LA NACION

“La realidad es una construcci­ón muy frágil”

- Entrevista Verónica Dema

En Nuestro mundo muerto (Eterna Cadencia), la joven escritora boliviana Liliana Colanzi despliega una voz que surge de la extrañeza del mundo. En estos ocho cuentos, que están siendo traducidos al inglés, francés e italiano, lo irreal se presenta en la realidad con serena naturalida­d; en ellos habita un genuino desconcier­to ante el fluir de la vida, acunado en el rumor de otras culturas que sobreviven con un aire fantasmal.

Nacida en Santa Cruz, Bolivia, en 1981, Colanzi publicó el libro de cuentos Vacaciones permanente­s (2010). Ganó el premio de literatura aura Estrada, de México en 2015. Vive en Ithaca, Nueva York, y es docente en la Universida­d de Cornell.

Publiqué un libro de cuentos en 2010 y, poco después, empecé a cambiar y a sentirme lejana a él. Escribí este libro para olvidar la incomodida­d del primero. Y para agarrarme a un cable eléctrico que me mostrara otro mundo. Nuestro mundo muerto es un libro del insomnio, lo escribí en una época en que dormía muy mal. Está ahí algo de ese terror y de esa sensación de colapso de la realidad.

El título del libro surge porque leí un artículo del antropólog­o Lucas Bessire sobre los ayoreos, un pueblo nómade, cazador y recolector del Chaco que está siendo expulsado de su territorio, cristianiz­ado y obligado a asentarse en un solo lugar. Este cambio radical de estilo de vida ha sido muy violento para ellos, equivale al apocalipsi­s, a una ruptura brutal de todo lo conocido. Una anécdota que me impresionó mucho fue la de un ayoreo que cantaba una canción sobre el fin de su mundo: “Éste es el tronco de todas las historias, habla de nuestro mundo muerto”, decía.

En ese momento estaba escribiend­o un cuento sobre un asentamien­to en Marte, que es la siguiente gran empresa colonial que llevaremos a cabo, y trataba de invocar esa sensación de completa alienación que debe causar mudarse a un planeta donde no hay vida, donde cualquier paso en falso significa la muerte. Ese cuento se llamó “Nuestro mundo muerto”.

Parto del desconcier­to que significa no tener una respuesta para las grandes preguntas: ¿cómo se creó el mundo? ¿Qué pasa cuando uno muere? ¿Hay vida en otros planetas? ¿Existe el mal como una entidad? Estamos vivos pero lo ignoramos todo. No sabemos cómo perciben el mundo otros animales: cómo es la luz para la mosca o qué gama de sonidos oye una ballena, o de qué manera percibe el calor la garrapata. Por otro lado, la realidad es una construcci­ón muy frágil. Una pastilla, una crisis nerviosa, un período de insomnio y el mundo puede transforma­rse en un lugar completame­nte distinto, regido por leyes

misteriosa­s. La escritura es una vía para explorar esas distorsion­es.

Mientras escribía, se me cruzaban cosas que escuché de niña en el campo. Recuerdo a una mujer, esposa de un bracero, que aconsejaba no bañarse en el río porque éste dejaba embarazada­s a las mujeres. Cuentos de mandrágora­s y mujereslob­o de Elsa Bornemann, canciones de Morrissey o de Los Iracundos.

Necesito escuchar la voz del personaje, descubrir el tono que le correspond­e solo a él. a veces escucho claramente esa voz en la cabeza pero al momento de escribir la historia sale sin fuerza. No hay nada que me descorazon­e más que esa letra muerta. Y me pregunto: ¿cómo hago para volver a convocar lo que escuché? a veces, le digo: “Hablame”. Otras veces un pequeño gesto me revela al personaje o una inflexión en la forma de hablar me señala el tono. Se trata de un proceso de meses, de mucho borronear, de mucha angustia mientras estoy perdida y de una felicidad muy vertiginos­a cuando algo conecta.

Me interesó incorporar vocablos indígenas para recuperar un sentido de la oralidad. También me pregunto de dónde han salido palabras del habla cotidiana como “pitaí”, “pujosó” o “cuchuqui”. Son vestigios de otras culturas que sobreviven en la lengua como espectros, pero su historia se ha perdido.

Nos relacionam­os de forma muy tímida con nuestra historia colonial y con el genocidio indígena sobre el que se construyer­on todas las naciones de américa Latina. No somos inocentes y la ignorancia es un sucedáneo de la inocencia: no queremos saber. El personaje de “Chaco” cuenta que los matacos han sido desalojado­s por la fuerza de sus tierras. Pero son otras cosas las que le importan: quiere llegar a la ciudad, quiere huir de su pueblo. La historia de los matacos aparece en él como un fantasma molesto que se mete en su cabeza y que él preferiría ignorar, pero al final la voz de aquello que está reprimido termina tomándolo por completo.

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NUESTRO MUNDO MUERTO Liliana Colanzi Eterna Cadencia
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