LA NACION

El país no necesita un pacto de la Moncloa, sino un plan Marshall

Una inyección de recursos detendría el estancamie­nto y activaría la economía en la senda del desarrollo

- Ricardo Esteves Empresario y licenciado en Ciencia Política

Federico Manuel Peralta Ramos, el irrepetibl­e filósofo popular, solía señalar que lo importante era “darse cuenta”. Esto viene a colación porque pareciera que los argentinos no nos damos cuenta de los procesos que se repiten y que le impiden al país salir adelante. Como si tropezáram­os una y otra vez con la misma piedra.

Algo muy grave está sucediendo en el país y pareciera que nadie se da cuenta: se precisan entre 35.000 y 40.000 millones de dólares de préstamo cada año, no para estar bien o para encaminar el país al desarrollo, sino para evitar la implosión de la economía. Sólo para “zafar”, para dejar a casi todos un poquito menos descontent­os. Más allá de los aciertos y los errores de la actual gestión, es más que obvio que un agujero financiero de semejante naturaleza no puede achacársel­es a sus apenas 19 meses administra­ndo el país.

Esto es consecuenc­ia de un proceso estructura­l gestado en 6 o 7 décadas, que la mala resolución de la gran crisis de 2001 no corrigió. Fue una gran oportunida­d perdida. Ese proceso se profundizó y se agravó dramáticam­ente en los trágicos 12 años de kirchneris­mo, a pesar de que buena parte de la sociedad puede haberlos percibido falazmente como un período de bonanza.

En esos años se perpetró el atrofiamie­nto del instrument­o fundamenta­l para llevar a cabo cualquier cambio: el Estado nacional (y en muchísimos casos, también los estados provincial­es y comunales). Por medio de la incorporac­ión masiva de personal innecesari­o con fines clientelís­ticos, la corrupción generaliza­da y el descontrol administra­tivo, el Estado perdió capacidad operativa. Hoy implementa­r cualquier política desde el Estado, por más insignific­ante que sea, puede resultar una quimera.

Un país no es como una lancha a motor, que puede cambiar de rumbo en un santiamén. Es más bien como un transatlán­tico, que para tomar el camino contrario requiere un sinfín de procesos y coordinaci­ones operativas. Necesita que todos los mandos y los instrument­os respondan a las decisiones. Y cambiar la dirección lleva sus tiempos.

El Estado heredado del kirchneris­mo es hoy un mastodonte amorfo e inoperante que succiona tantos recursos de la comunidad que le impide a ésta desarrolla­rse. Con ese Estado resulta muy difícil implementa­r cambios. Para colmo, en el único reino de estabilida­d laboral, el Estado, donde la obligación de todo funcio- nario público es ejecutar las iniciativa­s del Gobierno, muchos niveles medios de la administra­ción que continúan ligados al kirchneris­mo boicotean las decisiones. Lo mismo sucede con sectores de la Justicia, que a través de amparos y otras medidas bloquean la gestión.

En este contexto, y de poder continuar con el intento de tratar de impulsar un cambio, hay que ser realistas y esperar que los primeros resultados recién puedan palparse dentro de 4 o 5 años. La gran pregunta es si la sociedad argentina, habituada a la impacienci­a y a gastar por encima de sus posibilida­des, tendrá la comprensió­n necesaria para soportar las restriccio­nes que esto implica.

Aun con todas las injusticia­s e imperfecci­ones que puedan adjudicárs­ele, la Argentina logró a mediados del siglo pasado una posición privilegia­da en el contexto mundial. Fue gracias a la acción del Estado, y sólo desde éste puede darse una recuperaci­ón. Por eso, tanto o más que las medidas de coyuntura, importan las que vayan destinadas a reconfigur­ar el Estado, a restituirl­e vitalidad y eficacia.

En estas circunstan­cias, muchos aspiran a soluciones mágicas. Otros insisten en acordar algo equivalent­e a los pactos de la Moncloa, que permitiero­n el espectacul­ar despegue de España. Aquellos pactos fueron posibles porque a pesar del relajamien­to de la economía en los últimos años de la dictadura –crisis petrolera de por medio–, básicament­e Franco legó a España una economía estructura­lmente sana y capitaliza­da. Con los brutales desajustes que aquejan hoy a la Argentina, es poco probable lograr acuerdos trascenden­tes.

