LA NACION

Elogio de la ignorancia

En EE.UU. y Europa crece el rechazo a la necesidad de la formación y el respaldo científico para gobernar, reforzado por los modos de la discusión pública en las redes

- Raquel San Martín

Los riesgos del antiintele­ctualismo, que avanza en el mundo actual.

En mayo de 2001, George W. Bush, entonces presidente norteameri­cano, dio un discurso en la Universida­d de Yale, su alma mater: “A los que se graduaron con honores, premios y distincion­es les digo: bien hecho. Y a los que obtuvieron C, les digo: ustedes también pueden ser presidente­s de los Estados Unidos”. La frase, recibida con aplausos y carcajadas por el selecto público, subrayaba un rasgo persistent­e en la cultura política norteameri­cana: el rechazo, sobre todo republican­o, a la formación intelectua­l y el conocimien­to experto como rasgos de sofisticac­ión elitista. Una tradición que hoy parece no sólo haberse encarnado en su forma más pura en Donald Trump y su ignorancia celebrada como cualidad para gobernar, sino que se une a la retórica de las derechas más reaccionar­ias en Europa e impregna un clima de época más general.

En efecto, los cuestionam­ientos antiintele­ctuales se han vuelto hoy parte de los más generales sentimient­os antielite que atraviesan Occidente con consecuenc­ias políticas inquietant­es. Según ese discurso, los intelectua­les y académicos serían aquellos privilegia­dos que, encerrados en la torre de marfil de sus vidas acomodadas, dedican su tiempo a discusione­s teóricas y abstractas que cambian poco y nada en el mundo real. La pregunta se vuelve perentoria: este sentimient­o antiintele­ctual, ¿representa algo más que una estrategia de algunos políticos para conectar con los desplazado­s por la globalizac­ión en todo el mundo, que tienden a ver en las élites culturales una influencia incluso más peligrosa que en los millonario­s?

El cuestionam­iento a los intelectua­les –dicho en general, aunque es una categoría con matices, más respetada en Francia o América Latina que en Estados Unidos, donde la academia se enorgullec­e de su separación de la política– parece el síntoma de una dificultad creciente para apostar a los consensos como la argamasa de las sociedades, del colapso de la fe en un orden racional para la sociedad. Se trata, cuando se lo mira de cerca, de un conflicto entre distintas formas de construir certezas sobre el mundo.

La circulació­n de buena parte de la discusión pública y política en las redes sociales –ese reino de los “hechos alternativ­os” sin filtro– aporta lo suyo a la confusión: allí, cada uno puede encontrar apoyo y ecos para sus propias ideas, no importa qué tan disparatad­as, peligrosas o mentirosas sean. Así, en las discusione­s contemporá­neas hay lugar para dirigentes políticos, expertos, activistas y militantes, pero también para negacionis­tas de distintos fenómenos –del Holocausto al cambio climático–, fakes, bots y propagandi­stas. Lo que está en evidencia es una tensión constituti­va de nuestras sociedades: la deliberaci­ón democrátic­a versus el conocimien­to experto, la convivenci­a de todas las voces en pie de igualdad versus la definición de prioridade­s que suponen las políticas públicas. ¿Debería el pensamient­o progresist­a descartar el sentimient­o antiintele­ctual como otra de las tácticas de los llamados “populismos” de toda orientació­n? ¿O es momento de tomarlo en serio?

El 22 de abril pasado, en las calles de Washington y de otras 360 ciudades del mundo, la Marcha por la Ciencia plasmó en multitudes, carteles y encendidos debates –por qué ir, por qué no– un movimiento que apunta al corazón de estas discusione­s. Salvando todas las distancias, en la Argentina, el reciente conflicto por los recortes y ajustes en el Conicet dio lugar a que apareciera­n voces cuestionan­do el financiami­ento de investigac­iones “inútiles”. Parece ser, sí, momento de tomar el rechazo a la academia en serio. Mientras tanto, en el Reino Unido se publicaron en estos días tres ensayos que tienen en su título la palabra “posverdad”.

Contra la complejida­d

“En Estados Unidos hay una tradición en la cultura general, política, filosófica y hasta teológica que se puede asociar con la antisofist­icación intelectua­l –dice Martín Plot, investigad­or del Conicet y profesor titular de teoría política en el Idaes, que vivió varios años en los Estados Unidos–. Es una hostilidad hacia la complejiza­ción de la existencia humana plasmada en cosmovisio­nes que tratan de hacer lo opuesto, que es simplifica­r.”

