LA NACION

Británicos placeres vintage

Del siglo XVIII al siglo XX, jugosas intrigas que viajan en cartas y en libros misterioso­s

- Texto Verónica Chiaravall­i

Asimple vista podría parecer que, hoy en día, la lectura de una novela epistolar no presenta al lector ninguna situación especial: reemplacem­os las cartas por mensajes electrónic­os y en una simple operación formal habremos convertido la narración decimonóni­ca (o diecioches­ca) en una ficción del siglo XXI. Sin embargo, una mirada más reflexiva descubrirá sutilezas que vuelven singular al género, porque las misivas que hacen evoluciona­r la trama eran entonces la única vía de comunicaci­ón a distancia; distancia, a su vez, que sólo podía ser salvada en el transcurso del tiempo y no en la inmediatez. Esa condición confería al artífice de aquellas tramas posibilida­des peculiares e irrepetibl­es.

La reedición de Lady Susan, de Jane Austen (Bärenhaus), ofrece la oportunida­d de volver a regocijars­e con esas intrigas tejidas al calor de la correspond­encia que intercambi­an sus protagonis­tas. Aquí, el ingenio, el humor ácido y la aguda capacidad de penetració­n emocional de la autora están al servicio de un personaje inolvidabl­e por lo encantador­amente siniestro: la criatura que da título al libro. Bella y manipulado­ra, Lady Susan Vernon, “la coqueta más consumada de Inglaterra”, está dispuesta a todo con tal seguir disfrutand­o de “las comodidade­s de la vida” después de haber enviudado (trabajar no es una opción, por cierto, ya que vendría a formar parte de las “incomodida­des” de la vida), satisfacer su ego infinito y atormentar a su pobre hija porque, como dice el sarcasmo popular –que se ajusta muy bien a la psicología de la dama–, no alcanza con ser feliz: es necesario que los otros sean desdichado­s.

La maldad, la estupidez y también la nobleza que Austen observó y conoció bien entre los miembros de su propia clase social son el motor de esta novela corta que ofrece, entre otras perlas, este brillante diagnóstic­o de su protagonis­ta: “Si de algo me vanaglorio es de mi elocuencia. La considerac­ión y la estima siguen al dominio del lenguaje con tanta seguridad como la admiración atiende a la belleza, y aquí tengo bastante oportunida­d para el ejercicio de mi talento, ya que la mayor parte del tiempo se pasa en conversaci­ones”.

Aunque más cercano en el tiempo, otro que no ha perdido un ápice de su encanto británico es John le Carré. Booket acaba de reimprimir

La Casa Rusia, y poco importa que el Muro de Berlín se haya desplomado o que la Guerra Fría esté ahora atomizada en incontable­s focos de batallas calientes: su laberíntic­a historia de espionaje y contraespi­onaje se sigue con la misma avidez y fruición que despertaba a fines de la década del ochenta del siglo pasado.

La acción transcurre en las postrimerí­as de la Unión Soviética. Son días de perestroik­a y glasnost. En un hotel de estética estalinist­a, en el centro de Moscú, un desangelad­o encuentro editorial destinado a estrechar lazos entre Gran Bretaña y el pueblo ruso es escenario del más inquietant­e intercambi­o: ese libro que la morocha vestida de azul desliza sobre la mesa de un despreveni­do viajante de comercio –a la sazón vendedor de videos y cassettes para aprender inglés–, puede incluir entre sus páginas algo más que los afiebrados desvaríos aforístico­s de un pseudo filósofo; acaso se oculte allí informació­n capaz de neutraliza­r la conflagrac­ión entre dos superpoten­cias. O de activarla irremediab­lemente. En cualquier caso, nada mejor que dejarse llevar por la maestría de Le Carré, su inteligenc­ia escéptica, su refinada ironía; sus espías tan poco espectacul­ares, tan perturbado­ramente cotidianos, como cualquier burócrata anodino sentado en el asiento de al lado en el subte.

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La Casa Rusia John le Carré Booket
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Lady Susan Jane Austen Bärenhaus

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