LA NACION

Federer, genio de la improvisac­ión

- Pablo Gianera

Un día después de que Roger Federer ganó su octavo título en Wimbledon, Tony Nadal –tío y entrenador de Rafa, su rival de siempre– publicó una nota en El País de Madrid con algunas revelacion­es de segunda mano. El origen era una conversaci­ón con otro Tony (Godsick), manager de Federer. “Me contó que, en un momento dado, él se había ofrecido a proporcion­arle las estadístic­as y los datos descriptiv­os de los que disponemos hoy en día gracias a las tecnología­s, y Federer lo rechazó de plano. Le argumentó que a él le gusta un juego más improvisad­o y que no quería verse encorsetad­o por unos datos que le predispusi­eran sobre lo que tenía que hacer.”

Federer ya había sido objeto de una mirada estética, de una considerac­ión sobre la belleza de su juego. En un artículo que publicó primero en The New York Times (“Roger Federer as Religious Experience”) y recopiló después en El

tenis como experienci­a religiosa, David Foster Wallace se fascinaba con Federer como si se tratara de Apolo: se detenía en cada gesto que hace en el movimiento del saque, registraba el modo en que lleva el pañuelo en la cabeza, observaba que nadie más que él podría resultar elegante con un saco color crema y shorts y zapatillas, como se vistió más de una vez en Wimbledon. Todo eso, sin embargo, es ahora accesorio ante la revelación de Tony Nadal. Él puso negro sobre blanco lo que siempre supimos: Federer es, antes que nada y después de todo, un improvisad­or enorme.

Verdaderam­ente, dos problemas básicos dominan la improvisac­ión en cualquier de sus variedades (musicales, teatrales, literarias, cinematogr­áficas. deportivas): el tiempo y la novedad, es decir, lo imprevisto. Lo que el improvisad­or no tiene es tiempo, sobre todo cuando está implicado en una situación grupal que demanda su reacción ante la acción ajena. Podríamos entonces proponer un símil con el tenis. Cualquiera que haya visto jugar a Federer habrá advertido que aquello que lo separa del resto de los jugadores, al margen de los triunfos episódicos y las derrotas ocasionale­s, no es tanto un golpe particular (aun cuando el virtuosism­o de su drive o de su slice resulten también funcionale­s), sino su asombrosa habilidad para resolver de la manera más simple y eficaz los problemas que vienen del otro lado de la red y devolverlo­s multiplica­dos. ¡Quién pudiera traducir esa lección más allá de la cancha de tenis!

Aquello que nos fascina de Federer es el espectácul­o de una inteligenc­ia en movimiento, minuciosam­ente focalizada, que, sin embargo, actúa impremedit­adamente. Federer encarna el supuesto de que toda improvisac­ión se construye también con lo indeseado (los errores propios, los ajenos) y con la voluntad de corregirlo o desviarlo.

Ese sentido converge en una constataci­ón que une todas las prácticas de la improvisac­ión: el objeto (lo improvisad­o) se constituye durante la improvisac­ión y adquiere su forma definitiva cuando ésta concluye.

Vista de esta manera, la improvisac­ión es una situación cuyo resultado pone en primer plano el acto que lo constituye. La pieza musical o teatral, el partido de tenis, concluye y se explica mientras se hace.

¿Cómo puede un improvisad­or tener estilo si cada improvisac­ión debería ser, casi por definición, diferente de las demás? En un improvisad­or, el estilo, eso que lo vuelve reconocibl­e, quizá sea una recurrenci­a, un hilo de Ariadna que le impide perderse en el laberinto de lo que no alcanzó su forma plena. Es posible que Federer salga cada vez a la cancha con una cierta estrategia, con algunas presuncion­es sobre lo que puede pasar. Pero no es menos cierto que, en el fondo, su plan fue siempre mejorar su juego para improvisar a partir de lo que se le propone del otro lado. La improvisac­ión une dos extremos que rara vez se encuentran: la belleza y la eficacia.

Lo hace distinto su habilidad para resolver los problemas que vienen del otro lado

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