LA NACION

Un monstruo vino a vernos

- Pablo Plotkin

Voy a hablar de una escena extraordin­aria de The Americans, temporada 5, episodio 11. Es una escena aislada respecto de los enigmas centrales de la serie, pero los sensibles al spoiler deberían dejar de leer. Philip y Elizabeth Jennings, el matrimonio de espías soviéticos que vive de incógnito en los Estados Unidos de Reagan, irrumpen en el departamen­to de Natalie Granholm, una señora de origen ruso que lleva una vida intachable en Boston. Los Jennings tienen el dato incierto de que Granholm es en realidad Anna Prokopchuk, una colaboraci­onista que durante la ocupación alemana de Dyatkovo se cansó de fusilar compatriot­as a la orden de los nazis. Aterrada, Granholm les dice que están equivocado­s, que la confunden con otra, pero al darse cuenta de que su marido, un médico que la ama y desconoce su pasado, está por llegar a casa para toparse con la verdad y caer en la volteada, confiesa que sí, que es Prokopchuk. Cuando los nazis tomaron su pueblo, tenía apenas 16 años. Mataron a sus padres delante de ella, la obligaron a cavar una fosa, la emborracha­ron, le dieron un arma y la convirtier­on en una fusiladora serial. Antes que una traidora y una carnicera, Prokopchuk había sido una huérfana violada y una adolescent­e convertida en zombi.

Creada por el ex agente de la CIA Joe Weisberg, The Americans trabaja todo el tiempo sobre grandes temas como la familia, la mentira, el lado monstruoso de los héroes y el lado humano de los monstruos. En esos años finales de la Guerra Fría, mientras Philip sufre una crisis ética y vocacional, Elizabeth sigue siendo una operaria implacable de la causa soviética, pero cuando le dice a Prokopchuk “sos un monstruo”, sus ojos de tigresa reflejan la impresión de que está hablando de sí misma. La batalla que pelea parece tener un sentido cada vez más difuso, y a esta altura el efecto político de las misiones –con asesinatos de inocentes y toneladas de manipulaci­ón psicológic­a– es cuanto menos dudoso.

“Un monstruo” es la definición que tenemos más a mano cuando pasan cosas como la de Manchester. Un monstruo es una entidad que se separa de la especie, una malformaci­ón evolutiva, una falla en la matriz, y es una manera de ubicar al terrorista en alguna parte, lo más lejos posible de nosotros. “Fue un monstruo, no un musulmán”, rezaba un cartel en el santuario de las víctimas. De acuerdo. ¿Y después qué? Salman Abedi no era un lobo solitario: era un criminal suicida al servicio de un ejército internacio­nal de fundamenta­lismo religioso. En definitiva, algo mucho más peligroso que un monstruo.

La novela que lanzó a la fama a Bernhard Schlink, El lector (1995), era una reflexión sobre la Alemania de posguerra y los dilemas morales de esa sociedad llena de gente común que había hecho cosas terribles. Hanna Schmitz, la criminal de las SS que protagoniz­a la historia, tiene algo de Anna Prokopchuk, sólo que con menos excusas y remordimie­ntos. Schlink estuvo en Buenos Aires para la Feria del Libro y en una entrevista con Infobae hablaba sobre las críticas que había recibido cuando lo acusaban de pretender humanizar al nazismo. En su respuesta, el autor evocaba la teoría de Hannah Arendt, la mecánica obediente y “banal” del exterminio. “Ese es el problema –dice Schlink–. Si aquellos que cometieron crímenes monstruoso­s fueran monstruos, el mundo sería fácil.”

Es la definición que tenemos más a mano cuando pasan cosas como la de Manchester

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