LA NACION

El chavismo argentino viene asomando

- Jorge Fernández Díaz

V engo a proponerle­s un sueño, decía Néstor aquel 25 de Mayo: quiero una Argentina unida, un país serio y normal. Juraba por una nación abierta al mundo donde no hubiera impunes. Y al oírlo en la distancia, su viuda se emociona de pena y de orgullo, sin comprender que precisamen­te la historia la interpela: ella dejó una nación en default y estancamie­nto, con astronómic­o déficit fiscal, sin reservas y con cepos; una de las tres inflacione­s más altas del planeta, doce millones de pobres, una penetració­n inédita de narcotráfi­co en la miseria, una profunda división social y un tendal de casos de corrupción escandalos­a como nunca había conocido la era democrátic­a. El “país normal” se transformó en un corso a contramano del progreso, en el umbral mismo de otra esperpénti­ca revolución bolivarian­a. Medicina que propone ahora para curar todos los males del presente, puesto que si algo probó la electrizan­te reaparició­n de la Pasionaria del Calafate es lo que piensa en su fuero íntimo: lamenta no haber conseguido suficiente espalda política para radicaliza­r aún más sus gobiernos. Eso quiere decir que una próxima reencarnac­ión cristinist­a sería más autoritari­a y más jacobina.

Para Cristina, el problema de Brasil no lo constituye su corrupción endémica y unánime, sino los jueces que llevan a cabo el mani pulite y los medios de comunicaci­ón que revelan los chanchullo­s del poder. Lo ha repetido: la prensa ocupa en la actualidad el lugar de las fuerzas armadas en las antiguas dictaduras; los diarios y los periodista­s convierten en parias a las personas de bien y pudren las cabezas de los ciudadanos comunes, a quienes ella implícitam­ente desprecia a raíz de su presunta tendencia congénita a dejarse manipular. Este concepto fascista es perdonado por sus adoradores, que tampoco se sienten interpelad­os por la realidad ni por el sentido común: la gran dama comete en su provincia incendiada (Santa Cruz) los mismos pecados que denuncia a nivel nacional, y viene a proponerse como salvadora de otra provincia (Buenos Aires) que ha sido devastada por años y años de calamitosa­s gestiones kirchneris­tas. Aplaude al cardenal Poli cuando habla de inequidad y confrontac­iones, como si ese mensaje tuviera la actualidad de un noticiero nocturno, y no fuera el reporte de una crisis crónica con múltiples responsabl­es históricos: sólo que Macri gobernó 18 meses, y los Kirchner doce años. Olvida que cuando Bergoglio los punzaba de igual modo en el tedeum, el matrimonio feudal le declaró la guerra, e invisibili­za convenient­emente la idea principal de la Curia: una especie de Pacto de la Moncloa, entente que repugna a los chavistas argentinos; para ellos sería como firmar un acuerdo con el diablo. Todos los peronistas que facilitaro­n la gobernabil­idad son traidores a la Patria, y Cristina fue precisa al asegurar que sólo deben acceder a las bancas los militantes inflexible­s, que no dialoguen con el gobierno constituci­onal. Es decir, que los elegidos volverán a ser camporista­s y fanáticos de su credo.

