LA NACION

Vuelta en globo al mundo de Bagan

- Por agustín Zalazar

Lo único que interrumpe el violeta del amanecer en el claro en medio de la selva son los quemadores de los globos aerostátic­os, con el naranja intermiten­te de sus llamaradas. Kjjjjjjj suenan e iluminan la escena, una fila de globos a medio inflar que se pierden entre la bruma. Kjjjjjjj y pintan la cara de la gente parada tomando café y pateando el piso intentando entrar en calor. Kjjjjjjj y cuento hasta cinco y la oleada de calor me pega en la cara y sonrío.

“El viento está hermoso hoy, pero aún así no puedo controlar adónde va a ir el globo”, dice el piloto, así que sabemos que su vuelo va a ser único e irrepetibl­e. Una francesa octogenari­a abre los ojos y le pregunta asustada por lo bajo a su compañera “¿No puede controlar el globo? ¿Y qué pasa si hay mucho viento?”

“Bueno, seguimos volando y damos la vuelta al mundo”, le responde sonriendo.

Cuando Bagan, en Myanmar, –La Ciudad que Aplasta Enemigos– era la capital del imperio Pagan, entre los siglos XI y XIII, había más de 10.000 templos budistas desparrama­dos en una planicie rarísima, que pasa la mitad del tiempo envuelta en niebla y la otra, en polvo. La gente venía de todos los rincones del mundo, o del mundo conocido al menos, a estudiar gramática, prosodia, fonología, alquimia, hasta que llegaron los mongoles que sólo estudiaron la manera más rápida y efectiva de destruirla, y desde entonces sobrevivió como sitio de peregrinaj­e, sin que se construyer­an más stupas ni pagodas.

Bagan seguiría dormida en medio de la selva durante siglos, con sus miles de templos huecos desgastánd­ose mientras veían al imperio inglés conquistan­do a Burma y convirtién­dola en el país más rico del sudeste asiático. Mientras tanto, cientos de terremotos (400, entre 1900 y 1975) enterraron estatuas de Buda y de Shiva y una serie de juntas militares corruptas convirtier­on al país que ahora llaman Myanmar en el más pobre del sudeste asiático.

Las violacione­s a los derechos humanos de las juntas militares hicieron que el mundo organice boicots turísticos. Los intentos desesperad­os por renovar y mantener los templos hizo que su aplicación para ingresar a la lista de sitios protegidos de Unesco fuera rechazada año tras año por no usar materiales apropiados ni respetar los estilos originario­s, por más que pareciera que un lugar tan surreal debería ser el más famoso de la tierra.

Hoy Bagan es una colección de un par de miles de templos que varían en tamaño desde una cabina telefónica hasta una catedral, desparrama­dos en la selva. De los miles que hay, muy pocos permiten el acceso a las terrazas y están llenos de vendedores y gente que se apiña para ver el amanecer y el atardecer. Algunos son custodiado­s por familias que tienen las llaves y las pasan de padres a hijos. No hay mucho más para hacer que ver el amanecer y el atardecer, y pasar las horas muertas andando en moto por ese paisaje mitad desierto, mitad selva sin que nunca se vaya la sensación de incredulid­ad, de que no puede ser que exista un lugar así, que los templos estén ahí, infinitos.

Desde el aire se ve la planicie entera. Los pocos templos a cuyas terrazas se puede acceder después del terremoto de agosto del año pasado están llenos de gente viendo el amanecer, y el resto de los templos chicos, despreciab­les, finitos. Entre cada Kjjjjjjjj de los quemadores ensayo un juego, e intento contar cuántos hay, pero casi tan rápido como empiezo freno. Mejor creer que son diez mil, que son cien mil. Mejor creer que el globo va a dar la vuelta al mundo.

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