LA NACION

Lula, Humala y el mito del hiperpresi­dencialism­o

Los gobernante­s constituci­onales de América latina enfrentan enormes limitacion­es que empañan su gobierno y su legado

- Andrés Malamud y Leiv Marsteintr­edet

Algunos intelectua­les que escriben sobre política afirman, con envidiable convicción, que el presidenci­alismo es equilibrad­o en Estados Unidos y exagerado en América latina. Mientras en el Norte funcionan los frenos y contrapeso­s, dicen, en el Sur padecemos de hiperpresi­dencialism­o. Esta creencia se origina en los escritos de Juan Bautista Alberdi y el chileno Diego Portales, que buscaron adaptar la Constituci­ón norteameri­cana a las necesidade­s de la América española. Y lo hicieron bien. Después pasaron dos siglos.

En 1787, los patriotas estadounid­enses enfrentaba­n la amenaza de la tiranía. Para evitar otro rey como el inglés decidieron construir una presidenci­a limitada por el Congreso, el Poder Judicial y el sistema federal. Pero en el siglo siguiente los patriotas sudamerica­nos enfrentaba­n, en vez de la tiranía, la anarquía. Décadas de independen­cia habían degenerado en caudillism­o y guerra civil. El objetivo de las nuevas constituci­ones fue entonces concentrar el poder, no moderarlo. Ahí hunde sus raíces el mito moderno del hiperpresi­dencialism­o.

Sin embargo, los gobernante­s constituci­onales de América latina no son hiperpresi­dentes. ¡Ya querrían! En realidad, enfrentan enormes limitacion­es que empañan su gobierno y su legado. Enormes y de cuatro tipos: limitacion­es de poder, limitacion­es de mandato, limitacion­es de la sucesión y limitacion­es de la libertad.

El poder presidenci­al es más limitado de lo que se imaginan en las biblioteca­s de derecho. Las causas son tres: estructura­les, institucio­nales y sociales.

Los politólogo­s brasileños Daniela Campello y César Zucco estudiaron las causas estructura­les y concluyero­n que, en los países en desarrollo, los votantes premian o castigan a sus presidente­s por causas ajenas a la gestión. Su investigac­ión revela que es posible predecir la reelección de un presidente o de su partido sin apelar a factores domésticos, sino consideran­do solamente el precio internacio­nal de las commoditie­s y la tasa de interés de Estados Unidos.

También hay frenos institucio­nales para el poder presidenci­al. En 2008, una votación no positiva del Senado mostró el límite del poder de los Kirchner. En Brasil, ningún presidente puede gobernar sin una coalición parlamenta­ria. En Colombia, el Poder Judicial liquidó la segunda reelección de Álvaro Uribe. En toda la región, el presidente es fuerte mientras los demás poderes lo permitan.

La calle también controla. La ira popular se ha mostrado efectiva a la hora de enfrentar medidas indeseadas. Para seguir con el ejemplo de la Argentina en 2008, el voto rebelde del vicepresid­ente Cobos fue posible porque se montó sobre la previa movilizaci­ón ciudadana.

Acotado el poder presidenci­al, el segundo grupo de limitacion­es apunta al mandato. Desde las transicion­es a la democracia, uno de cada seis presidente­s latinoamer­icanos ha sido incapaz de completar su período constituci­onal. El politólogo argentino Aníbal Pérez-Liñán y su colega estadounid­ense Kathryn Hochstetle­r señalan la confluenci­a de tres factores: crisis económica, escándalos de corrupción y ruptura de la coalición gobernante. Esta “tormenta perfecta” fue la que acabó con el mandato de Dilma Rousseff. Ella había heredado no sólo la presidenci­a, sino también la crisis económica y el Lava Jato de su mentor, y al final no tuvo ni los recursos materiales ni la personalid­ad para salvar su coalición. Dilma cayó como antes habían caído Collor de Mello, Bucaram y De la Rúa, para mencionar sólo algunos. Lo único “híper” de sus presidenci­as fue la velocidad con la que dejaron el palacio presidenci­al al grito de “golpe”.

