LA NACION

Teatro por WhatsApp para un espectador

Una cronista se convierte en la protagonis­ta exclusiva de Perfil bajo, una obra interactiv­a que transcurre en espacios públicos

- Natalí Ini

Estoy en la entrada de un shopping cantando a todo volumen, como si fuera Rihanna. A mi lado, un muchacho me rapea agitando las manos. Muevo la cabeza como una tortuga en cámara rápida. Muchas personas circulan y nos sacan fotos con sus celulares. No, no es un sueño. Es sábado a la tarde y yo soy partícipe de una función de Perfil bajo, una experienci­a teatral interactiv­a en espacios públicos. Todo lo que en mi vida cotidiana me da timidez, como abordar desconocid­os en la calle, cantar o actuar de manera sospechosa en un negocio, me resulta extrañamen­te divertido durante la obra, hecha a mi medida y fuera de un escenario.

“Bienvenida a Perfil bajo. Comenzó la función. No le cuentes a nadie que estás participan­do de esta experienci­a, mantené la calma, nada malo va a pasar”, dice el primer mensaje que veo en la pantalla de mi celular. Estoy en un banco de una plaza, donde me citaron hace unos días cuando me anoté en esto, que estaba definido co- mo una obra de teatro por WhatsApp para un único espectador. Miro todo con un nivel de detalle mucho mayor al normal. Una chica sentada en la falda de su novio le da besos por toda la cara. Una mamá limpia con una servilleta la remera de su hijo llena de helado. Yo estoy prendida al celular esperando alguna indicación, pero por ahora sólo me piden que observe a mi alrededor. Empiezo a dudar de todos, si serán actores, si sabrán que yo soy la protagonis­ta de hoy o si son simples transeúnte­s.

El siguiente mensaje es una foto mía aquí, en este momento. No puedo entender cuándo me la sacaron. Tiene poco zoom, alguien se tuvo que acercar mucho para tomarla. Miro para todos lados. Me da una mezcla de risa con paranoia. Me siento en el capítulo de la última temporada de Black Mirror, “Cállate y baila”, en el que unos hackers entran a computador­as y amenazan a sus propietari­os con difundir videos compromete­dores si no siguen las instruccio­nes que les envían a su celular. Si bien yo estoy aquí por decisión propia y no tengo que hacer nada que me haga sentir incómoda, es inevitable la identifica­ción. Es más; las instruccio­nes fueron las mismas que le llegaron Kenny, el protagonis­ta de ese episodio: mantener el celular encendido y con buena carga y no contarle a nadie lo que está pasando. Pese a los nervios, me dejo llevar.

Quien me habla por WhatsApp, al que podríamos definir como “el director de la obra”, me dice que se me ve bien y sonriente. La paranoia se convierte en tranquilid­ad porque alguien me está acompañand­o.

Ok. Llegamos entonces a la primera prueba (o a la primera escena, como prefieran llamarle): me tengo que sentar en algún hueco del banco y entablar conversaci­ón con el que tenga al lado. “Pero, ¿qué le digo?” “Preguntale qué está escuchando”, apunta el guionista virtual que ve todo desde algún panóptico que desconozco. Mi ocasional vecino es un hombre de unos 40 años que lleva auriculare­s. Le pego un vistazo de arriba abajo para decidir cómo abordarlo. No sé bien por qué pero me sale preguntarl­e si está esperando a alguien. Él se sorprende y se saca los auriculare­s de manera torpe, pidiendo que le repita la pregunta. Me dice que no, que no espera a nadie y que está escuchando música que graba de la radio. Mi sonrisa tensa no se relaja. No sé si es un actor o no. Me pone los auriculare­s, es como una música electrónic­a. Vibra mi celular. Otra foto. Estoy yo hablando con este hombre. Verme desde afuera dialogando con él hace que lance una carcajada. Me despido entre risas.

Segunda prueba: ahora me piden quebusqueu­nmensajequ­eescondier­on en uno de los bancos de la plaza. Esto se empieza a parecer a una búsqueda del tesoro. Hay gente sentada. Doy una vuelta. Estoy ansiosa por encontrar lo que sea que me hayan dejado. Me agacho y veo un papelito pegado. Lo abro. Miro a mi alrededor y una chica está, a su vez, viendo todo lo que yo hago. Al ver mi sonrisa, sonríe también. ¿Qué pensará? Si yo fuera testigo de una escena similar, supondría que es un juego romántico. ¿O acaso ella será una actriz?

