La necesidad de un nuevo cambio de régimen político económico en el país
Todo cambio “exitoso” vino precedido por una demanda social
Y la consolidación de lo nuevo siempre llegó tras un triunfo en elecciones
Desde 1983, con la única excepción del período 1999-2001, cada cambio de ciclo político en el país coincidió con un “cambio de régimen” sea este político, o económico, o ambos. Todos ellos fueron precedidos por procesos traumáticos que, por un lado, obligaron a dicho cambio y, por el otro, lo permitieron y alentaron.
El primero y obvio fue el cambio de régimen político protagonizado por el gobierno de Raúl Alfonsín, precedido y facilitado por el absurdo intento de recuperar la soberanía sobre las islas Malvinas, con una aventura militar inviable.
El segundo fue el cambio de régimen económico encarado por la administración Menem, previa crisis hiperinflacionaria y de implosión del Estado empresario.
El tercero fue, otra vez, un cambio de régimen económico, surgido de la explosión de 2001, que protagonizó primero el gobierno de transición de Duhalde y que luego consolidó, también con un cambio de régimen político y económico, el ciclo kirchnerista.
Estas experiencias presentan varios rasgos en común. El primero, ya mencionado, es que todo cambio de régimen vino precedido, justificado y demandado por una sociedad víctima del régimen previo y consciente, mayoritariamente, de lo insostenible de su continuidad. El segundo, más concentrado en los episodios de cambio de régimen económico, fue la evidente incompatibilidad entre políticas fiscales, monetarias y de endeudamiento, que terminaron con explosiones inflacionarias, devaluatorias y expropiatorias de acreedores internos y externos (por razones de brevedad dejo de lado las influencias globales de las crisis, pese a su evidente importancia).
El tercero, tanto a Alfonsín y a Menem como a Kirchner les tomó dos años de su administración consolidar el cambio de régimen que pretendían, luego de sendos triunfos en elecciones de medio término. Alfonsín inició el camino fundacional del nuevo régimen democrático, en 1983, pero recién, y Plan Austral mediante, consolidó su poder después de las elecciones de 1985. La gestión Menem, encaró las reformas con las leyes de emergencia económica y reforma del Estado en 1989, pero sólo después del triunfo electoral de 1991, instrumentación de la convertibilidad mediante, pudo avanzar más rápidamente. Finalmente, solo cuando Kirchner se sacó de encima a Duhalde en las elecciones de 2005, pisó el acelerador a fondo en su cambio de régimen político económico, de populismo y capitalismo de amigos.
El único gobierno que no intentó un cambio de régimen fue el de Fernando de la Rúa. Allí puede haber múltiples explicaciones. Pero hay dos evidentes. La primera es que, más allá de que el presidente De la Rúa y su equipo estuvieran convencidos o no de la necesidad de un cambio de régimen, no hubo un “trauma” ni una crisis explosiva previa. La recesión de 1998-1999 no fue suficiente para dar esa señal, y la mayoría de la sociedad argentina, sea por conveniencia o convicción, reclamaba y votó en 1999, por la continuidad del régimen anterior, más allá de sugerir correcciones “de forma”. La segunda cuestión a tener en cuenta es que, cuando De la Rúa intentó un modesto cambio, ya no contaba con el apoyo de su propio partido y luego, con la derrota en las elecciones de 2001, la mayoría de la sociedad también le dio la espalda.
En síntesis, hasta aquí y sin perder de vista el contexto internacional, se llega a las siguientes conclusiones: 1) todo cambio de régimen “exitoso” vino precedido por una demanda de la sociedad, producto de una crisis explícita; 2) todo cambio de régimen se consolidó tras un triunfo electoral de medio término.
Obviamente, desde el punto de vista estructural, un país que introduce un cambio de régimen político/económico a un ritmo de uno por década, difícilmente pueda presentar progreso. Todo lo contrario, los indicadores de performance económico social de la Argentina muestran, más allá de coyunturas, un brutal deterioro de largo plazo.
El gobierno del presidente Macri asumió con la necesidad de encarar un profundo cambio de régimen económico, sin la condición previa de una crisis terminal “percibida” por la sociedad. De ahí, quizás, que el cambio resulta, por ahora, extremadamente gradual y parcial. Tampoco ayuda el contexto político. La Argentina institucional está des- truida. Los partidos políticos, tal como se conocieron en el siglo pasado, no existen, pero la Constitución de 1994 –entre otros problemas– consagra el “monopolio de los partidos políticos” para designar candidatos en cargos públicos relevantes. Se dice que se necesitan “acuerdos”, pero las crisis de representación abarcan no sólo a los partidos políticos, también al sindicalismo y a las organizaciones empresarias. Y la democracia directa, a través de las redes sociales, es imperfecta y sesgada.
Por último, estamos frente a una campaña para la elección de medio término que, lejos de discutir la manera de avanzar más rápidamente en este necesario cambio de régimen, se debate entre la orgía de “corrupción de Estado” que se vivió en la década perdida, y las consecuencias económicas de corto plazo de haber evitado Venezuela.
Pero aunque no sea parte de la campaña, pasadas las elecciones de medio término habrá que consolidar y profundizar el cambio de régimen económico.
Y consolidar ese cambio de régimen significa crear las condiciones para que el sector privado asuma su responsabilidad en materia de productividad y competitividad, y ello requiere la postergada reforma de fondo en materia tributaria, incluyendo los impuestos al trabajo. Construir federalismo responsable. Focalizar el gasto social en quienes en serio lo necesitan. Integrar a la Argentina al mundo. Recuperar la moneda y crear un mercado de capitales de largo plazo. Sólo así podremos encontrar progreso. Sólo así nos será posible cumplir con el objetivo nacional de “pobreza cero”.