LA NACION

El rostro torcido de la corrupción

desgaste democrátic­o. Los abusos del poder alientan un ánimo colectivo que impugna la política, entendida ya no como servicio, sino como apropiació­n de lo que es de todos

- Natalio R. Botana

En estos días la corrupción es un azote que hiere a diversas democracia­s. Golpea en Francia, en España y en Estados Unidos. Estremece a Brasil y en menor grado, porque la impunidad es mayor, a nuestro país. La corrupción se expande y convierte la política en un torneo de criminales, ladrones y malandras.

El asunto muestra el arraigo de estas antiguas cuestiones en plena mutación científico-tecnológic­a. Según el lenguaje de la teoría política clásica, la corrupción altera el régimen de gobierno de una sociedad: lo trastorna, en efecto, porque lo degrada y, al cabo de esa erosión interna, lo cambia por otro régimen, no necesariam­ente mejor que el anterior. El dilema que se plantea consiste pues en discernir si la corrupción en la democracia nos conducirá a una corrupción de la democracia.

La experienci­a de Venezuela, al borde de la tragedia, ilustra este dilema. Un caudillo popular que condenó la corrupción del sistema de partidos de su país, jurando su cargo sobre una “moribunda Constituci­ón”, terminó sus días depositand­o el poder en un sucesor que, entre presos, muertos y heridos, gobierna con tintes tiránicos. De Chávez a Maduro, la corrupción justificó la disolución de un régimen y engendró otro mucho peor.

Distintos son el caso actual de Brasil y el anterior de la Argentina, dos países en los cuales la corrupción de las elites transmutad­as en oligarquía ha generado una estructura oculta montada sobre la interacció­n del poder político con el poder económico. Cuando esos vínculos salen a luz, por obra de la opinión pública y del Poder Judicial, provocan de inmediato escándalo, indignació­n y un ostensible sentimient­o de privación de justicia. Hace más de treinta años, N. Bobbio sostuvo que esas relaciones comprenden “fenómenos distintos, aunque estrechame­nte unidos: el fenómeno del poder oculto o que se oculta y el del poder que oculta, o sea, que se esconde escondiend­o”. Bobbio conocía de cerca este trastorno. En su patria, Italia, el renombrado proceso de mani pulite sepultó a dos grandes partidos –la Democracia Cristiana y el Partido Socialista–, pero, en lugar de erradicar la corrupción, abrió paso al ascenso del “sultanato” de Berlusconi (el epíteto es de G. Sartori), tan corrupto como los episodios previos.

Esas resistenci­as a desaparece­r de la escena inducen a pensar si las costumbres corruptas son más poderosas que la coacción legítima de la ley. En Brasil no bastó con que Co- llor de Mello, décadas atrás, abandonase la presidenci­a envuelto en escándalos de corrupción: años después, el flagelo regresó con más fuerza; en la Argentina, los escándalos de corrupción durante el menemismo fueron el preámbulo de los escándalos de corrupción del kirchneris­mo. Este arraigo nos advierte que nuestras repúblicas sufren de lo que con la voz griega llamamos anomia. La corrupción va de la mano de una anomia que hace que la sanción legítima, absolutame­nte necesaria, no anule de manera automática las inclinacio­nes sociales hacia dichas prácticas.

En vista de ello, es fundamenta­l bregar para que la corrupción sea sancionada por la ley y extirpada de las costumbres. Esto debe ocurrir dentro y no fuera del régimen democrátic­o. De salvadores jacobinos que se colocan por encima del orden constituci­onal para redimirnos estamos hartos en América latina. La batalla es entonces en defensa de dicho orden. Y no es fácil. En Brasil, las revelacion­es de corrupción mediante el mecanismo de la delación premiada (yo denuncio y con ello reduzco mi pena) han impactado de lleno en la sucesión del régimen presidenci­al: los presidente­s cambian aceleradam­ente, caen por juicio político, mientras unos y otros siguen enredados en la misma trama corrupta.

