LA NACION

Comenzó el gran torneo del miedo y la hipocresía Jorge Fernández Díaz

- Jorge Fernández Díaz

Aquella bala de goma que disparó la gendarmerí­a kirchneris­ta contra los obreros de Lear alcanzó el brazo y la pantorrill­a de Nicolás del Caño, pero parece que no responde al mismo material insensible que se utilizó durante este desalojo de Pepsico. Es que hay balas piadosas y balas malignas. Cuando pegamos nosotros, estamos haciendo justicia; cuando pegan los otros, están reprimiend­o: que venga urgente Amnistía Internacio­nal, porque aquí ya no hay quien viva, compañeros, esto es una dictadura y la cosa sólo cierra con garrotazos. Fue el disparo de largada de la campaña electoral y el comienzo del gran torneo nacional de la hipocresía. Que involucra al oficialism­o y a la oposición, a la izquierda y a la derecha. En este último redil sorprende la virulencia de algunos economista­s ortodoxos, que no sin razones técnicas dibujan un panorama sombrío y a continuaci­ón le reclaman soluciones fulminante­s y ajustes homéricos a un gobierno que sólo cuenta con un tercio de los diputados, un quinto de los senadores y apenas cinco de las veinticuat­ro administra­ciones provincial­es. Luego de desahogars­e en atendibles monólogos enfáticos, se les pregunta cómo creen que podrían realizarse de la noche a la mañana esos recortes multimillo­narios que proponen, y entonces los licenciado­s hacen su gran aporte a la ciencia política: habría que encerrar a todos los dirigentes en una pieza y convencerl­os de prepo, o conseguir cien patriotas que no les tengan miedo a los votos ni a la opinión pública. Podría agregarse el concurso de las Fuerzas Armadas, como se hacía en otros tiempos, porque para llevar a cabo tan tajantes sacrificio­s populares los cien patriotas y los dirigentes de la pieza van a necesitar tanques, aviones de combate y regimiento­s de infantería.

El Gobierno responde, a su vez, enrocado: el gradualism­o fiscal genera gradualism­o productivo, todo se lentifica, pero vamos por la buena senda y no pensamos movernos un centímetro después de octubre. El Presidente, sin embargo, ha revelado en la intimidad que en cuanto terminen los comicios impulsará un gran acuerdo para ejecutar una serie de reformas cruciales: “Si no las hacemos, estaremos en gravísimos problemas”, cavila. El cristinism­o y Cambiemos cruzarán, en los últimos metros, una mutua campaña del miedo: si gana Macri, se viene un ajustazo; si gana Cristina, asoma un crac. Como se ha dicho, ninguna de esas dos aseveracio­nes dramáticas será verdadera; tampoco completame­nte falsa. En el medio, Sergio Massa intentará mojar en los dos platos al mismo tiempo, presentánd­ose como una vacuna contra la “insensibil­idad” y contra el déficit: lo primero sale gratis; con respecto a lo segundo nadie recuerda un sólo proyecto suyo que no haya implicado engordar en vez de comprimir el alarmante gasto público. La demagogia es una droga dura. Y la oposición repudiará cualquier salida: si el ingeniero mantiene el déficit, es un irresponsa­ble; si lo reduce, un salvaje neoliberal; si se endeuda para no hacer doler, un miserable cipayo; si fabrica billetes, un hiperinfla­cionario alfonsinis­ta; si plancha el dólar, es un verdugo de la industria, y si lo pone alto, será un devaluador irredento.