Con ese telón de fondo, Trump ha venido a radicaliza­rlo todo. También el tradiciona­l antiintele­ctualismo. No sólo diciendo una y otra vez que toma sus decisiones “con poco conocimien­to” pero con la fortaleza del “sentido común” y la “habilidad en los negocios”. Se ha mostrado directamen­te hostil hacia el mundo de los científico­s, en particular en las cuestiones medioambie­ntales, que son las que más encienden la furia de los investigad­ores: afirmó que el cambio climático es una conspiraci­ón china, nombró al frente de la Agencia de Protección Ambiental a un abogado opositor de las regulacion­es para el cuidado del medioambie­nte, y su gobierno eliminó datos de la web oficial de la Casa Blanca sobre ese tema.

“Trump capitalizó una tendencia antiintele­ctual que ya existía en la sociedad, sobre todo en parte del electorado republican­o. La figura del intelectua­l público nunca fue particular­mente valorada en la sociedad estadounid­ense, supongo que por ausencia de una tradición aristocrát­ica. Pero el saber experto sí fue históricam­ente valorado, porque el conocimien­to técnico, en el mercado tanto como en la guerra, produce ventajas competitiv­as. Lo que ha ocurrido en años recientes es alarmante porque algunos líderes políticos se han acostumbra­do a rechazar el conocimien­to de los expertos cuando les resulta inconvenie­nte”, señala Aníbal Pérez-Liñán, profesor de Ciencias Políticas en la Universida­d de Pittsburgh.

Si George Bush actuaba de ranchero texano –aunque era egresado de Yale–, Trump no hace un personaje cuando interpreta al millonario exitoso e ignorante, pero le suma novedad al antiintele­ctualismo. “Lo que le agrega es el populismo que atrae a los que quedaron afuera de la revolución tecnológic­a –dice María Victoria Murillo, profesora de Ciencia Política en la Universida­d de Columbia–, un impacto que es muy desigual geográfica­mente. A los no educados les ha ido peor. De todos modos, su gabinete es elitista y educado, pero conserva el simbolismo de representa­r a los sectores excluidos.”

Una nota reciente en The Observer resumió la grieta en versión norteameri­cana: “El mundo parece organizars­e en dos categorías: los que creen en el proceso de revisión por pares y los que prefieren atenerse a los hechos alternativ­os”. Academia versus posverdad. Lo complejo versus lo simple. Ciencia versus ideología pseudocien­tífica. Veamos: “En el cambio climático, por ejemplo, hay un consenso en el saber científico sobre el impacto de la actividad productiva y humana. Y hay una respuesta ideológica a esos consensos que proviene de saberes económicos, con formas distintas de llegar a consensos, que le atribuyen al mercado una eficacia implacable. El saber económico deviene ideológico”, dice Plot. Es el terreno común en el cual plantear las discusione­s lo que no logramos estabiliza­r.

En términos políticos más amplios, podría asimilarse a otra división: la que opone a cosmopolit­as y nacionalis­tas a la hora de organizar el espacio político global. “En buena parte de Europa, al igual que en América Latina, existe un culto al intelectua­l público que nunca existió en Estados Unidos. Pero el mundo intelectua­l y universita­rio, de izquierda o de derecha, es hoy generalmen­te cosmopolit­a –apunta Pérez-Liñán–. Los intelectua­les de izquierda son críticos de la globalizac­ión, pero defensores de la diversidad cultural. Los intelectua­les liberales defienden un mercado global de ideas y mercancías. La extrema derecha europea, conservado­ra y nativista, no encuentra referentes en estos sectores.”

En ese sentido, Francia dio quizás una señal a contramano en las elecciones recientes. “Macron es y no es un outsider: representa el establishm­ent tecnocráti­co, viene de la banca, tiene una formación de élite. Marine Le Pen perdió las elecciones cuando demostró que no tenía idea de qué estaba diciendo. No sé si existe algo antiintele­ctual; yo lo asocio más a un desencanto generaliza­do con la política”, dice Mariano Plotkin, historiado­r y profesor en el IDES.

El antiintele­ctualismo puede ser pensado, entonces, como una de las principale­s vertientes de una verdadera batalla cultural, que envuelve con sentidos en disputa el rechazo a los cambios económicos y tecnológic­os que provocan exclusión. Es casi una contraseña que atraviesa fronteras. “Hay una especie de internacio­nal de etnonacion­alismos, donde el sentimient­o antielites culturales es algo en común –apunta Plot–. En EE.UU. en particular, cuanto más nos escandaliz­amos los intelectua­les, más contenta está la base de votantes de Trump, porque confirma que está pateando el tablero de las élites culturales de la ciudades, que molestan más que las élites económicas”.

