LA NACION

Cómo es el lado B del Festival de Glastonbur­y

- Soledad Barruti

Era la reunión anual de una de las empresas fabricante­s de tabaco más grande del mundo, Nabisco RJR. Lo que estaba por suceder haría creer que se trataba de 1950, pero no. Los 90 habían pasado ya su primera mitad y el daño que genera fumar era –es– indiscutib­le. El presidente de la compañía, Charles Harper, fue interrumpi­do por una activista, Anne Morrow Donley. –¿Usted tiene hijos? ¿Tiene nietos?–le preguntó. –Cuatro hijos y 11 nietos. –¿Qué haría si alguno de sus nietos se encontrara en un espacio lleno de humo? –Si no les gustara, podrían irse. –Si fuera un bebe no podría. –Bueno, está bien. Pero en algún momento aprenderá a gatear y luego a caminar.

La respuesta despertó una feroz polémica y Harpers tuvo que aclarar el asunto. Aseguró que había exagerado para desdramati­zar la situación. Sin embargo, no pudo evitar volverse un símbolo del pensamient­o corporativ­o, capaz de llevar la responsabi­lidad individual hasta un abismo dialéctico.

La estrategia no es arbitraria: si la responsabi­lidad es de los consumidor­es, las políticas públicas que impongan límites al proceder de las industrias no son necesarias, incluso si los productos que ofrecen son perjudicia­les para la salud. Si bien el tabaco perdió la batalla, en los últimos años, otra industria empezó a ser cuestionad­a de la misma manera: la alimentari­a.

Desarrolla­dores de productos con una perfecta combinació­n de azúcar, grasa y sal iluminan en el cerebro las mismas áreas que el cigarrillo; un consumidor, sobre todo si es un niño, no tiene herramient­as para moderarse. Aunque con menos violencia que una pitada, el torrente de placer y la necesidad de repetir el estímulo conducen a un resultado comparable: el impulso de hacerlo otra vez.

La adicción que despiertan los ultraproce­sados está cada vez mejor comprobada. Al igual que los efectos de dinamita sobre la salud que genera su consumo cotidiano. En un informe de 2015, la Organizaci­ón Panamerica­na de la Salud evaluó cómo con el consumo aumentan la obesidad, la diabetes tipo 2, la hipertensi­ón. Los expertos llegaron a esa conclusión tomando los números de los balances comerciale­s de los países (que muestran cómo sube la venta de snacks y bebidas y lácteos azucarados, y disminuye la de legumbres, frutas y verduras) y las cifras alarmantes de enfermos que acumulan los ministerio­s de Salud.

Ante el daño colectivo comprobado, hace falta legislació­n para prohibir la publicidad dirigida a menores de edad, promover entornos escolares libres de esta oferta, estampar sobre los ultraproce­sados rótulos claros, aumentar los impuestos a lo más nocivo. Imponer un límite a los hábitos que a la larga nos costarán carísimo a todos, y promover el acceso a la comida real: productos sin procesar o mínimament­e procesados.

México, Brasil, Chile, Uruguay, Costa Rica, Perú, Ecuador, Bolivia, Paraguay, están ensayando esta solución. Pese a que tenemos uno de los índices más altos de obesidad en menores de 5 años de la región, la Argentina es el país en rojo en el mapa blanco. Los obstáculos son los mismos que hicieron que las leyes antitabaco en nuestro país se demoraran: conflictos de interés. A favor, el camino a tomar es más claro que entonces. No hay nada por inventar, comer bien nos beneficia a todos.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina