera vez que escribiero­n grafitis ofensivos sobre la obra, fueron removidos de la manera usual. Pero luego hubo una segunda y una tercera vez. Y entonces fue cuando decidí que los grafitis permanecie­ran como un testimonio del antisemiti­smo. Esto volvió la pieza aún más controvers­ial. Un ministro de Versalles me llevó a la corte diciendo que yo estaba mostrando material antisemita en público. Y perdí el caso. Y aun así me rehusé a remover los grafitis. Entonces cubrí algunos con láminas de oro. Es muy curioso que objetos mudos como mi obra puedan generar tanta ofensa. Si no te gusta, no lo mires. Es sencillo. Creo que mi obra sacó a flote algo muy conservado­r de la sociedad francesa. Pero ése es el propósito del arte finalmente. ¡Eso es lo que el arte debería provocar siempre!

–¿Qué lo motivó a donar el premio Génesis de un millón de dólares del gobierno israelí? ¿Es la clase de declaració­n de principios que trata de evitar en sus obras?

–Una de las mayores crisis de nuestro tiempo es el tema de los refugiados. Tenemos 65 millones de personas sin país. Es inimaginab­le. Es un problema moral enorme, una pregunta ética muy importante que debemos hacernos a nosotros mismos. En Europa se trata a esta gente como menos que humanos. Mi padre y mi madre fueron refugiados. Y yo soy un maldito inmigrante. Llegué a Londres con 18 años. No puedo compararlo de todos modos. Mi situación fue mucho más privilegia­da.

–¿Cómo era la sociedad británica de entonces comparada con la de hoy? ¿Más o menos tolerante?

–A pesar del Brexit, hoy es mucho más tolerante. Brexit es el mayor paso atrás que Inglaterra ha dado. Es una paranoia nacional, una especie de virus horrible. ¿Valió la pena gastar tanta energía en eso? ¿Tanto odiamos a los extranjero­s?

–¿A que organizaci­ón piensa donar el dinero?

–No lo he decidido aún, pero seguro elegiré una organizaci­ón palestina. Ésa será mi contribuci­ón al problema.

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