“¿Alguna vez hablaste con un presidente?”, dice el papelito escrito a mano. Vibra el celular: me pide que camine unas cuadras hasta la entrada principal del shopping y que busque a un grupo de adolescent­es, vestidos de negro. Es el club de fans de Eminem. Si sabía lo que se venía, hubiera calentado un poco la voz y me hubiera vestido con ropa deportiva, de esas que usan los que bailan hip hop.

“No es fácil ser la presidenta, hay que estar en mil cosas a la vez. Chequear Facebook varias veces al día y organizar estos encuentros. Pero todo sea por él”, me cuenta la líder del club de fans que lleva una remera negra bien ajustada con la imagen de su ídolo estampada. Eminem, desde el torso de su fan, me observa. Tiene las manos en los bolsillos y una actitud desafiante. Mi amigo virtual me dice que los haga rapear. Ay, Dios, qué vergüenza. Por suerte, uno de ellos me pregunta si conozco alguna canción. “Claro, conozco The Real Slim Shady y me gusta la que canta con Rihanna”, le digo. El muchacho me propone que cantemos la de Rihanna. Y acá estoy, muerta de vergüenza, entonando “Just gonna stand there and hear me cry. But that’s alright, because I love the way you lie”. El fan empieza a rapear la parte de Eminem. Cállate y baila.

Mucha gente pasa y casi todos ponen sus celulares en posición de filmar o sacar fotos. Qué delirio. Ahora sí que algunas personas tienen en su propiedad un video con el que extorsiona­rme. Pero la excusa de estar participan­do de esta experienci­a hace que me suelte y me entregue a la diversión, sin prejuicios. La complicida­d con mi amigo virtual me habilita a desafinar sin timidez: durante el show tiro unos vistazos al celular y él no para de arengarme y decirme que lo estoy haciendo muy bien. Yo también tengo mi club de fans.

Algunas de las pruebas siguientes son en el shopping. Dentro de uno de mis libros favoritos me espera otra consigna. Me emociona ese detalle y otros datos sobre mí que fue mechando mientras chateábamo­s. ¿Cómo los supo? Cuando me anoté en la página de Perfil bajo, no puse más que mi nombre, mi edad y mi contacto. El creador de esta experienci­a es Ezequiel Hara Duck, productor de radio, guionista y comediante de stand up, autor de un libro sobre datos inútiles de famosos. Es alguien que colecciona estas pequeñas informacio­nes sobre las personas y evidenteme­nte, ya tiene una carpeta con mi nombre en su archivo.

“El espectador llega sin mucha informació­n, no sabe muy bien lo que sucederá, por lo tanto se encuentra expectante, y de repente ese espectador pasivo se convierte en espectador activo, y protagonis­ta de una experienci­a teatral cuyo número de actores es indefinido”, explica Ezequiel Hara Duck.

Dentro del shopping tengo que entrar y salir de algunos negocios, hurgar en la ropa, interactua­r con vendedores de manera sospechosa; me encuentro de pronto en situacione­s de lo más insólitas que no revelaré para que los próximos espectador­es puedan sorprender­se. Y tampoco les contaré el final. Lo único que les diré es que mi carcajada no me abandonó nunca. Mi amigo virtual me aclaró una y mil veces que si no lo disfrutaba, le avisara de inmediato. Y los encargados de seguridad no dudaron de mí en ningún momento. A nadie le sorprendió tampoco que yo estuviera tan pendiente de mi celular. Al final nadie está tan atento ni estamos tan vigilados como creemos...

“Perfil bajo, a diferencia de una obra de teatro más tradiciona­l, carece del cuentito. Es una experienci­a teatral porque el espectador se convierte en un actor que puede ficcionali­zar la realidad urbana”, resume Hara Duck. Para mí, fue como una clase intensiva de teatro: durante una hora, a las escenas hubo que ponerles el cuerpo e improvisar. Y ahora el cuentito lo cuento yo, una vez terminada la función.

 ?? Fabián marelli ??
Fabián marelli

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina