Asistir al propio funeral: una celebración para honrar la vida
Atormentado por una enfermedad incurable, John Shields decidió morir sin miedo y con dignidad, acompañado por su familia y sus amigos
DDos días antes del momento que había programado para morir, John Shields se despertó en la cama de su habitación de cuidados paliativos con una curiosa idea: quería organizar su propio velatorio a la irlandesa y a la usanza antigua, con música, bebidas alcohólicas y un detalle de lo más inusual, porque él mismo estaría presente.
La fiesta tendría lugar en el salón principal del Swiss Chalet, un restaurante situado sobre el camino de entrada de la ciudad. Shields quería que su última cena fuese la misma que solía disfrutar todos los viernes cuando era un joven sacerdote católico: muslos de pollo al horno con salsa. Después, su familia lo llevaría hasta su casa, donde moriría en la mañana, preferentemente en el jardín, que era su lugar favorito.
Shields tenía intenciones de morir rápida y plácidamente por una inyección letal administrada por su médica, Stefanie Green. En junio pasado, el gobierno de Canadá legalizó la así denominada “asistencia médica para morir” para pacientes adultos y competentes que se encuentren cerca de la muerte y que padezcan un sufrimiento intolerable derivado de una enfermedad incurable.
Cuando su médica le informó que cumplía con esos requisitos, Shields sintió esperanza por primera vez en más de un año, cuando un médico le informó que padecía una enfermedad rara e incurable llamada amiloidosis, que produce una acumulación de proteínas en el corazón y le causaba dolorosos daños en los nervios de sus brazos y piernas.
Asumir el control sobre las condiciones de su muerte le hizo sentir que tenía poder sobre la enfermedad, en vez de sentirse incapacitado por ella, una respuesta que se repite entre los pacientes de la doctora Green.
Sin embargo, sus flamantes planes para los últimos momentos de su vida preocupaban a su esposa, Robin June Hood. Desde que lo habían ingresado en camilla a la residencia de cuidados paliativos, 17 días antes, su esposo no había vuelto a levantarse de la cama. Su cuerpo de 78 años había enflaquecido y tenía un hilo de voz. Apenas lograba conversar durante unos 15 minutos antes de empezar a parpadear y quedarse dormido. Robin sentía que el solo hecho de sacarlo de la habitación lo dejaría exánime. Sabía que su esposo no llegaría al restaurante, y no tenía manera de cubrir todas sus necesidades en la casa, ni siquiera por una sola noche, especialmente la última.
Afortunadamente, la doctora Green ya era una experta en mediar en discusiones familiares delicadas: desde la aprobación de la ley, poco más de un año atrás, había asistido 35 muertes, todas profundamente distintas unas de otras.
Fue ese día a la habitación de cuidados paliativos de Shields para ultimar los detalles. La pareja se tomó de la mano y Green los ayudó a sellar un compromiso. El 23 de marzo, última noche en la vida de Shields, harían una fiesta en el solárium de la residencia, con comida para llevar del restaurante Swiss Chalet. A la mañana siguiente, Shields moriría en su habitación de cuidados paliativos. Luego su esposa y su hijastra llevarían el cuerpo hasta su casa, donde yacería durante dos días en su adorado jardín. Shields quedó encantado y dijo que el plan era “absolutamente genial”.
Un hombre y su viaje cósmico
Un año y medio antes, Shields iba conduciendo su auto por la ruta que atraviesa la isla de Vancouver cuando de pronto perdió el conocimiento. Su camioneta se cruzó al carril contrario, se fue a la banquina y chocó contra un árbol.
Su esposa sufrió rotura de clavícula y de cinco costillas. A Shields se le rompió la espalda en tres lugares. Un bombero o un policía fuera de servicio (no recuerdan bien quién) justo venía manejando detrás de ellos y llamó para pedir ayuda. Los rescatistas llegaron en pocos minutos, y Shields y su esposa fueron ingresados de emergencia al quirófano.
Pero pocos meses después, durante el otoño boreal de 2015, un médico lo citó en su consultorio y le dio la mala noticia. La biopsia de una muestra de su corazón extraída tras el accidente había revelado que Shields tenía una forma hereditaria de amiloidosis.
La enfermedad había hecho que su corazón se detuviera temporalmente –por eso su desmayo cuando iba al volante– y era la causa del entumecimiento y el doloroso hormigueo en dedos y pies que lo atormentaban desde hacía unos años.
