Veredas, ese ring para la educación cívica
La señora pasea a su perro hasta que él se detiene entre dos autos estacionados y se instala cómodamente para hacer sus necesidades. Mientras el can defeca, su dueña mira para todos lados con cara de culpable, esperando no cruzarse con testigos. Olvida mirar hacia arriba, desde donde la estoy viendo. Su perro concluye y ella se apura en abandonar rápidamente la escena del crimen, dejando el enorme excremento como regalo para sus vecinos de Pocitos.
Me acuerdo de la película Prêtà-porter de Robert Altman, en la que los protagonistas pisaban las “crottes” de perro en las calles de París, uno de los clichés de esa ciudad en 1990. Desde entonces –no sé si por aprendizaje, campañas de concientización, mayor limpieza de la ciudad, cambio de perros por gatos, pocas ganas de pagar 68 euros de multa, o por todo esto junto– las veredas de la capital francesa quedaron sin rastros de heces. En Montevideo, en cambio, hay que andar con cuidado.
Las ciudades te dan lo que pueden, y la clave quizá sea adaptarse y construir a partir de eso. En París, donde viví hasta hace dos años, me acostumbré a una ciudad que da mucho en materia de respeto cívico.
Transeúntes y peatones están a igual nivel que conductores, a tal punto que reparten lecciones de vialidad a quienes no se detienen en un paso. Restaurantes y bares controlan que sus clientes no estén a los gritos en las veredas, y también lo hacen los ciudadanos, que no dudan en tirar un balde de agua fría por el balcón cuando hay mucho ruido. La ciudad está llena de basureros públicos, incluso para colillas de cigarrillos; las veredas no están destruidas, y los más frágiles no se caen una vez por mes, y las calles y los parques están limpios, pese a que la ciudad recibe 40 millones de turistas al año. Durante la época de picnics, los parisienses organizan ágapes gourmet sobre el pasto, pasan toda una tarde y, cuando se van, el lugar queda como estaba. Los parisinos entendieron que la ciudad es de todos, y ese es sin dudas un gran aprendizaje.
Al observar a los montevideanos y sus costumbres, tengo la sensación de que muchos le dedican poco interés a la vía pública, como si la ciudad fuera de nadie. En esa lentitud en progresar, también está la virtud de hacer otras cosas más despacio, como aprovechar la vida sin ansiedad tóxica y encontrarle solución a todos los problemas. La ciudad va a su ritmo, sin consumo compulsivo.
Volver a otra época es un beneficio en lo que respecta a la calidad humana. Al de la gomería se le puede pagar más tarde si no se tiene efectivo encima (y así evitar caminar seis cuadras bajo la lluvia), mientras que la panadera propone crear un pan de quínoa especial para esa única clienta intolerante al gluten.
Cuando vi por segunda vez a la misma dueña que abandonaba el excremento de su perro, con mi crítica y malhumor parisienses, tuve ganas de educarla a los gritos. Un colega uruguayo me dio una mejor idea: “La próxima vez que la veas, llevale una bolsa. Y decile que, si se la olvida, siempre estarás dispuesta a darle una nueva”. Amabilidad y paciencia son otros dos elementos valiosos que Montevideo sí da.
Volver a otra época es un beneficio en lo que respecta a la calidad humana