Británicos placeres vintage
Del siglo XVIII al siglo XX, jugosas intrigas que viajan en cartas y en libros misteriosos
Asimple vista podría parecer que, hoy en día, la lectura de una novela epistolar no presenta al lector ninguna situación especial: reemplacemos las cartas por mensajes electrónicos y en una simple operación formal habremos convertido la narración decimonónica (o dieciochesca) en una ficción del siglo XXI. Sin embargo, una mirada más reflexiva descubrirá sutilezas que vuelven singular al género, porque las misivas que hacen evolucionar la trama eran entonces la única vía de comunicación a distancia; distancia, a su vez, que sólo podía ser salvada en el transcurso del tiempo y no en la inmediatez. Esa condición confería al artífice de aquellas tramas posibilidades peculiares e irrepetibles.
La reedición de Lady Susan, de Jane Austen (Bärenhaus), ofrece la oportunidad de volver a regocijarse con esas intrigas tejidas al calor de la correspondencia que intercambian sus protagonistas. Aquí, el ingenio, el humor ácido y la aguda capacidad de penetración emocional de la autora están al servicio de un personaje inolvidable por lo encantadoramente siniestro: la criatura que da título al libro. Bella y manipuladora, Lady Susan Vernon, “la coqueta más consumada de Inglaterra”, está dispuesta a todo con tal seguir disfrutando de “las comodidades de la vida” después de haber enviudado (trabajar no es una opción, por cierto, ya que vendría a formar parte de las “incomodidades” de la vida), satisfacer su ego infinito y atormentar a su pobre hija porque, como dice el sarcasmo popular –que se ajusta muy bien a la psicología de la dama–, no alcanza con ser feliz: es necesario que los otros sean desdichados.
La maldad, la estupidez y también la nobleza que Austen observó y conoció bien entre los miembros de su propia clase social son el motor de esta novela corta que ofrece, entre otras perlas, este brillante diagnóstico de su protagonista: “Si de algo me vanaglorio es de mi elocuencia. La consideración y la estima siguen al dominio del lenguaje con tanta seguridad como la admiración atiende a la belleza, y aquí tengo bastante oportunidad para el ejercicio de mi talento, ya que la mayor parte del tiempo se pasa en conversaciones”.
Aunque más cercano en el tiempo, otro que no ha perdido un ápice de su encanto británico es John le Carré. Booket acaba de reimprimir
La Casa Rusia, y poco importa que el Muro de Berlín se haya desplomado o que la Guerra Fría esté ahora atomizada en incontables focos de batallas calientes: su laberíntica historia de espionaje y contraespionaje se sigue con la misma avidez y fruición que despertaba a fines de la década del ochenta del siglo pasado.
La acción transcurre en las postrimerías de la Unión Soviética. Son días de perestroika y glasnost. En un hotel de estética estalinista, en el centro de Moscú, un desangelado encuentro editorial destinado a estrechar lazos entre Gran Bretaña y el pueblo ruso es escenario del más inquietante intercambio: ese libro que la morocha vestida de azul desliza sobre la mesa de un desprevenido viajante de comercio –a la sazón vendedor de videos y cassettes para aprender inglés–, puede incluir entre sus páginas algo más que los afiebrados desvaríos aforísticos de un pseudo filósofo; acaso se oculte allí información capaz de neutralizar la conflagración entre dos superpotencias. O de activarla irremediablemente. En cualquier caso, nada mejor que dejarse llevar por la maestría de Le Carré, su inteligencia escéptica, su refinada ironía; sus espías tan poco espectaculares, tan perturbadoramente cotidianos, como cualquier burócrata anodino sentado en el asiento de al lado en el subte.