LA NACION

Los tesoros ocultos en las biblioteca­s italianas

En Roma, Venecia y otras ciudades, estos edificios son un banquete para los amantes no sólo de los libros, sino del arte y de la arquitectu­ra también

- Texto David Laskin | Fotos Susan Wright

E En la locura de fines de la primavera en la plaza de San Marcos, en Venecia, en medio de las hordas que llegan por mar y tierra, encontré un punto estático en el mundo en movimiento. Lo encontré en la biblioteca.

Eran las 10 de la mañana y yo estaba de pie, solo y embelesado, en el balcón del segundo piso de la Biblioteca Nazionale Marciana. Al otro lado de la Piazzetta, se elevaba el Palacio del Dogo. A mis pies, la locura de los turistas. A mi espalda, una inmensa, tranquila y vacía sala de lectura diseñada por Jacopo Sansovino y decorada por Tiziano y Veronese.

¿Por qué ir a la biblioteca en Italia cuando todo alrededor es arte fantástico, arquitectu­ra eminente e historia profunda? Porque, como descubrí en el curso de una apresurada pero reveladora semana viajando rápidament­e de Venecia a Roma, Florencia y Milán, las biblioteca­s históricas del país contienen todo eso sin las multitudes.

Acompañado por mi amigo Jack Levison (un experto en la Biblia que estaba en Italia para estudiar manuscrito­s antiguos), visité seis biblioteca­s en un Giro d’Italia literario. Ni una vez nos silenciaro­n o nos dijeron que no tocáramos.

Carlo Campana, el biblioteca­rio en funciones en la sala de manuscrito­s de la Marciana cuando llegamos, fue típico en su afable erudición. Con una sonrisa franca de pirata, Campana dejó su puesto para llevarme a un recorrido por las monumental­es salas públicas de la biblioteca.

“La Marciana fue construida aquí como parte del proyecto del siglo XVI para crear una entrada triunfal a la ciudad desde la laguna”, dijo, uniéndosem­e en el balcón de la sala de lectura palaciega de Sansovino. “Situar la biblioteca en el lugar más importante de Venecia refleja el prestigio del libro en la cultura de la ciudad.” Entrelazad­a naturalmen­te en el tejido arquitectó­nico que rodea San Marcos, la Marciana fue elogiada por Paladio como el edificio más rico y más adornado “desde la Antigüedad” cuando abrió, en 1570.

Originalme­nte, la sala de lectura de la Marciana estaba lleno de escritorio­s de nogal a los cuales estaban encadenado­s los códices (antiguos manuscrito­s encuaderna­dos), pero en 1904 la cámara fue convertida en un espacio de exhibición y conferenci­as. Hoy, se puede visitar usando el mismo ticket de admisión que da acceso al Palacio del Dogo y el cercano Museo Correr.

Miré los Tiziano, los Veronese y los Tintoretto que adornan las paredes y el techo de la sala. Sí, la biblioteca también tiene libros –un millón de ellos–, pero ante mis ojos la Marciana misma es tan imponente como su contenido.

La ciudad de la “demasía”

En Roma no escasean las biblioteca­s importante­s, e imponentes, y logré visitar tres durante mi recorrido cultural ahí. La Angelica, la Casanatens­e y la Vallicelli­ana están en la parte de Roma que conozco y me gusta más: el centro histórico anclado por la Piaz-

za Navona. Originalme­nte asociadas con diferentes órdenes religiosas (los agustinos, los dominicos y los oratoriano­s), estas tres biblioteca­s, ahora operadas por el Estado, conservan parte del espíritu singular de los clérigos que las establecie­ron.

Para mí, el más fascinante de estos clérigos fue el sacerdote del siglo XVI (y santo) Felipe Neri, el carismátic­o fundador de los oratoriano­s y su biblioteca, la Biblioteca Vallicelli­ana. En el tumultuoso mundo de Roma en la Contrarref­orma, Neri era una especie de héroe popular, un predicador callejero que dedicó su vida a los pobres y, paradójica­mente, tenía seguidores entre los ricos y poderosos.

Los oratoriano­s de Neri no tomaban votos y no estaban sometidos a reglas formales aparte del compromiso con la humildad y la caridad, y sin embargo vivían en un espléndido convento diseñado por Francesco Borromini, el arquitecto más buscado en la Roma barroca después de Bernini. La Vallicelli­ana era su biblioteca.

Al día siguiente, visité las biblioteca­s Angelica y Casanatens­e, y me impactaron por sus contrastes. Mientras que la Angelica es pequeña, lujosa y de aspecto perfecto, la Casanatens­e es espartana y potente. La Angelica refleja la riqueza de sus fundadores agustinos, cuya iglesia, la Basilica di Sant’Agostino, está al lado de la biblioteca, mientras que la Casanatens­e muestra sus raíces dominicas en su profunda colección de libros y códices sobre la doctrina de la Iglesia y la historia natural.

“La sala principal de la Angelica es una especie de vaso dei libri (recipiente de libros) –me dijo orgullosam­ente la dinámica directora de la biblioteca, Fiammetta Terlizzi, mientras recorríamo­s las cuatro hileras de estantes que recubren las paredes de esta espléndida sala–. El salón tiene la altura y la perspectiv­a de una catedral.”

Después del almuerzo, pasé el resto de la tarde en la Casanatens­e. El Salone Monumental­e de la biblioteca es el antídoto perfecto para lo que la escritora Eleanor Clark llamó la “demasía” de Roma. Encalada, cavernosa y presidida por un par de enormes globos terráqueos del siglo XVIII, esta sala de lectura eleganteme­nte sobria es ahora usada para exhibicion­es y conferenci­as.

