Federer, genio de la improvisación
Un día después de que Roger Federer ganó su octavo título en Wimbledon, Tony Nadal –tío y entrenador de Rafa, su rival de siempre– publicó una nota en El País de Madrid con algunas revelaciones de segunda mano. El origen era una conversación con otro Tony (Godsick), manager de Federer. “Me contó que, en un momento dado, él se había ofrecido a proporcionarle las estadísticas y los datos descriptivos de los que disponemos hoy en día gracias a las tecnologías, y Federer lo rechazó de plano. Le argumentó que a él le gusta un juego más improvisado y que no quería verse encorsetado por unos datos que le predispusieran sobre lo que tenía que hacer.”
Federer ya había sido objeto de una mirada estética, de una consideración sobre la belleza de su juego. En un artículo que publicó primero en The New York Times (“Roger Federer as Religious Experience”) y recopiló después en El
tenis como experiencia religiosa, David Foster Wallace se fascinaba con Federer como si se tratara de Apolo: se detenía en cada gesto que hace en el movimiento del saque, registraba el modo en que lleva el pañuelo en la cabeza, observaba que nadie más que él podría resultar elegante con un saco color crema y shorts y zapatillas, como se vistió más de una vez en Wimbledon. Todo eso, sin embargo, es ahora accesorio ante la revelación de Tony Nadal. Él puso negro sobre blanco lo que siempre supimos: Federer es, antes que nada y después de todo, un improvisador enorme.
Verdaderamente, dos problemas básicos dominan la improvisación en cualquier de sus variedades (musicales, teatrales, literarias, cinematográficas. deportivas): el tiempo y la novedad, es decir, lo imprevisto. Lo que el improvisador no tiene es tiempo, sobre todo cuando está implicado en una situación grupal que demanda su reacción ante la acción ajena. Podríamos entonces proponer un símil con el tenis. Cualquiera que haya visto jugar a Federer habrá advertido que aquello que lo separa del resto de los jugadores, al margen de los triunfos episódicos y las derrotas ocasionales, no es tanto un golpe particular (aun cuando el virtuosismo de su drive o de su slice resulten también funcionales), sino su asombrosa habilidad para resolver de la manera más simple y eficaz los problemas que vienen del otro lado de la red y devolverlos multiplicados. ¡Quién pudiera traducir esa lección más allá de la cancha de tenis!
Aquello que nos fascina de Federer es el espectáculo de una inteligencia en movimiento, minuciosamente focalizada, que, sin embargo, actúa impremeditadamente. Federer encarna el supuesto de que toda improvisación se construye también con lo indeseado (los errores propios, los ajenos) y con la voluntad de corregirlo o desviarlo.
Ese sentido converge en una constatación que une todas las prácticas de la improvisación: el objeto (lo improvisado) se constituye durante la improvisación y adquiere su forma definitiva cuando ésta concluye.
Vista de esta manera, la improvisación es una situación cuyo resultado pone en primer plano el acto que lo constituye. La pieza musical o teatral, el partido de tenis, concluye y se explica mientras se hace.
¿Cómo puede un improvisador tener estilo si cada improvisación debería ser, casi por definición, diferente de las demás? En un improvisador, el estilo, eso que lo vuelve reconocible, quizá sea una recurrencia, un hilo de Ariadna que le impide perderse en el laberinto de lo que no alcanzó su forma plena. Es posible que Federer salga cada vez a la cancha con una cierta estrategia, con algunas presunciones sobre lo que puede pasar. Pero no es menos cierto que, en el fondo, su plan fue siempre mejorar su juego para improvisar a partir de lo que se le propone del otro lado. La improvisación une dos extremos que rara vez se encuentran: la belleza y la eficacia.
Lo hace distinto su habilidad para resolver los problemas que vienen del otro lado