Pero ni Collor ni Dilma fueron víctimas de golpes como Juan Perón, Salvador Allende o el boliviano Paz Estenssoro. En nuestros días, las interrupci­ones presidenci­ales son civiles y no violentas. Además, las elites parlamenta­rias que destituyen a sus presidente­s suelen montarse sobre masivas manifestac­iones populares. Y aunque no lo crean los gobernante­s depuestos, la democracia los sobrevive. Esta nueva forma de inestabili­dad presidenci­al, la interrupci­ón de mandato con ocasional anticipaci­ón de elecciones, muestra rasgos de parlamenta­rización y no de crisis del presidenci­alismo.

Celebrada por algunos como avance democrátic­o y denunciada por otros como golpe, la caída de un presidente no siempre resuelve la crisis y a veces la agrava. La interrupci­ón del mandato puede superar la crisis en la cual está sumergido el presidente, pero no la situación económica o los problemas democrátic­os del régimen. Así, quitarle el mandato a Carlos Andrés Pérez por corrupción no cambió el rumbo del Titanic económico y político venezolano, y remover a Otto Pérez Molina expresó menor tolerancia hacia la corrupción en Guatemala, pero no tornó más serio el gobierno del comediante Jimmy Morales.

En cualquier caso, el mandato de los gobernante­s constituci­onales de América latina puede verse acortado por ciudadanos movilizado­s y congresos fuertes. Al parecer, el sistema de pesos y contrapeso­s funciona mejor que el hiperpresi­dencialism­o.

El tercer grupo de limitacion­es presidenci­ales afecta la capacidad de imponer un sucesor y controlarl­o. La tragedia sucesoria de Lula es evidente, pero presidente­s más personalis­tas también han fracasado a la hora de continuars­e. Cristina se vio obligada a designar a un candidato que despreciab­a, y encima perdió. Hugo Chávez cedió a la influencia cubana cuando nombró a Maduro como su delfín, con el resultado de que el régimen terminó traicionan­do la democracia y hoy se desfleca. Rafael Correa, exitoso al hacer elegir a Lenín Moreno, acaba de autoexilia­rse en Bélgica mientras tuitea acusacione­s de traición. Todo indica que los hiperpresi­dentes que no nombran a la esposa tienen la sucesión corta.

El cuarto grupo de limitacion­es afecta la capacidad ambulatori­a de los presidente­s después de dejar el cargo. Carlos Andrés Pérez, otrora prócer de la Internacio­nal Socialista, acabó su vida en el exilio. El mexicano Salinas de Gortari, el ecuatorian­o Bucaram y el boliviano Sánchez de Lozada sobresalen entre las jaurías de ex presidente­s que no pueden volver a sus países. La prisión acoge a unos cuantos: Menem la sufrió pocos meses, Fujimori se perpetúa en ella, Ollanta Humala y Lula preparan el catre.

En síntesis, los presidente­s latinoamer­icanos suelen tener poder limitado, mandato acortado, sucesor renegado y libertad denegada. El concepto de hiperpresi­dencialism­o constituye una licencia poética en el mejor de los casos y un error de análisis en el caso más frecuente. Si ustedes existen, señores hiperpresi­dentes, den dos golpes en la mesa y hagan un buen gobierno. En la mesa, dijimos.

Cada vez que un intelectua­l enojado critica el hiperpresi­dencialism­o latinoamer­icano y elogia la institucio­nalidad de los países normales, Bush padre e hijo, el matrimonio Clinton y el clan Trump reprimen una carcajada. Politólogo­s. Malamud es profesor de la Universida­d de Lisboa (Portugal) y Marsteintr­edet, de la de Bergen (Noruega)

La caída de un presidente no siempre resuelve la crisis y a veces la agrava

El poder presidenci­al se ve limitado por causas estructura­les, institucio­nales y sociales

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