La evolución de la enfermedad era impredecible, pero lo más probable era que Shields fuese perdiendo la sensibilidad y las funciones básicas de sus extremidades, antes de que finalmente se paralizara el corazón.
Shields había sido testigo de la muerte de un amigo por una enfermedad dolorosa e incapacitante. Lo aterraba enfrentar un
destino como ése. “Una de las cualidades de la vida que para mí es importante es la dignidad, y también ahorrarles sufrimiento a mi esposa e hija”, dijo Shields.
Si el gran tema de la vida de Shields era el servicio, el otro era la libertad, intelectual, espiritual y personal. Era el único hijo de un instalador de calderas y una maestra, ambos irlandeses y devotos católicos.
A los 17 años, Shields ingresó al seminario. En su segundo puesto como sacerdote, en la ciudad de Austin, Texas, le prohibieron predicar y enseñar tras haber criticado la oposición del papa al control de la natalidad.
Después de apenas dos años de sacerdocio, Shields dejó los hábitos. De pronto, se había quedado sin su fe y sin su propósito en la vida. Pero de esa época tan difícil surgieron dos amores. Uno fue madeleine Longo, que había trabajado con Shields en sus dos puestos y que pronto se convirtió en su esposa. El otro fue su amor por los indómitos y accidentados paisajes de la Columbia Británica.
En 1969, la pareja se mudó a esa región y Shields encontró trabajo como asistente social. Empezó trabajando con mujeres solteras embarazadas, muchas de las cuales querían practicarse ilegalmente un aborto. Tras escuchar sus historias, Shields dejó atrás todo vestigio de la doctrina católica.
más tarde fue elegido presidente del Sindicato de Empleados Públicos de Columbia Británica, donde era conocido como “el capitán”, un líder tranquilo de mente abierta y una ética infalible, pero también duro a la hora de negociar. Uno de sus grandes orgullos era haber asegurado igual salario por igual trabajo para las mujeres del sindicato.
En 1999, cuando Longo se enfermó de linfoma, Shields decidió renunciar a su cargo en el sindicato para dedicarse a cuidarla a tiempo completo. En 2005, cuando todavía estaba en duelo por la pérdida de su esposa, Shields conoció a Robin June Hood, una ambientalista con un doctorado en educación que tenía 15 años menos que él.
Robin se mudó a la casa de estuco de Shields en la base de una colina en Victoria, capital de la provincia de Columbia Británica. Nikki Sanchez, la hija de 19 años de Robin, se mudó con ellos y desarrolló un estrecho vínculo con su padrastro. Con el tiempo, Shields empezó a referirse a ella simplemente como su hija.
Briony Penn, ambientalista y amigo de Robin, había convencido a Shields de que la ayudara a encarrilar el fideicomiso inmobiliario The Land Conservancy, que estaba fuertemente endeudado. Aquel día en que sufrió un desmayo mientras manejaba, Shields justamente volvía de una reunión de esa institución.
Tras recibir el diagnóstico, Shields se encerró en su estudio y se abandonó a su agonía. Nada valoraba más que su indepen-
dencia, así que la sola idea de quedar atrapado en su propio cuerpo lo aterrorizaba. Se puso a buscar en Internet los que llamaba “cócteles de terminación de la vida”.
Hasta hace tres años, la doctora Stephanie Green estaba especializada en maternidad y cuidados neonatales. Por razones personales, se tomó licencia y entendió que necesitaba un mejor equilibrio entre vida personal y vida profesional que el que le permitía tener ese cronograma errático de traer bebes al mundo.
“Nacimiento y muerte son momentos sumamente intensos e importantes”, explica Green.
La nueva ley aprobada por el gobierno canadiense está destinada a adultos en estado avanzado de “una condición médica penosa e irremediable”. Su sufrimiento debe ser intolerable y su muerte natural “razonablemente predecible”. Los pacientes también deben ser considerados mentalmente capaces de dar su consentimiento en el momento de efectuarse el procedimiento.
“No quiero sufrir más”
La primera vez que Green lo visitó, la neuropatía de Shields ya era tan avanzada que sus pies ya estaban muertos y cubiertos de escaras. Usaba guantes de cuero en las manos, que también habían perdido completamente el tacto. La piel le picaba insistentemente, ya no podía tragar comida seca y vomitaba regularmente.
“¿Qué puede tener más sentido que planear el final de la propia vida?”, dijo entonces Shields. Mientras que al acercarse a la muerte mucha gente suele aislarse, Shields seguía expandiendo su mundo. Pero todavía no le había puesto fecha a su muerte. Esperaba atravesar la primavera para ver florecer su jardín en el esplendor del verano. Pero, frente a la realidad de esos dolores que se intensificaban día tras día, lo trasladaron a una habitación de la única residencia de cuidados paliativos de Victoria.
Tres días después, la doctora Green pasó a ver a Shields y le dijo que se iba de vacaciones con su esposo. Eso ponía en una situación difícil a la familia. Si Shields quería ponerle fin a su vida, tenía dos opciones: programarla para el día siguiente o esperar dos semanas, hasta el 24 de marzo. Optaron por lo segundo. En los días que siguieron los dolores empeoraron mucho. Ya nada funcionaba. Por primera vez en su matrimonio de una década, su esposa lo vio llorar. Se iba debilitando. Perdía peso.
Dos semanas después de haber ingresado en cuidados paliativos, los médicos probaron con lidocaína, un poderoso anestésico local comúnmente usado por los dentistas. Por primera vez en meses, Shields durmió de corrido toda la noche.
La idea de una fiesta de despedida con comida del Swiss Chalet se le ocurrió como forma de agradecimiento por el extraordinario amor que había recibido en la residencia de cuidados paliativos.
A pesar de su temor y su tristeza, su esposa envió una invitación por mail a los amigos más cercanos. El asunto del mail era “Fiesta de despedida de John”.
Antes de decir adiós, el pollo
En martes 23, a las 6 de la tarde, en el pequeño salón de la residencia que aspiracionalmente llaman solárium, reinaba una atmósfera pesada.
Nadie sabía bien qué esperar de un velatorio en vida, ni siquiera Penny Allport, quien había sido convocada por Shields para celebrar el ciclo de la vida durante la fiesta y para presidir su muerte la mañana siguiente.
Habían hecho esfuerzos para convertir ese saloncito con aspecto de sala de espera en un lugar digno de la ocasión.
En el espacio de cocina contiguo, los invitados digerían su dolor y sus nervios rellenando bowls con nueces o pelando fruta. Iban llegando más, con instrumentos de música y ramos de flores.
A las seis y cuarto, dos enfermeras con guantes de látex azules entraron empujando la camilla de Shields y conectaron la bomba de la medicación a un enchufe. Shields estaba sentado erguido sobre su inmenso colchón antiescaras. Con su llegada, la tensión en el aire se disipó.
“¿Se piensan que me voy a comer una sola porción?”, dijo Shields cuando le sirvieron su plato de pollo del Swiss Chalet. Los invitados estallaron de risa.
No bien terminaron de comer, la oficiante Allport empezó la ceremonia de despedida. Extrajo una khata blanca –la bufanda ceremonial de la tradición budista– y pidió que cada invitado depositara en ella una plegaria oral por Shields.
“Me llamo Penny –dijo la oficiante–. Ofrezco la bendición de un corazón valiente.” La khata pasó entonces a manos de Robin, que sostuvo la mano de su esposo y lo miró a los ojos al decir la suya.
“Me llamo Robin –dijo con la voz quebrada de emoción–. Traigo la bendición de la paz y de haber sido compañera de un hombre sabio y amoroso.”
El salón estaba colmado. La khata viajó reverencialmente de mano en mano. Todos se esforzaban por oír cada palabra. Así se sucedieron las declaraciones de amor, admiración y gratitud. Agradecían a los anfitriones por abrirles sus puertas aun con el corazón destrozado. Le agradecían a Shields por su amistad. Le agradecían su coraje.
Pasadas las siete y media, volvieron las enfermeras y desenchufaron la bomba de la medicación, Shields saludó con la mano a sus amigos mientras empujaban la cama de vuelta a su habitación. “Los veo después”, les dijo con una sonrisa.
“¿Qué más podría pedir?”
A la mañana siguiente, la doctora Green pasó por la farmacia del hospital a buscar las drogas para el procedimiento.
El farmacéutico ya tenía preparadas las dosis: cuatro drogas, cada una en su jeringa. Primero, un ansiolítico llamado midazolam, que suele dormir rápidamente al paciente. Luego, una pequeña dosis de lidocaína, para adormecer la vena, seguida de una fuerte dosis de propofol, un anestésico normalmente usado para dormir a los pacientes antes de una cirugía. La elevada dosis de propofol haría que Shields entrara en coma. La droga final que Green inyectaría en el catéter intravenoso era un paralizante llamado rocuronium, que detiene todo movimiento.
Green atravesó el pasillo de la residencia de cuidados paliativos hasta la habitación de Shields. Mantuvieron una conversación privada durante un par de minutos. Le preguntó si su voluntad seguía siendo la misma. Lo era.
Green le pidió a una enfermera que le colocara una vía intravenosa mientras ella se escabullía un instante al hall para interiorizar a los amigos y familiares sobre el procedimiento. Les aseguró que Shields tendría una muerte plácida: se dormiría profundamente, y tal vez hasta roncaría.
Shields había pedido que cinco personas estuvieran presentes: su esposa, su hijastra, la oficiante Allport, que supervisaba la ceremonia de muerte, y dos de sus amigos más íntimos. Cuando ingresaron en la habitación, Shields los saludó con una sonrisa.
Se ubicaron en círculo alrededor de la cama, con Robin en la cabecera y apoyándole la mano en el hombro. Shields le preguntó qué estaba pasando y ella le contó lo que les había dicho la doctora Green.
“Me parece perfecto”, dijo Shields, levantando el pulgar.
Allport inició entonces la ceremonia. Invocó a los cielos y se prosternó en el piso para agradecerle a la Tierra por haber sido el hogar de su cuerpo durante 78 años.
Al terminar hizo una pausa. El silencio era absoluto. Robin se inclinó sobre su esposo y le dijo que su amor había sido radiante. Cuando terminó, Shields le dijo: “Gracias, mi querida”.
Entonces Shields empezó a canturrear el estribillo de una vieja tonada de Broadway de Gershwin: “¿Qué más podría pedir?”.
Los otros se sumaron. “Tuve margaritas en verdes pastizales. Tuve a mi hombre. ¿Qué más podría pedir?”
Shields disfrutaba de la vida hasta el último instante. Y no parecía tener miedo.
Green se inclinó sobre él y le preguntó en voz baja si estaba listo. Alrededor del cuello de Shields, Allport ya había colocado la khata blanca llena de buenos deseos. Shields cerró los ojos. Luego los abrió y miró lentamente los rostros que lo rodeaban, deteniéndose en cada uno.
“Amigos, ¿estamos listos?”, preguntó. Giró la cabeza hacia su médica y le dijo: “Sí, Stefanie. Estoy listo”.
Tomó la primera jeringa de la mesa e insertó la punta en el catéter intravenoso colocado en el brazo izquierdo de Shields y presionó el émbolo para inyectar el contenido.
Los ojos de Shields se cerraron. Su cara se relajó. Pareció sumirse en un profundo sueño.
El único sonido en la habitación era el llanto de su hijastra.
La doctora Green fue inyectando el contenido de las jeringas, una tras otra. Se colocó el estetoscopio que pendía de su cuello y lo auscultó. Seguía latiendo.
Repitió la operación unos minutos después, y luego una tercera vez. Finalmente, 13 minutos después de haber administrado la primera droga, Green asintió con la cabeza. Shields había partido.
De regreso a su jardín
Esa noche, el cuerpo de Shields yacía sobre una camilla en su jardín. Sobre su rostro y su cuerpo habían colocado una gran sábana violeta, y encima, una gruesa manta color marrón, como si estuviese arropado para dormir.
Sobre una mesa cercana ardía una vela. Sus amigos se sentaron en sillas colocadas alrededor del cuerpo.
Robin creía que el espíritu de su marido seguiría en su cuerpo durante dos días, antes de seguir camino. Así que se aseguró de que siempre hubiera alguien en el jardín para leerle poemas, contarle historias o simplemente quedarse sentado en silencio haciéndole compañía hasta que sus restos fuesen llevados al crematorio.
Los vecinos pasaron a dejar comida, vino y leña para el fuego, que se mantuvo ardiendo todo el tiempo. De noche, los amigos de Shields se sentaban junto al fuego para velar su cuerpo y su memoria.
Dos días después, el clima era inestable: lluvia seguida de sol, luego viento y lluvia otra vez. Las bandadas de pájaros empezaban a llegar. También hubo visitas de venados y mapaches.
Los majestuosos abetos se mecían encima de Shields. Su jardín seguía siendo hermoso y un poco salvaje, como a él le gustaba. © The New York Times
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