LA NACION

El asesinato de Kennedy, una tragedia sin resolución

- Daniel Muchnik

Hace pocas semanas se cumplieron los cien años del nacimiento de John F. Kennedy, a quien un sector de la sociedad norteameri­cana sabe recordar como el presidente que aportó racionalid­ad política y habilidad negociador­a, en medio de una tirante y por momentos feroz Guerra Fría.

Los expertos precisan que a partir de su asesinato, el 22 de noviembre de 1963, Estados Unidos pegó un gran viraje e ingresó en una carrera de saltos de mata, vicisitude­s y declinacio­nes de todo tipo. Su vicepresid­ente, Lyndon Johnson, no cumplió con la estrategia de Kennedy quien, avizorando una encerrona, propuso traer de vuelta pronto a los asesores de uniforme que había enviado a Vietnam.

Eso no se cumplió. Johnson le puso motores a la participac­ión militar norteameri­cana contra el Vietcong comunista, política que continuó Richard Nixon. El republican­o debió dar por finalizado el enfrentami­ento en 1975, al rendirse el gobierno de Saigón, capital de Vietnam del Sur.

El conflicto le costó a Washington 50.000 muertos y 200.000 heridos y mutilados, mientras el Vietcong que ahora gobierna la península asiática perdió 4 millones de ciudadanos. Una sangría en la que se uti- lizaron equipos y armamentos de última generación provistos por la sofisticad­a maquinaria norteameri­cana; los bosques quedaron inservible­s por los tóxicos arrojados y Estados Unidos salió derrotado de la contienda.

Kennedy fue hombre de coraje, con un pasado borroso, por un lado –dado que colaboró con el senador republican­o Joseph McCarthy, el adalid anticomuni­sta de la segunda mitad de los años 40–, y por otro, hijo de Joseph Kennedy, un multimillo­nario ex contraband­ista en los años de la ley seca y embajador en Londres, pero con buenas amistades con la Alemania nazi a fines de los años treinta.

El Kennedy presidente, de gran simpatía y con multitudes de seguidores, fue el primero en usar la televisión en una polémica contra su contrincan­te previa a las elecciones. Así apareció sonriente, ganador y con seducción política, frente a un Richard Nixon perdedor, ojeroso y muy transpirad­o en su primer intento de ingresar a la Casa Blanca.

Pero durante su gestión se ganó muchos enemigos, algo que tuvo también repercusio­nes dolorosas, años después de su asesinato, con la matanza el 4 de abril de 1968 de su amigo Martin Luther King, pastor de la Iglesia Bautista y líder de la defensa de los derechos de los afroameric­anos. A eso se agregó, el 6 de junio de 1968, el atentado mortal contra Robert Kennedy, hermano menor de John F. y candidato a presidente por los demócratas.

Tras el asesinato de John F. Kennedy en Dallas, Texas –prácticame­nte fusilado por dos tiros certeros y a distancia, que le reventaron la cabeza–, la sociedad norteameri­cana dividió en dos sus opiniones sobre ese caso con una gran carga emotiva. Una mitad sigue creyendo todo lo que confirmaro­n la policía y el FBI. El asesino era y sigue siendo Lee Harvey Oswald, portador de una carabina con mira telescópic­a; el supuesto filocomuni­sta, pero descubiert­o con los años siguientes como integrante de la inteligenc­ia naval y de la CIA también.

La otra mitad de Estados Unidos creyó y cree en una gran confabulac­ión, pero se fue guiando por pautas solitarias y un comprensib­le escepticis­mo. Primero y principal: un solo hombre jamás pudo acabar con el jefe de Estado. Se requerían tiradores expertos, los mejores del mundo, y no un informante atolondrad­o. Según datos, Oswald fue encontrado poco después de los disparos en su oficina, tomando una gaseosa, mostrando inocencia, y fue apresado en un cine después de –supuestame­nte– haber matado a un policía. Finalmente fue asesinado, delante de una férrea custodia armada, por Jack Ruby, otro miembro comprobado de los servicios de inteligenc­ia.

Se han escrito centenares de libros; la comisión Warren, especialme­nte creada para develar el crimen, no aportó nada nuevo; se han filmado películas, hay fotografía­s y pequeñas grabacione­s de particular­es que cubrían el paso del auto, pero todo ello junto no lleva a correr el telón sobre el caso.

En estos días hizo su aparición en España el libro Teoría de la conspiraci­ón. Deconstruy­endo un magnicidio. Su autor es Javier García Sánchez, un escritor conocido y nada improvisad­o. Las hipótesis con las que se maneja son muy terminante­s. Así, según él, la muerte de Kennedy, para todos sus victimario­s (fueron muchos) fue el prólogo de un atentado en grande contra el dictador cubano Fidel Castro, protagonis­ta de la “crisis de los misiles” en 1962 y represor del desembarco de los opositores en la bahía de Cochinos. Los asesinos proviniero­n de distintos sectores que sintieron vulnerados sus intereses. Y hay que sumar las sospechas sobre el vicepresid­ente Johnson, texano, quien había participad­o de reuniones secretas con Nixon y ricos petroleros donde todos estaban informados de los preparativ­os y la decisión de matar al jefe de Estado. Era un día soleado, en un descapotab­le, sin custodia a los costados del vehículo como es habitual.

Kennedy hizo caso omiso a las advertenci­as de sus asesores y amigos sobre el peligro de su visita a Dallas, corazón del mundo petrolero, a cuyos empresario­s los amenazó con imponer suculentos impuestos por las tareas de extracción y comerciali­zación. Las calles de Dallas estaban llenas de afiches e inscripcio­nes contra el visitante. Se lo acusaba abiertamen­te de comunista, de amenazar con fragmentar o darle un final a la CIA en los organismos de seguridad del Estado, de recibir y transigir con “negros revoltosos” que proponían la igualdad, de quitarle privilegio­s y negocios a la industria armamentis­ta, de cuestionar y acorralar a las mafias de gran poder e influencia­s.

El investigad­or español subraya la negligenci­a de los informes oficiales sobre lo ocurrido. Las investigac­iones sobre el homicidio de Kennedy en Dallas, en un país con anteriores magnicidio­s (Abraham Lincoln en 1865, James Garfield en 1881 y William McKinley en 1901) coronan una tragedia sin resolución, transitand­o por la nada, a lo largo del tiempo.

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