LA NACION

El patio de las enredadera­s locas

- Ariel Torres

Era una ramita escuálida y frágil que se aferraba débilmente a la pared de los fondos. Su tres o cuatro hojitas prometían poco, y mi madre, al verme llegar de visita, la señaló y me dijo:

–La planté hace dos semanas. No crece. Está cada vez peor. Fijate, vos que sabés de plantas.

Entrecerré los ojos, miré a lo lejos y observé: –Es una enamorada del muro. –Sí, como la que tiene la vecina. Le cubre toda una pared. Y mirá. Ésa debe estar enferma. –No, no está enferma. –¿Y qué le pasa, entonces? –El sol, mamá. Está al sol. La trasplanté ese mismo día a un lugar sombrío. Casi podía oír a la ramita darme las gracias, agobiada.

Poco después recibí una llamada. Era mi madre.

–A tu plantita parece que le gustó el lugar donde la pusiste. Deberías venir a verla.

El tono no auguraba nada bueno. Así que fui. La mustia ramita estiraba ahora sus brazos ansiosos por el viejo muro del patio, abrazándol­o.

–A ese ritmo –estimó mi madre–, va a cubrir toda la pared en un año. –¿No era lo que querías? –Sí. Pero algo no está bien.

Tenía razón, como suelen tenerla las madres. Alguna demasiado auspiciosa combinació­n de suelo, humedad y luz había transforma­do la ramita en una verdadera hidra. Con los años, cubrió toda la pared y siguió por el cielorraso de la galería, trepó a la terraza, arropó la medianera, y supe que había problemas cuando el vecino se quejó de que se le había metido en el cuartito de la terraza. Su terraza. Para cuando decidieron erradicarl­a, su tronco era grueso como el cuello de un luchador romano. Me dio pena. Pero no sería la última vez que me metería en dificultad­es a causa de las enredadera­s.

Unos años después, planté allí una pasionaria. Había comprado la casa y tenía todo el patio para experiment­ar. El mburucuyá no igualaría al jazmín en frondosida­d ni a la enamorada del muro en pujanza, pero tenía una carta guardada; una que nunca antes había visto. Esa primavera, el patio se llenó de unos abejorros gordos y temibles. Uno de mis perros tenía por costumbre cazarlos y con frecuencia regresaba de sus menudas batallas con el hocico inflamado. En los días de más calor había tantos que casi no se podía salir.

Decidí sacarla, muy a mi pesar. O eso creí, al menos. Pasaron el verano, el otoño y el invierno. La primavera siguiente noté unas plantitas raras creciendo por todos lados. Las dejé prosperar, más que nada por curiosidad. Eran pasionaria­s.

Pensé que era cosa de una primavera. Pero durante muchos años los retoños siguieron asomando, tenaces, en grietas, canteros y rejillas olvidadas. Me mudé a 50 kilómetros hace poco. La primavera pasada una pequeña y porfiada pasionaria germinó en una maceta. ¡Hola!

No escarmenté, sin embargo. En algún viaje me regalaron una enredadera que, en un clima más frío, se comportaba con cierta civilidad. El esqueje no parecía amenazante y tampoco el nombre con el que la mencionaba­n: dama de noche.

Esta dama también se dejó seducir por cualquier cosa que haya habido en ese patio. Creció como si no hubiera un mañana y se transformó en una techumbre verde y densa. En la primavera apareciero­n decenas de flores con forma de campana, blancas e inmensas, que se abrían al atardecer y exhalaban un perfume arrebatado­r.

Recuerdo una escena espectral durante una noche de luna llena. Había ido a buscar un vaso de agua a la cocina. Las luces de la casa estaban apagadas. Por costumbre o porque me encantaba la visión, miré el patio iluminado por la luz pálida y como de nácar. Pero ahora la luna se transfigur­aba al atravesar la marea verde y convertía el jardín en una planicie extraterre­stre y alucinante. Abrí la puerta y salí. Las flores enormes llameaban en lo alto y el perfume era tan intenso que nublaba la mente. Quién me manda, rezongué. Y esa noche ya no pude volver a dormir.

El patio se llenó de unos abejorros gordos y temibles; tantos que a veces no se podía ni salir

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