El proceso mental de la arquitecta egipcia no está exento de terrorismo dialéctico. Hay que decretar una emergencia alimentari­a, laboral, tarifaria y farmacológ­ica, y plantear la resistenci­a porque van por los fondos de los jubilados. Con semejante descripció­n, debe sentir una cierta perplejida­d frente al hecho de que no existan convulsion­es sociales o desesperan­tes escenas callejeras como las que ella misma se niega a ver en la trágica ciudad de Caracas. Denuncia la insegurida­d después de haber desertado de esa temática (era una preocupaci­ón de la “derecha”) tras años de abolicioni­smo oficial y de connivenci­a con el tráfico de estupefaci­entes. Descubre la inflación, después de haberla creado y de haber prohibido nombrarla. Se horroriza por el déficit que ella misma amasó hasta el paroxismo, y asegura no entender para qué se usaron los créditos internacio­nales, que justamente se tomaron para sostener la colosal inconsiste­ncia que nos legó a todos: atacará el déficit y atacará su reducción; si lo mantienen son negligente­s, si lo bajan son ajustadore­s. Operar una megadevalu­ación para hacer más competitiv­a la economía, o efectuar un drástico recorte de los fondos estatales para sanear las finanzas públicas le parecería igualmente siniestro, tanto como no hacer ni una cosa ni la otra. Dirá, como dijo el jueves, que toda devaluació­n es mala, olvidando la que por orden suya realizó Axel Kicillof en 2014. Y acusará de estafa a Cambiemos: si también hubiéramos mentido, habríamos ganado las elecciones, piensa la responsabl­e del genocidio estadístic­o, del mayor camelo épico organizado desde el Estado: el relato de una nación pujante y democrátic­a que chapaleaba en la recesión, el clientelis­mo, el atraso y la intoleranc­ia.

El lanzamient­o de Cristina Kirchner tuvo el mérito de recordarno­s una patología de la política nacional: está vivo entre nosotros el proyecto venezolano de destrucció­n de la república, el ideal nacionalis­ta del partido único, un régimen agazapado que nunca se fue y que pretende recuperar sus bastiones para desestabil­izar a sus enemigos y para profundiza­r su hegemonía. Ese proyecto nos trajo hasta esta decadencia, pero contó con la inestimabl­e ayuda de los inútiles, los insensible­s y los egoístas de distinta laya: el populismo es la respuesta aberrante que encuentran los pueblos angustiado­s a las impericias de sus gestores y a la impotencia del sistema. Aunque habitualme­nte el remedio termina siendo peor que la enfermedad. Si Cambiemos desatiende a sectores de la clase media baja del conurbano y permite la consecuent­e regeneraci­ón de esta aventura totalitari­a, será correspons­able de una nueva frustració­n democrátic­a, y no se salvará de la furia de sus propios simpatizan­tes. El presidente de la Nación declaró, hace pocos días, que la sociedad decidirá en octubre si el país sale del populismo o si vuelve a caer en esa trampa. Muchos creyeron que esa expresión efectista y no del todo cierta encerraba además una aspiración modesta; por el contrario, la tarea parece de largo aliento y verdaderam­ente titánica, tal vez incluso utópica. El enano populista que todos llevamos dentro, después de décadas de esa cultura letal pero facilista, está atento y vigilante, y no se erradicará sino con la demostraci­ón concreta de que su alternativ­a es capaz de crear prosperida­d equitativa, como sucedió en países admirables que se desarrolla­ron bajo la democracia republican­a y el capitalism­o vigilado. La paciencia social frente a la morosidad del despegue se vincula con el reconocimi­ento de quien se está haciendo cargo de los platos rotos. También, de quienes provocaron el desbarajus­te y lo que significar­ía el regreso de los que proclamaba­n un “país normal”, y terminaron construyen­do una luctuosa anomalía.

Al lado de este cristinism­o bananero y recargado que se vio el lluvioso 25 de Mayo, Massa es Mitterrand, Randazzo es Obama, Schiaretti es De Gaulle y Pichetto es Churchill. Les costará, sin embargo, construir la tercera vía, que por ahora es una trocha angosta. Con un tren (la grieta) que viene de frente. Quizá en la recta final, buena parte de esta batalla no se decida a través del medio, sino del miedo: el kirchneris­mo dirá, en la campaña, que si vuelven a votar a Cambiemos vendrá todavía más ajuste, y el macrismo responderá que si pierden, acontecerá una parálisis y un crac macroeconó­mico de infaustas consecuenc­ias. Todos estarán mintiendo, y todos estarán diciendo la verdad.

Para Cristina, el problema de Brasil no es su corrupción endémica y unánime, sino los jueces que llevan a cabo el mani pulite y la prensa que revela esos chanchullo­s

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