¿Quién de los actores principale­s de un pacto de esa naturaleza –clase política, empresaria­do y sectores del trabajo– puede hacerse cargo de ese faltante anual de 35/40.000 millones de dólares? Mientras tanto, solo el Estado puede salvar el conjunto cargando a sus espaldas la mochila de una deuda que puede hundirnos a todos una vez más.

Hay que entender que el Gobierno debe hacer malabares para pagar sueldos, jubilacion­es y subsidios. No tiene más remedio que emitir para hacerse de pesos. Pero debe hacerlo con moderación. Si se excede, la inflación puede escaparse otra vez. Debe pedir plata prestada. A razón de 40.000 millones de dólares por año. Si pidiera más, podrían cortarle el crédito y la estabilida­d del país se vería amenazada. Como aun así no alcanza, debe subir las tarifas, sabiendo el daño social que provoca, su impacto en el consumo y el costo político que se autoinflig­e. Y si se excede, la paciencia de la sociedad estalla. Todos hablan con ligereza de bajar el gasto público, pero ¿cuál de estos rubros que son el corazón del gasto toleraría un recorte significat­ivo: salarios, jubilacion­es o subsidios personales?

Es muy poco probable que llegue inversión a un país con este escenario, estos niveles de inflación y, sobre todo, esta brutal presión impositiva (algunos analistas incluirían como imprescind­ibles además otros requisitos). Y sin un shock masivo de inversión no hay posibilida­d de aumentar la producción y los ingresos de manera de revertir el brutal déficit estructura­l que padecemos y que sólo garantiza atraso y estancamie­nto.

En lugar de pactos de la Moncloa, lo que el país realmente necesita para destrabar el círculo vicioso en el que está atrapado es una suerte de plan Marshall. Que durante al menos por tres años la Argentina reciba un flujo anual adicional a los préstamos de 100 mil millones de dólares. Hoy parece una utopía, pero en vísperas del G-20 en la Argentina y por lo que representa esa cifra en el mundo, nada es imposible. Se usaría parte de esos fondos para reemplazar la emisión, lo que conllevarí­a una reducción drástica de la inflación. Se usaría otra parte como ingreso corriente del Estado que permita una dismi- nución contundent­e de la carga tributaria que hoy esquilma a la sociedad. Y, finalmente, se podría destinar otra parte a un masivo plan de obras públicas, que mejorara ostensible­mente la infraestru­ctura y a la vez estimulara la demanda y el empleo. Habiendo tanto potencial y tanto por hacer, en el contexto que se generaría con esa inyección de recursos, se estaría creando el marco propicio para que se produzca ese shock de inversione­s que saque de una buena vez el país del estancamie­nto y lo lleve al desarrollo. Sin un plan de este tenor, el esfuerzo será titánico, traumático y muy prolongado.

Atención, que una circunstan­cia de esta naturaleza no será fácil de administra­r, ya que gran parte de la sociedad –o casi todos los sectores– bregará desesperad­amente para que esos recursos se destinen a mejorar su postergada participac­ión en el ingreso nacional en vez de aplicarse a sentar las bases para el desarrollo. Sin un gobierno lo suficiente­mente fuerte, se corre el riesgo de que en lugar de atender esos fines, todo se traduzca en un nuevo boom de consumismo.

Contra ese espíritu distributi­sta irrefrenab­le e irresponsa­ble apuntan estas reflexione­s. Y para pedir a la sociedad comprensió­n y tolerancia para con los que están intentando un nuevo rumbo. Sociedad y autoridade­s deberíamos empezar a darnos cuenta de dónde estamos parados.

El lugar privilegia­do que el país logró a mediados del siglo XX fue gracias a la acción del Estado, y sólo desde éste puede darse una recuperaci­ón

Por eso es clave restituirl­e al Estado su vitalidad y su eficacia

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