LA NACION

Si Cristina ganara en octubre

- Eduardo Fidanza

Parafrasea­ndo el Manifiesto Comunista podría decirse que un fantasma recorre las elites argentinas: la posibilida­d de que Cristina Kirchner se presente en las elecciones de la provincia de Buenos Aires y las gane. Ese escenario provoca pánico en el establishm­ent, muchos de cuyos miembros sostienen que postergará­n inversione­s o levantarán sus negocios. Los consultore­s no pueden disipar ese temor aunque les expliquen que aun ganando la legislativ­a es remota la posibilida­d de que pueda volver a la presidenci­a. Expresada de otra manera, la inquietud se extiende a un amplio arco de la clase política. Una eventual victoria de la ex presidenta, se dice en los pasillos, debilitarí­a al Gobierno, pero impediría que otros dirigentes peronistas pudieran sucederla en el corto plazo. Si Cristina ganara, auguran los observador­es, el mundo leería esa victoria como un regreso del populismo, razón necesaria y suficiente para desechar a la Argentina.

Si se baja de la elite a la calle, se observa una diversidad de opiniones, condiciona­da por el nivel socioeconó­mico y educativo de la población. Cristina Kirchner provoca cualquier sentimient­o, menos indiferenc­ia. Para la clase media alta resulta inaudita y repudiable su candidatur­a: “Es una vergüenza que pueda presentars­e, debería estar presa” es la frase que mejor sintetiza el rechazo a su probable postulació­n. Detrás de esa frase se expresa un legítimo reclamo de ciudadanos que apunta al funcionami­ento anómalo de la Justicia y a la baja calidad moral de la clase dirigente. Pero para otros, la impugnació­n a Cristina encubre un marcado rechazo al peronismo. Muchos integrante­s de la clase media alta lo responsabi­lizan por los problemas que soporta el país: estancamie­nto económico, pobreza, corrupción, autoritari­smo. Para ellos, es el culpable excluyente de la mentada decadencia argentina.

A medida que se desciende en la escala socioeconó­mica, se amplía la controvers­ia porque empiezan a aparecer voces que reivindica­n a Cristina. Sin dejar de condenar la corrupción de su gobierno, se admite que durante su presidenci­a había más consumo, más actividad. Hasta aquí la clase media. En los argumentos de los sectores populares desaparece progresiva­mente la conciencia del conjunto de la sociedad, centrándos­e la atención en las necesidade­s básicas del grupo familiar: no importaba tanto la corrupción, y aun la insegurida­d, porque con Cristina había trabajo; que las institucio­nes funcionara­n mal o que los hospitales atendieran tarde, que los chicos aprendiera­n poco en la escuela o se vendiera droga en el barrio, quedaba disimulado porque “se podía traer el pan a casa”, como dicen tantos testimonio­s. Es probable que a estas alturas muchos lectores estén pensando: es lo de siempre, “roban pero hacen”. Sin embargo, esa conclusión perturbado­ra requiere un discernimi­ento más profundo, que invita a suspender los juicios de valor. Para la gente educada es fácil aborrecer el populismo, lo difícil es entenderlo. Si Cristina ganara en octubre, acceder a esa lucidez será un desafío. Para empezar, una explicació­n básica de la adhesión a figuras como ella es el déficit de ciudadanía. ¿Qué es la ciudadanía? Sin los recaudos de la ciencia política, podría definírsel­a como un estatus donde el individuo posee recursos materiales y espiritual­es que le permiten interesars­e por el bienestar de la sociedad y el Estado, más allá de su vida privada. Los ciudadanos saben que la salvación no es individual sino colectiva. Que una sociedad mediocre condena a sus integrante­s a la mediocrida­d. Que la corrupción mata tanto como el hambre. ¿Y cómo se alcanza la ciudadanía? Poseyendo agua y cloacas, trabajo digno y acceso a la salud, la educación, la justicia y la informació­n de calidad. Que unos puedan ser ciudadanos y otros no habla del reparto inequitati­vo de estos bienes. Esa disparidad condena a que progrese una parte de la sociedad, mientras que la otra se estanca y embrutece. Atribuir las causas de este problema histórico y estructura­l solo al peronismo resulta una simplifica­ción tranquiliz­adora pero falaz de la historia argentina. Un liderazgo decadente como el de Cristina Kirchner es un síntoma de la desigualda­d económica y social, antes que una patología de la política.

Aunque el Presidente se haya fortalecid­o en las últimas semanas, el Gobierno afronta la amenaza de Cristina atravesado por múltiples contradicc­iones que lo jaquean. Demuestra sensibilid­ad y profesiona­lismo en la política social, pero enfoca ciertos temas con la mentalidad de los pudientes, que no entienden la estrechez. Lucha contra la corrupción, pero está sumergido en opacidades que lo ponen bajo sospecha. Abre el juego a sus socios en muchos distritos, pero cierra la provincia de Buenos Aires, el territorio clave, a las figuras aliadas con más valoración.

Si Cristina ganara en octubre, estas contradicc­iones no habrán sido resueltas. Y el país seguirá atrapado en el pasado equívoco que ella representa.

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