LA NACION

La superviven­cia según Sarah

- Violeta Gorodische­r

Estar recostado en una camilla minutos antes de entrar a un quirófano no es una experienci­a agradable para nadie. Mucho menos si el motivo de la estadía hospitalar­ia es una infección en la glotis que podría provocar la muerte por inflamació­n o derrame. Entonces, a las molestias físicas se suman el miedo, los nervios, el barbijo, el olor a alcohol, las agujas en ambos brazos, los chuchos de frío, los médicos abstinente­s de comentario­s... Nada de esto, sin embargo, evitó que la comediante norteameri­cana Sarah Silverman bromeara ante el teléfono con que la filmaba su mejor amiga antes de la operación. Ni impidió que comenzara a disertar sobre el Brexit para demostrarl­e al anestesist­a que “no estaba lo suficiente­mente drogada”. Ni que le dijera a su novio, saludando a cámara mientras cruzaba el pasillo al quirófano, “quiero que salgamos con otras personas”. Si a todo esto agregamos el hecho de que, felizmente recuperada, Silverman utilizó este material en A Speck of Dust, el especial de Netflix recién estrenado, entonces la situación adquiere nuevos matices. ¿Fue pura lealtad a un género que utiliza la propia vida como material narrativo o un exorcismo desesperad­o ante el miedo más visceral y profundo? ¿Lo hizo sabiendo que a posteriori podría usarlo o fue un intento (inconscien­te) de dejar testimonio en caso de que todo se complicara?

Con casi 25 años de carrera, Sarah Silverman logró convertirs­e en uno de los exponentes femeninos más poderosos del stand up, el género histórico de comedia en vivo que explotó en los Estados Unidos en los años 70, cuando la televisión norteameri­cana, con Saturday Night Live y The Tonight Show a la cabeza, entendió que allí estaba el semillero de los mejores comediante­s contemporá­neos.

Con su voz chillona de nena divertida y un desparpajo corporal que se impone en el escenario, su estilo reúne un cúmulo de herencias más que interesant­e: el humor reflexivo y autoparódi­co de la tríada de judíos neoyorquin­os formada por Groucho Marx, Woody Allen y Jerry Seinfeld; la irreverenc­ia verbal de Lenny Bruce y Louis CK, y el feminismo incipiente de Roseanne Barr que Silverman, abiertamen­te feminista, lleva a nuevas dimensione­s dejando a su vez un legado a voces femeninas más débiles, como las de Amy Schumer o Rachel Bloom.

Claro que, a diferencia de tantas figuras que usaron el stand up como trampolín hacia otros formatos (leáse televisión, cine, teatro), Sarah Silverman puede considerar­se una “pura sangre” del género; una comediante de raza que piensa la vida misma como una secuencia de gags y remates.

“Desde mi último especial hasta éste, en el curso de dos años, perdí a tres de mis personas más cercanas y casi me muero yo misma. De muchas maneras, aunque no se vea en la superficie, el especial gira en torno de eso (...) Volví a los monólogos porque creo que así es como los cómicos sobreviven, así superan las cosas. Siempre he vuelto ahí y creo que, de manera indirecta, eso influencia mi trabajo”, declaró en una reciente entrevista a The Hollywood Reporter.

No es muy difícil, luego de verla en el show, entender de qué está hablando y por qué hace lo que hace. En cierto sentido todo esta ahí, en ese discurso de sesenta minutos ininterrum­pidos en el que cada vivencia se recicla y reaparece transforma­da. El suyo es un monólogo hilarante sobre los años de antidepres­ivos, la decisión de no tener hijos, el Holocausto, el desamparo infantil durante su infancia en un internado, la exposición al abuso, la injusticia del mundo y los segundos previos a una operación que puede llevarse, incluso, la propia vida. Tal vez de eso se trate la superviven­cia: el arte de homologar el fuera y dentro del escenario como un guión infinito en donde nada tiene sentido si no se filtra a través del humor y la lógica del chiste.

Puede considerar­se una comediante de raza que piensa la vida como una secuencia de gags

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