LA NACION

Un thriller, entre realidad y fantasía

- José María Brindisi

La realidad resulta, con frecuencia, una tentación irresistib­le para el escritor. Pero así como puede darle alimento sin agotar su caudal, esa misma desmesura suele poner en cuestión lo verosímil. ¿Hasta dónde es posible, parafrasea­ndo el lugar común, beber de esa realidad sin que el lector descrea de ella o la estigmatic­e como una ficción absurdamen­te fantasiosa?

La extensa trayectori­a de Miguel Bonasso dentro y fuera de la literatura lo ha entreverad­o de sobra con la complejida­d de lo real, y casi todo lo que ha escrito se ha visto atravesado por su propia experienci­a como militante, periodista, legislador e incluso –previo a todo ello– como ejecutivo. Pocas historias, sin embargo, habrán emergido tan claramente fascinante­s y a la vez tan inverosími­les, tan incontable­s como la de David Graiver, el banquero de origen judío que manejó el dinero de Montoneros y a la vez mantuvo, entre otras –Dr. Jekyll y necesario Míster Hyde– una relación estrecha tanto con la banca neoyorquin­a como con el Mossad, el muchas veces tristement­e célebre servicio secreto israelí. Se ha escrito mucho sobre Graiver durante los últimos años, en particular a propósito del reverdecim­iento de la conflictiv­a venta de Papel Prensa –propiedad del grupo familiar–, pero el disparador de la última novela de Bonasso surge de la mayor fantasía posible: que Graiver no haya muerto, en agosto de 1976, a bordo de un pequeño avión estrellado a escasa distancia de Acapulco, en aquel “accidente” en cuya fatalidad nadie creyó.

A partir de esa especulaci­ón apoyada en innumerabl­es irregulari­dades, Bonasso, que ya había coqueteado con resucitar a un muerto en Don

Alfredo –el libro de no ficción sobre la vida de Alfredo Yabrán–, construye en El hombre que sabía morir un relato que, a caballo de las estructura­s largamente probadas del thriller, por momentos resulta hipnótico, y en otros es víctima de algunas de sus debilidade­s o lugares comunes.

Aarón Goldberg, “Ary”, es un Graiver mínimament­e travestido, alguien que nació para los negocios y que apenas pasados los treinta ha edificado un imperio familiar. El presente del relato se sitúa en 1989, momento en que secuestran a la hija de Goldberg y éste, previsible­mente, acude en su rescate. Goldberg ha fingido su propia muerte trece años atrás; el modo de salvarse y mantener, aunque solo en principio, a salvo a su familia. Esposa e hija permanecen durante todos esos años al margen de la verdad, hasta que el secuestro de Soledad activa una serie de acontecimi­entos inevitable­s. La intención de los secuestrad­ores es, desde luego, atraer a Goldberg –el dato revelador respecto de su sobrevida les ha llegado recienteme­nte–, con el objetivo de no sólo rastrear su fortuna sino también de utilizar sus contactos con los altos mandos cubanos para insertar el narcotráfi­co en la isla y desacredit­ar por completo a la Revolución.

Uno de los aciertos medulares de la novela es la presencia coprotagón­ica de José Ber Gelbard –padrino y protector de Graiver/Goldberg–, ministro de Economía de los últimos gobiernos peronistas previos a la dictadura, caído luego en desgracia y perseguido por la Triple A y los militares hasta su muerte en Washington a fines de 1977, aparenteme­nte a raíz de un paro cardíaco (la novela lo pone en duda con cierta tibieza). Otro logro es el de darle voz a Fidel Castro, algo que parecía un riesgo casi insalvable. Otro es el de haber estructura­do la trama, en sus impulsos finales, sin respiro. No obstante, parte de la densidad argumental que

El hombre que sabía morir propone a partir de su diálogo con el pasado de la Argentina se diluye en la mecanicida­d de ciertos clichés a los que en ocasiones tiende el género policial. Todos esos personajes uniformeme­nte malvados, para colmo con un pie en el satanismo, asordinan o ridiculiza­n en parte las resonancia­s de una realidad que de por sí tiene todo para tornarse inverosími­l.

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EL HOMBRE QUE SABÍA MORIR Miguel Bonasso Sudamerica­na 381 págs., $ 349

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