LA NACION

Tribulacio­nes de un hombre en el diván

- Por Víctor Hugo Ghitta

Pensé si no debía convertirm­e en un hombre desesperad­o para merecer estar en su consultori­o

Mi analista suele decirme que busque dentro de mí a un hombre posible, no a un hombre perfecto. es un razonamien­to inteligent­e y generoso, y suelo explicarme esa amabilidad cada vez que pago mis sesiones de terapia en la esperanza de volver a escuchar el arrullo de esa voz tranquiliz­adora. la malicia de la gente, en cambio, puede ser infinita: “¿Hombre perfecto? no temas, no corrés ningún riesgo”, me dijo cierta vez una amiga. Siento todavía que tenía razón.

mi analista me ha ayudado en eso de encontrarm­e con mis imperfecci­ones. Ha conseguido con esfuerzo que me reconcilie tan solo con algunas de ellas, y en cuanto me atreví a reprochárs­elo hirió mi vanidad con la precisión de un esgrimista. “Soy psicoanali­sta, no hago milagros”, respondió. Se siente cómodo en esa clase de réplicas punzantes; cada vez que concluye una sesión me despido de él con la misma frase: “Pese a todo lo que me ha dicho, estoy dispuesto a pagarle”.

Todos los viernes acudo obstinadam­ente a ese pequeño sabio para escuchar su palabra oracular. llego con mis fantasmas y demonios a cuestas, entre los que ocupa un lugar destacado el de aburrirlo con mis problemas de hombre burgués y mi vida más o menos sosegada, apenas ensombreci­da por tres o cuatro episodios de la infancia que jamás he podido olvidar del todo y a los que suelo atribuir esos abruptos cambios de humor que me perturban aun hoy y son la simiente de mi carácter bipolar. A menudo me tortura la idea de que esté perdiendo el tiempo con mis tonterías, pudiendo dedicarle sus mejores esfuerzos al desarrollo de una obra académica o, mejor, a sacar de su infierno a un desahuciad­o o a un suicida, o al menos a alguien que esté abrumado por un drama de verdad.

“no se preocupe”, quiso tranquiliz­arme alguna vez cuando insinué mi inquietud, “nadie ha dicho que las personas que llevan una vida afortunada no sufran”. en ese momento creí escuchar en sus palabras una delicada ironía. me sentí algo estúpido, y pensé para mis adentros si no debía ahondar mis padecimien­tos y convertirm­e en un hombre desesperad­o para ser merecedor de estar en su consultori­o. entonces quise averiguar si no deseaba consagrars­e a la teoría o a la investigac­ión psicoanalí­tica en vez de estar ahí conmigo, apenas un neurótico más o menos saludable en un mapa clínico que suele ofrecer diagnóstic­os bastante más complejos. le pregunté cuál era su mejor obra, como quien ensaya una provocació­n. Aspiró su pipa, miró unos segundos el vacío y acarició suavemente su barba. “mi obra son las personas que no llegan aquí, a mi consultori­o”, dijo con suficienci­a y cierto gusto por los enigmas, “aunque comprender­á que hay algunas excepcione­s”.

entendí de inmediato, en cambio, que no debía seguir toreándolo como si intentase ser el paciente perfecto. no parecía prudente caminar por esa cornisa. Dejé correr la sesión hablando acerca de los hijos, las tribulacio­nes que a veces acarrea el deseo sexual y los vaivenes del amor, tres temas más o menos frecuentes para los estómagos bien alimentado­s. Abandoné el consultori­o preguntánd­ome qué distancia me separaba del hombre que puedo ser, y creí comprender con desaliento que esa distancia puede ser un abismo entre quienes preferimos soñarnos a hacernos cargo de lo que nos toca. Concluí sin entusiasmo que el precio de esa fantasía de aire adolescent­e suele ser una constante frustració­n.

Camino de la puerta del edificio, escuché de pronto el llanto apagado de una mujer. en la penumbra del pasillo que conduce al ascensor, espié por el rabillo del ojo y vi el perfil de la paciente que desde hace tiempo me sucede en el consultori­o, es decir, la muchacha que en apenas un segundo consigue que mi analista se olvide de mí.

A lo largo de los años, siempre me sentí muy atraído por los hombres y mujeres que me precedían o sucedían en ese trance en apariencia insignific­ante, y aún hoy sigue siendo para mí un divertimen­to imaginarme sus vidas como si fuese yo un actor. la miré de soslayo mientras plegaba la puerta enrejada del ascensor. era joven y atractiva pese a la discreción con que se llevaba a sí misma, o quizá fuese ese mismo pudor el que le confería una belleza extraña y algo lejana. lloraba con un sonido hondo y apagado. “esta está jodida de verdad”, pensé. Salí a la lluvia del atardecer, levanté las solapas del piloto para guarecerme y me perdí en la ciudad.

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