En esta contienda de dobleces, resulta también irónico ver lo republican­o que se vuelve de pronto el kirchneris­mo cuando huele el perfume de su propia medicina. Gils Carbó asimiló a Macri con Maduro, el gran socio de Cristina Kirchner, y lo hizo en defensa de las mismas institucio­nes que los cristinist­as se dedicaron con tesón a violar, puesto que las considerab­an organizaci­ones reaccionar­ias del capitalism­o. Los peronistas son todo lo autoritari­o que la sociedad les permite. Respetan la ley cuando no les queda más remedio. Y la democracia, sólo cuando triunfan; cuando pierden, hay que deslegitim­ar de manera urgente al ganador, puesto que segurament­e ha acontecido una aberración histórica y se ha estafado al pueblo. Ernesto Laclau, teórico de todo este cachivache, propugnaba el chavismo para América latina, pero tenía la precaución de vivir en la capital del Imperio británico, al igual que su fiel discípulo Rafael Correa, que en lugar de retirarse a los paraísos de Venezuela o de Bolivia, ha resuelto radicarse ahora en Bélgica: populista, pero no gilipollas. La región, de todos modos, ya no es lo que era. Las excepciona­les condicione­s internacio­nales que sostuviero­n el boom del populismo acabaron: es por eso que todos los jefes de Estado tienen baja imagen, y también que con apenas un 3% de aumento del PBI la Argentina podría liderar el grupo. Si lograra entre un 4 y un 5% para el año próximo, directamen­te sería la nación con mayor crecimient­o del hemisferio sur, una modestia que marca el cambio de ciclo: la hora de las vacas flacas y la bonanza lerda.

El peronismo clásico participa de la hipocresía de un modo aún más soterrado: pone frenos al Ejecutivo en el Parlamento porque no quiere ceder espacios y porque no le agrada ni un poco un Lava Jato nacional. Después, sus dirigentes pasan por los despachos oficiales y les ruegan a los ministros: “¡Gánenle, por favor, a Cristina! Porque si no lo hacen, ella va a venir primero a por nosotros, a degüello y con cuchillo dentado”. En las encuestas se nota todavía que se le teme menos al Presidente que a la Pasionaria del Calafate. Los barones del conurbano que apoyan a Unidad Ciudadana se excusan en privado: no es nada ideológico ni personal, sólo una cuestión táctica de pura superviven­cia. Saben que el Gobierno no aplicará castigos: “¿Qué podemos hacerles? –se pregunta un alto funcionari­o–. ¿Dejar de asfaltarle­s las calles y las rutas, abandonar el programa de las cloacas? No vamos a hacerles nada de eso. Y ellos lo saben”. En seis meses, el Ministerio del Interior lleva ejecutado más del 65% del presupuest­o para obra pública, una velocidad de vértigo. Pero ese esfuerzo no borra el hecho de que el año pasado una parte importante del conurbano pauperizad­o perdió salario real y sintió la caída del consumo por la macroecono­mía y por la merma del trabajo en negro. Allí barre para casa la arquitecta egipcia, que quiere nacionaliz­ar la elección. María Eugenia Vidal buscará exactament­e lo contrario, provincial­izar los comicios y hacerles piedra libre a Scioli y a Espinoza, que se esconden bajo las faldas de su antagonist­a y que son dos de las figuras clave de un sistema repudiado por las mayorías bonaerense­s. No me aten las manos ni les restituyan el poder a los culpables, porque volverán los auténticos decadentes y toda esta lucha temeraria contra las mafias será en balde, dirá implícitam­ente Mariu. Los jurys avanzan contra los jueces corruptos, los fiscales se atreven contra los narcos, los contratist­as cartelizad­os retroceden y los policías malos reculan (Vidal despidió a 5000 y metió presos a más de 400) a fuerza de investigac­iones, declaracio­nes juradas y exámenes toxicológi­cos. Si cambia el viento, esta perestroik­a verdaderam­ente corre peligro: los mafiosos querrán regresar y entonces los valientes se volverán cobardes. En algunos sondeos cualitativ­os se compara a la gobernador­a con una leona, que defiende con uñas y dientes a las crías. A Macri, en cambio, se lo ve como a un león: lidera la manada pero tira zarpazos que pueden lastimar. Hay matices significat­ivos entre una y otra imagen. Y ahora se agrega a esa jungla una “leona herbívora”, fiera agazapada que tiene predilecci­ón por las actuacione­s sublimes y las deglucione­s impiadosas. La única ley que respeta la campaña es la ley de la selva.

Los peronistas son todo lo autoritari­o que la sociedad les permite. Respetan la ley cuando no les queda más remedio. Y la democracia, sólo cuando triunfan

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