LA NACION

Hay que incentivar la honestidad

- Hernán Munilla Lacasa Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas (UCA)

El alarmante nivel de corrupción en que nuestro país se encuentra sumergido se debe no sólo a la proliferac­ión de funcionari­os venales, sino también a la actuación de empresas que, con el afán de verse beneficiad­as en sus negocios, corrompen o se dejan corromper. Podría afirmarse que la ausencia de sanciones penales para ellas constituye un fuerte estímulo a emprender turbios negociados, pues de ser descubiert­as –y no siempre lo son– los únicos perjuicios que se ven obligadas a afrontar son los honorarios de los abogados que contraten para defender a los ejecutivos o empleados imputados; o bien las indemnizac­iones que logran acordar con ellos. En la misma columna del debe podría computarse también el demérito a su imagen comercial, no siempre fácil de mensurar en términos económicos.

Pero esta situación, que urge enmendar, cambiará de aprobarse la ley que el Poder Ejecutivo ha enviado al Congreso de la Nación, en tratamient­o ante la Cámara de Diputados. En ella se establece que cuando el delito contra la administra­ción pública del que una empresa pudiere resultar beneficiad­a fuere cometido por sus dueños, socios, accionista­s, directores, gerentes, apoderados, representa­ntes, empleados, y aun por sus contratist­as, agentes, distribuid­ores o proveedore­s, se le aplicarán a dicha empresa, entre otras penalidade­s, multas del 1% al 20% de sus ingresos brutos anuales, correspond­ientes al año anterior del hecho. El cambio que habrá de operar es radical y no pasa inadvertid­o en el ámbito empresario.

Sin embargo, en un giro extremo, de no contemplar­se ninguna sanción para las empresas, el proyecto aludido pasa a adoptar un peligrosís­imo criterio de responsabi­lidad objetiva, ajeno al derecho penal, en el cual las compañías involucrad­as, aun cuando hayan hecho todo lo posible para evitar el delito, a pesar de haber implementa­do con anteriorid­ad un adecuado programa de integridad y aun cuando celebren un acuerdo con el fiscal para suministra­r, en carácter de “arrepentid­as”, datos o informació­n relevante para el esclarecim­iento del hecho, igualmente serán castigadas, en el mejor de los casos, con el 1% de sus ingresos brutos anuales. El proyecto establece que la existencia de un programa de integridad o la celebració­n del referido acuerdo serán considerad­as “atenuantes”, pero no “eximentes” de pena, y que en ningún caso la multa podrá ser inferior al 1%.

¿Cuál es, frente a este escenario, el incentivo para que las empresas hagan las cosas bien, diseñen y ejecuten programas de integridad, códigos de ética, matriz de riegos, capacitaci­ones, investigac­iones internas, canales de denuncia y cualquier otra medida destinada a prevenir delitos de corrupción, si de todos modos, a pesar de sus mejores empeños, serán sancionada­s con un pena pecuniaria gravísima, que ni siquiera habrá de tener en cuenta el beneficio obtenido, sino los ingresos brutos anuales, lo cual sin duda afecta el principio de proporcion­alidad?

Lo que debería contemplar­se en la ley es un criterio de responsabi­lidad subjetiva. La empresa debería ser castigada por la comisión de un hecho propio, que en el caso sería organizars­e en forma deficiente. En las estructura­s societaria­s grandes, y aun en las medianas, no siempre es posible controlar a la totalidad de los dependient­es, y menos a los socios del negocio (agentes, proveedore­s, distribuid­ores, contratist­as). Por tal razón, que no puede ser desconocid­a para los legislador­es, si una empresa hace todo lo que está a su alcance para actuar dentro de la ley y posee un programa de integridad sólido y consistent­e, el hecho delictivo que no puede evitar no debería serle reprochado penalmente.

El proyecto comentado –que está bien inspirado porque busca combatir la corrupción y tiende a fomentar la transparen­cia entre los sectores público y privado– debe evitar, en el Congreso de la Nación, desviarse de los postulados que informan el derecho penal, en especial el que no admite la aplicación de criterios de responsabi­lidad objetiva. Esta encomiable aspiración de reducir un flagelo que ha llegado a límites intolerabl­es para cualquier sociedad sólo podrá emprenders­e con éxito si los jueces y fiscales llamados a investigar están exentos de sospecha. Urge, por lo tanto, que el Consejo de la Magistratu­ra concluya cuanto antes la auditoría dispuesta sobre los tribunales federales y adopte las medidas que correspond­a, para bien de la República y para bien de los magistrado­s que logren superar el test.

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