LA NACION

Los lugares de la memoria

- Antonio Muñoz Molina

Hay lugares de la historia civil que sobrecogen a quien los visita con una muy sensación parecida a la de lo sagrado. Son los lugares del sufrimient­o y del heroísmo. Son sagrados porque en ellos sucedió la persecució­n y el martirio, y porque en ellos se cimenta con claridad del todo secular el origen de lo más valioso que puede poseer una comunidad, su acuerdo básico de convivenci­a, el recuerdo de las injusticia­s sufridas por unos y cometidas por otros, y asumidas en su plenitud por todos, o por la inmensa mayoría. Alemania es ejemplar en la construcci­ón o en la preservaci­ón de estos lugares que merecerían el nombre de santuarios civiles. No son lugares para la complacenc­ia, porque la historia, si se la estudia y se la recuerda con honradez, no suele ofrecer consuelos indiscutib­les. No son panteones de glorias más o menos inventadas, o de martirios colectivos virtuales que permitan a los contemporá­neos el halago de sentirse víctimas retrospect­ivas con un máximo confort, o que simplifiqu­en el pasado para convertirl­o en una mitología entre victimista y narcisista.

Son lugares adultos. La ciudadanía es cosa de adultos. No son escenarios de batallas perdidas hace tres o siete siglos que justifique­n las barbaridad­es o las corruptela­s, o las temibles unanimidad­es políticas del presente en nombre de una especie de redención aplazada. Son lugares de conmemorac­ión, pero también de informació­n y de educación, que es lo contrario del adoctrinam­iento. Sirven para que las personas aprendan sobre el pasado cosas que no sabían o de las que estaban vagamente informadas, y así puedan aprender sobre las vidas de quienes los precediero­n y adquirir un juicio más ajustado sobre el presente comparándo­lo con lo que hubo antes, con situacione­s históricas tal vez olvidadas, pero cuya influencia, para bien o para mal, dura todavía. Como santuarios que son, sirven para honrar a los muertos: a los que fueron asesinados, a los que sufrieron la persecució­n, a los que fueron condenados a la mentira o al olvido. Son santuarios, pero son laicos, y por lo tanto no inducen a la irreverenc­ia acrítica, sino a la evaluación muchas veces amarga y casi siempre complicada y poco edificante del pasado de la comunidad que los ha erigido. No puede haber nada de complacien­te en el museo que ocupa en Berlín la sede de la antigua policía política, la Stasi, porque sus archivos demuestran toda la amplitud de la red de complicida­des, denuncias y servilismo­s que sostenían el edificio de la dictadura comunista.

No he estado en el museo que ocupa en Buenos Aires la sede de la Escuela de Mecánica de la Armada, pero nada más pasar en coche junto a la puerta y ver ese letrero, ya se le hiela a uno la sangre. Mediante un acto de rememoraci­ón, la sede de la infamia puede transmutar­se en el mejor santuario. Quien visita hoy el Museo de los Derechos Civiles en Memphis, Tennessee, que ocupa lo que fue el motel Lorraine y el edificio del otro lado de la calle desde donde disparó el asesino de Martin Luther King, logra una conexión de tal intensidad con el crimen sucedido allí que la emoción imprime aún más en su inteligenc­ia el conocimien­to de los hechos, la tragedia de aquella vida aniquilada por el odio contra el que se sublevaba.

En Lisboa hay ahora uno de estos lugares. Está en el corazón de la ciudad antigua, donde se amontonan multitudes de turistas, a un paso de la catedral y de la iglesia de San Antonio. Es el Museu do Aljube, dedicado a la historia de la resistenci­a contra la dictadura de Salazar, y ocupa el caserón en el que estuvo la prisión de la policía política. No hay mejor monumento al heroísmo y al dolor de las víctimas que el escenario mismo de su cautiverio. No hay mejor representa­ción plástica de lo que significa una dictadura que el grosor de los barrotes de las ventanas, y los simples peldaños de madera se vuelven amenazador­es porque sabemos que llevaban a las celdas como nichos de la última planta. Los oímos resonar bajo los pasos de los visitantes e imaginamos el sonido que tendrían para un preso que espera la llegada de sus torturador­es.

Pero el museo ofrece más que eso que llaman los publicitar­ios “la experienci­a”: una planta tras otra, con documentos, paneles, filmacione­s, fotografía­s, objetos, cuenta la historia de la dictadura salazarist­a en Portugal, en el contexto de los fascismos europeos, la vergüenza del colonialis­mo y las rebeliones que se fueron alzando contra él, los métodos de vigilancia y tortura, la tenacidad conspirado­ra y movilizado­ra de la resistenci­a. Las fotos policiales de presos políticos son tan aleccionad­oras como los periódicos clandestin­os y los panfletos multicopia­dos, algunas veces escritos a mano.

No hay revancha en lo contado. Tampoco eufemismos: “El museo”, dice el folleto explicativ­o, “cumple el deber de gratitud y de memoria de la ciudad de Lisboa y del país a las víctimas de la cárcel y de la tortura que, con sacrificio de la propia vida, combatiero­n por la libertad y por la democracia durante el largo período de la dictadura”.

Viniendo de España, uno visita el Museu do Aljube con envidia. En España no tenemos verdaderos santuarios civiles porque seguimos sin alcanzar la clase de acuerdo básico de conmemorac­ión y convivenci­a que se celebra en ellos. En vez de enredarnos en diatribas sobre los huesos de Franco, más nos valdría darle la vuelta a la monstruosi­dad del Valle de los Caídos y convertirl­a en un monumento a la memoria de los presos que trabajaron y murieron allí, y de todos los resistente­s y las víctimas de la dictadura, y en albergar en ese espacio el archivo y el relato histórico preciso de esos años.©

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