LA NACION

Más allá del escenario: cómo es el lado B de Glastonbur­y

Un cronista viajó a Inglaterra y acampó durante cinco días, junto a 150 mil personas, en el festival de música más grande del mundo

- Manuel Buscaglia

Abro los ojos. La falta de aire me termina de despabilar. Son las 10 de la mañana y los rayos del sol rasguñan el cobertor de la carpa desde las 4. A esa hora amanece en Worthy Farm –una granja del condado de Somerset, a una hora y media de Londres–, en donde desde 1971 se realiza Glastonbur­y, “el festival de festivales”, como le dicen acá. No resisto el calor, así que me visto con lo primero que encuentro y salgo. Llevo cinco días de acampe y el paisaje todavía me desconcier­ta.

¿Quién no se sorprender­ía de ver miles de carpas una al lado de la otra, casi pegadas, sobre el césped multicolor de la campiña inglesa? Carpas rojas, verdes, azules, doradas, con forma de iglú, de cabaña y hasta de camioneta; del tamaño de una cucha de un perro o tan grandes que se dividen en habitacion­es. Hago el esfuerzo de intentar ver más allá, pero es inútil: el mar de carpas ocupa un espacio inabarcabl­e para la vista.

Antes de comprar algo para desayunar, paso por la zona de duchas. Son vestuarios individual­es del tamaño de una cabina telefónica, con un botón que al presionarl­o permite la salida del agua, en general tibia. Pero a medida que fueron pasando los días, algunas dejaron de funcionar y no queda otra que bañarse con agua fría. Hay más de cincuenta personas en la fila, así que decido dejar el baño para después. Mientras camino, una puntada en mi espalda me recuerda los efectos secundario­s de la bolsa de dormir, un problema que no tienen que eligieron los hospedajes “vip” del festival. La opción más popular después de las carpas –cada uno lleva la suya o puede comprarse una ahí– son los podpads, unas coloridas casitas con piso de madera, alfombra, camas, sillas, luz y cargadores solares para los celulares. Acceder a un podpads para dos personas durante todo el festival cuesta 600 libras, unos 12 mil pesos. Prefiero mi dolor de espalda.

La oferta gastronómi­ca de Glastonbur­y es tan grande como la musical. Hay más de quinientos puestos de comida de todo el mundo en donde uno puede probar platos típicos de la India como el dosa, una crêpe muy fina hecha con harina de arroz o lenteja que se come frita; degustar el delicioso sabor del halloumi, un queso originario de Chipre que se sale de la mezcla de leche de cabra, o incluso recordar los sabores de nuestra patria con una milanesa o un choripán en Chimichurr­i, un stand de comida argentina que tiene a Matías Milinchuk –un cordobés que viajó a Londres para acompañar a su novia a estudiar inglés– a cargo de la parrilla.

Me decido por un vaso de frutas con pedazos de ananá, uva, frutillas y banana, y un exprimido de naranja. Un desayuno bastante light en comparació­n con los huevos revueltos o los sándwiches de cerdo que eligen otras personas hoy para empezar su día.

Atravieso la multitud delante del Pyramid Stage –un gigante de acero en forma de pirámide con 40 metros–, que en esta edición tuvo como protagonis­tas a Radiohead, Katy Perry, Foo Fighters, y en donde esta noche Ed Sheeran pondrá cierre a la grilla de bandas. Ahora, Orchesta Baobab está en el escenario. Es un grupo senegalés que combina ritmos de Cuba y África. Falta media hora para las 12 del mediodía, pero la fiesta que se armó alrededor de la banda ya incluye cervezas y sidra, una de las bebidas favoritas de los ingleses. En Glastonbur­y se bebe las veinticuat­ro horas. Y no pasa nada más allá de un abrazo con un ebrio amistoso o de un inodoro vomitado. Aunque parezca raro, los puestos que venden alcohol nunca están llenos. La razón principal es que todo el que viene al festival trae sus propias provisione­s. El miércoles, cuando el predio abre sus puertas, las personas con carros en los que cargan cajas de sus bebidas favoritas se amontonan para entrar. No hay ningún tipo de control sobre lo que se ingresa. Nadie te revisa, sólo se aseguran de que tengas tu entrada.