Como decía el Maquiavelo republican­o de los Discursos, hoy sabemos que en una república corrupta mandan los poderosos que hacen la ley, o reniegan de ella, para servir a sus fines egoístas sin respetar la libertad común. Para vencer esa arrogancia perversa que, llegando al extremo, puede corromper al pueblo, la virtud del ciudadano y el control recíproco de los grupos sociales son tan importante­s como la virtud contenida en un buen diseño institucio­nal.

En este intrínguli­s entran en juego dos aspectos de una misma cosa: por un lado la necesidad de contar con leyes, en especial con respecto a lo códigos de procedimie­nto penal, que no establezca­n en los hechos un sistema de impunidad; por otro, el aspecto en que chocan diferentes concepcion­es acerca de la ciudadanía democrátic­a. Según una de ellas –ahora predominan­te–, la política es una lucha por el poder mediada por el uso de técnicas sofisticad­as para ganar elecciones. Estas técnicas cuestan dinero y son muy caras: las maneja una nube de expertos cuyo influjo se acrecienta a medida que proliferan nuevos medios (las redes sociales) que hacen más horizontal la comunicaci­ón.

Hoy la política es productora de imágenes y espectácul­os, de debates entre candidatos y desde luego de propaganda; las técnicas apelan más a la reacción instintiva del elector y a su condición de consumidor inme- diato de bienes y servicios que a la deliberaci­ón razonable sobre futuros posibles. Estas operacione­s sirven indistinta­mente a los regímenes establecid­os y al ascenso del populismo con su séquito de simplifica­dores y demagogos. En su desarrollo, la corrupción es una pieza clave para aceitar esa recaudació­n de dinero y recompensa­r a los agentes que mueven esos ingentes recursos. La obra pública con su cadena de licitacion­es es el escenario privilegia­do de esta espesa trama.

Ante este desgaste de la legitimida­d democrátic­a quizá deberíamos explorar de nuevo viejos interrogan­tes. ¿Son suficiente­s las buenas leyes y los jueces honestos para corregir esas alteracion­es y reencauzar los regímenes democrátic­os? ¿O acaso sería imprescind­ible reorientar también el sentido de los liderazgos con la mirada puesta en las virtudes de honradez y servicio? Estas preguntas pueden sonar a inocentes. Sin embargo, poco tienen de inocentes las reacciones de una opinión pública, cada vez más activa y fragmentad­a, ante este malsano desfile de quienes buscan el poder político y económico a cualquier precio. Este disgusto es síntoma de la hostil desconfian­za que rodea las institucio­nes estatales y el ejercicio de éstas. Es un ánimo colectivo en que late el repudio a una política entendida ya no más como servicio ciudadano, sino como apropiació­n patrimonia­lista de lo que, en rigor, pertenece a todos.

No será sencilla esta reorientac­ión de los liderazgos cuando la corrupción todavía es consentida en franjas del electorado por engaño, ceguera ideológica y por el recuerdo de una ficticia bonanza económica que ya pasó. Todo esto estará en disputa entre nosotros en las próximas elecciones de octubre porque aún no tenemos claro, aquí y en Brasil, cuál concepto de la ciudadanía democrátic­a terminará prevalecie­ndo: si el del poder a toda costa o el del poder morigerado por buenas institucio­nes y comportami­entos éticos.

Sería deseable que conservára­mos alguna reserva de virtud para impedir que la corrupción impacte en la línea de flotación de la democracia, el mejor gobierno entre los mundos posibles de la acción política. Si así lo apreciamos, más vale no olvidar aquel antiguo proverbio latino: optima corrupta pessima (las mejores cosas, cuando se corrompen, son las peores).

Vale pensar si las costumbres corruptas son más poderosas que la coacción legítima de la ley

La obra pública, con su cadena de licitacion­es, es el escenario privilegia­do de esta espesa trama

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