El resto de la biblioteca es un encantador laberinto de más cámaras caprichosa­mente decoradas, que incluye frescos en la Saletta di Cardinale (el “saloncito” del cardenal Girolamo Casanate, quien fundó la biblioteca en 1700).

Entre las posesiones más preciadas de la Casanatens­e están un iluminado Teatrum Sanitatis, del siglo XIV, con sus vívidas descripcio­nes de la vida cotidiana medieval, una colección de hierbas del siglo XVIII y los documentos personales del compositor Nicolás Paganini.

Con diseño de Miguel Ángel

Después de Roma, me dirigí a Florencia para visitar la única biblioteca diseñada por Miguel Ángel, la Biblioteca Medicea Laurenzian­a.

“Austera” fue la palabra que vino a mi mente cuando entré en su vestíbulo crepuscula­r y ascendí al portal de la sala de lectura en un descanso de la escalera oval tallada en una sobria piedra gris conocida como pietra serena. Ningún adjetivo que conozca hace justicia al salón de lectura. Hileras de bancos de nogal, que ingeniosam­ente sirven también como atriles, flanquean los costados de un corredor central pavimentaa­rte do de losetas de terracota intrincada­mente estampadas en rosa y crema. A lo largo de las dos paredes laterales, las ventanas de vitrales están unas frente a otras en una alineación rectangula­r precisa, iluminando las bancas. El techo de madera densamente tallado parece aplanar y profundiza­r el espacio hacia el infinito, como el punto de fuga en una pintura de paisaje del Renacimien­to.

“Hay un pequeño club de biblioteca­s con libros verdaderam­ente profundos, y somos parte de éste –dijo Giovanna Rao, la directora de la biblioteca, cuando nos encontramo­s en su oficina, una ex celda monástica del claustro–. Nuestra colección de manuscrito­s, que llega a 11.000 artículos, rivaliza con la Biblioteca Británica o la Biblioteca Nacional de Francia, aunque no somos una biblioteca nacional. Y, por supuesto, ninguna otra biblioteca goza de la buena fortuna de haber tenido a Miguel Ángel como arquitecto.”

En Milán, la Biblioteca Ambrosiana comprende una galería de arte, una escuela de y el colegio eclesiásti­co, todos albergados en un edificio neoclásico más bien severo cerca del Duomo. Fue la intención del cardenal Federico Borromeo, quien fundó la Ambrosiana en 1609 y le dio el nombre del santo patrón de la ciudad, que la biblioteca, el museo y las escuelas se integraran y colaborara­n entre sí.

Una colección de manuscrito­s antiguos que rivalizan con los del Vaticano forman parte de la Biblioteca Ambrosiana. La adornada sala de lectura del siglo XVII de la biblioteca, la Sala Federician­a, está incorporad­a al museo, y, a partir de 2009, ha sido usada para exhibir el mayor tesoro de la institució­n: el Codex Atlanticus de Leonardo, una colección de 1119 hojas de dibujos y anotacione­s sobre temas que van de la botánica a la guerra.

Rodeado por los lomos dorados y sepia que flanquean esta sala apacible, y empequeñec­ido por su techo blanco abovedado, me sumergía media hora en los inspirados dibujos de Leonardo de catapultas, puentes flotantes y cañones montados en trípodes.

La única otra obra de arte en la antigua sala de lectura es una naturaleza muerta de Caravaggio: una canasta de fruta ligerament­e carcomida por gusanos con algunas hojas perforadas y marchitas. Las ingeniosas improvisac­iones de un erudito incansable y este austero memento mori de un visionario trastornad­o forman una pareja perfecta que ilustra los extremos del Renacimien­to italiano.

Sólo en Italia, reflexioné, y solo en una biblioteca podía yo estar de pie, solo y sin ser molestado, en el centro de una gran ciudad y mirando al interior de la mente de un genio. © The New York Times

Las biblioteca­s contienen arte, arquitectu­ra e historia, pero sin turistas En ninguna de las visitas nos silenciaro­n o nos dijeron que no tocáramos nada

 ??  ?? La Biblioteca Angelica, en Roma, alberga una de las primeras ediciones de la Divina comedia, de Dante
La Biblioteca Angelica, en Roma, alberga una de las primeras ediciones de la Divina comedia, de Dante
 ??  ?? La entrada a la sala de lectura de la Vallicelli­ana
La entrada a la sala de lectura de la Vallicelli­ana
 ??  ?? Libros y globos terráqueos, en la Casanatens­e
Libros y globos terráqueos, en la Casanatens­e
 ??  ?? El exterior de la Vallicelli­ana, en Roma
El exterior de la Vallicelli­ana, en Roma
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 ??  ?? La majestuosa sala de lectura de la Angelica, en Roma
La majestuosa sala de lectura de la Angelica, en Roma
 ??  ?? Algunos de los libros de la Biblioteca Casanatens­e
Algunos de los libros de la Biblioteca Casanatens­e
 ??  ?? El claustro, en la Medicea Laurenzian­a, en Florencia
El claustro, en la Medicea Laurenzian­a, en Florencia
 ??  ?? La sala de lectura de la Casanatens­e, en Roma
La sala de lectura de la Casanatens­e, en Roma
 ??  ?? La Divina comedia, impecablem­ente preservada
La Divina comedia, impecablem­ente preservada

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