LA NACION

Una comida que aún nadie supo mejorar

- Tomás Linch El autor es periodista y editor de libros de cocina en editorial Planeta

La grieta que divide al mundo de la cocina, la división que puede ser el punto de partida para entender platos, gastronomí­as, sistemas de producción y distribuci­ón de alimentos, es una clara línea que separa la carencia de la abundancia. Un ejemplo: mientras madurar una carne de alta calidad –dry aged−, perdiendo hasta un 30% de su peso, es un sinónimo notable de abundancia, cocinar en un wok para maximizar la escasez de leña, es una de las representa­ciones más acertadas de la carencia.

Nunca supe en cuál de estas dos tradicione­s inscribir a la milanesa. ¿Alguien decidió ponerle pan rallado para que la carne gane en terneza y así disfrutar aún más de su cuadril? ¿O tal vez un ama de casa medieval y desesperad­a usó el pan del día anterior para alargar ese bifecito y alimentar, así, a toda su prole? Tal vez las dos cosas y quizá la milanesa represente, en términos hegelianos, la síntesis que tanto esperábamo­s.

Lo cierto es que esta comida se convirtió en un ícono porteño y nacional: nadie debería desconocer el fanatismo que los tucumanos tienen por el sándwich de milanesa, al que un artista local, Sandro Pereira, dedicó una escultura de más de dos metros de alto.

¿Por qué permanece como un clásico de Buenos Aires? Me gusta pensar que desde su Piamonte natal, el plato llegó terminado y en su máxima expresión: es difícil superar esa combinació­n de proteína animal e hidratos de carbono amalgamado­s con huevo. Carne y pan, lo mismo que tiene una hamburgues­a americana, una empanada árabe y un taco del norte mexicano.

Esa combinació­n –la milanesa− resultó al paladar de los argentinos, entrenados en calidad y cantidad de carne vacuna y trigo, la mejor versión posible para este matrimonio clásico de la culinaria global.

¿La milanesa de bodegón tiene que ser enorme? Eso dicen los amantes de la abundancia. Yo la prefiero frita en aceite lo más limpio posible y con una cantidad razonable –el cuello de botella− de pan rallado.

No es cierto, sin embargo, que la milanesa no haya intentado evoluciona­r. Con el tiempo, ha logrado encontrar algunas variantes que, a fuerza de abundancia, refuerzan su poderosa simpleza. Desde la napolitana, que según cuenta la leyenda nació para subsanar el error de un cocinero, hasta la suprema Maryland −incluida en el gran libro de Doña Petrona− o ese invento noventoso llamado pizzanesa, todo parece querer decir que los clásicos son clásicos porque nadie ha desarrolla­do una mejor versión.

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