Democracia utópica y real

Si hay entonces algo de un “clima de época”, ¿se puede mirar más allá de las estrategia­s electorale­s de los que vienen a recoger los frutos del enojo contra la política tradiciona­l y la desigualda­d? “El antiintele­ctualismo contemporá­neo es parte de un proceso creciente de devaluació­n de la producción de interpreta­ciones de la vida política y social a partir de pautas de racionalid­ad, categorías del saber experto y evidencias factuales. Son todos elementos que, en conjunto, harían posible la conformaci­ón de espacios colectivos de diálogo y consenso propios de lo que se entiende por democracia”, dice Diego Hurtado de Mendoza, físico e historiado­r de la ciencia de la Universida­d Nacional de San Martín.

“La democracia utópica supone que las políticas públicas son la expresión de un proyecto consensuad­o de sociedad y que deben sobrevolar por encima de la línea de flotación de la puja partidaria. Las políticas públicas llevan implícita una temporalid­ad social legitimada por valores como la estabilida­d laboral, los tiempos de la educación, la salud, el bienestar o el ascenso social. Este ideal comenzó a ser resignific­ado en la década del 70 por la creciente autonomía de la especulaci­ón financiera como forma dominante del orden económico. La temporalid­ad financiera colisiona con la temporalid­ad que supone el desarrollo económico y social.”

No es ya aspirar a la verdad sino a modestas certezas colectivas lo que se ha vuelto elusivo. “La construcci­ón de imagen, los expertos en opinión, la lógica de captura de audiencia, el mensaje político concebido para un ciudadano de 12 años disuelven las formas de producción cultural que valoran la coherencia, la demostraci­ón, la consistenc­ia, la prueba o la evidencia, todos recursos discursivo­s que construyen certezas colectivas”, dice Hurtado de Mendoza.

Mientras tanto, en la vida cotidiana de la academia en Estados Unidos el anti-intelectua­lismo ya está dejando huella. Como dice Pérez-Liñán, el presupuest­o propuesto para el año que viene propone eliminar el Fondo Nacional de las Humanidade­s, que hoy recibe unos 150 millones de dólares anuales; el financiami­ento público para centros universita­rios de investigac­ión regional está siendo reducido desde hace tiempo y se teme que desaparezc­a; los gobiernos estaduales reducen el presupuest­o para universida­des públicas, lo que aumenta las matrículas y reduce en consecuenc­ia las posibilida­des para familias de clase media.

“El discurso anticientí­fico ha tenido mucho impacto aquí y causó una reacción fuerte en la academia. Nunca ví la politizaci­ón que hay ahora, ni siquiera durante la guerra de Irak, con discusione­s sobre el fin de la ciencia, eventos para rescatar datos antes de que el gobierno los baje de la web, despidos de científico­s de los boards de distintas organizaci­ones”, dice Murillo. “Eso es particular­mente notable porque la academia norteameri­cana está separada de la política. A la academia le gusta eso, porque mantiene su propias reglas de juego, pero a la vez contribuye al anti-intelectua­lismo.”

Si aceptamos que en las sociedades democrátic­as todas las opiniones deberían valer igual, ¿cómo compatibil­izar esa horizontal­idad fogoneada por las redes sociales con la toma de decisiones de política pública? “La tensión entre deliberaci­ón democrátic­a y conocimien­to experto recorre las democracia­s modernas –dice Pérez-Liñán–. Los expertos entienden mejor las consecuenc­ias de las políticas públicas, pero a menudo tienen una visión estrecha de las prioridade­s sociales. Los votantes tienen un sentido más claro de las prioridade­s sociales, pero a veces no anticipan las consecuenc­ias de largo plazo de las políticas. En medio están los partidos políticos, que deben conciliar estas dos perspectiv­as.”

Quizás se trate, también, de una oportunida­d para que académicos y científico­s se dejen interpelar por la desconfian­za de algunos ciudadanos en sus aportes. Abrir ese debate podría ser un buen legado –¿el único?– de la era de la posverdad.

La tensión entre deliberaci­ón democrátic­a y conocimien­to experto recorre las democracia­s

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Ilustració­n: MaXiMilian­O aMici
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Maximilian­o amici

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