Para ir de un escenario a otro se puede tardar unos veinte minutos, así que si uno quiere asegurarse el comienzo de un show tiene que salir con tiempo. Además de los diez principale­s –por los que pasan los ochenta y seis artistas anunciados en la grilla– hay otros cuarenta escenarios que incluyen grupos emergentes, charlas, proyeccion­es de documental­es, obras de teatro y circo.

Voy al John Peel Stage, una carpa a rayas rojas y azules. Ahí está tocando King Gizzard & the Lizard Wizard, una especie de Pink Floyd australian­o que con su música invita a un viaje de psicodelia intergalác­tica. En el camino me encuentro con un hombre de unos 40 años con un traje celeste estampado con los dibujos del videojuego Pac-Man, un chico con unas calzas de Star Wars y una mujer mayor que lleva una cresta violeta. El cólos digo de etiqueta es que no hay código. Familias enteras, grupos de adolescent­es y hasta ancianos lo aceptan y juegan a disfrazars­e de Mario Bross, Ronald McDonald o de unicornio, y a usar pelucas, máscaras de caballo y coronas de flores sin que nadie sienta que está haciendo el ridículo.

En Glastonbur­y el tiempo se mide por canciones en vez de horas. La tarde pasa entre banda y banda, y cuando el sol se oculta, cerca de las 21, aparece el lado B del festival. Empiezo mi noche en el círculo sagrado de piedras, la zona más elevada de Worthy Farm a la que se llega tras cruzar una colina. Desde ahí se tiene una vista panorámica de todo el predio. Observo las cúpulas de las carpas cuando siento que alguien me toca la espalda. “¿Querés comprar algo?”, me dice un hombre encapuchad­o, y sin ningún tipo de prurito me ofrece marihuana, cocaína y pastillas de éxtasis, la droga estelar entre los jóvenes festivaler­os. Le digo que no, y el extraño se acerca a una chica que tengo al lado, en busca de un posible comprador.

Desciendo por un camino que me lleva directamen­te a Arcadia, uno de los sectores de after party en donde la cabina del DJ de turno está dentro de una araña robótica que dispara ráfagas de fuego de 18 metros –uno llega a sentir el calor en su cara– y rayos láser.

Compro un ron con Coca, y de ahí voy a Shangri-La. Veo torres gigantes de basura y estructura­s hechas de chatarra. Me meto en una torre de gas –su interior está cubierto por pantallas Led donde se ven globos de colores– y encuentro una batalla de beatbox, una competenci­a en donde los participan­tes crean ritmos y sonidos usando nada más que su boca como instrument­o. Bajo la luz de la luna, Glastonbur­y se convierte en un parque de diversione­s musical. Es como una versión bizarra y apocalípti­ca de Disneyland­ia.

A las 4 de la mañana emprendo el regreso a mi carpa. Estoy exhausto y quiero dormir, pero me detengo unos minutos delante del Pyramid Stage para observar el amanecer que parece una tormenta de fuego en el reflejo de las paredes de acero del escenario. Miro las latas y los papeles que cubren el pasto, y levanto una hoja de diario que me llama la atención. “Es el último día del mejor Glastonbur­y hasta ahora, nos vemos en 731 días”, dice el artículo principal en letras negras. “Nos vemos”, pienso.

Doblo la hoja, la guardo en el bolsillo y acompañado por un silencio de terciopelo camino, y me despido del festival.

La cabina del DJ está dentro de una araña robótica que dispara ráfagas de fuego Bajo la luz de la luna, Glastonbur­y es como una versión bizarra de Disneyland­ia

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