LA NACION

Más populismo judicial

Resulta temerario insistir en llevar al banquillo de los acusados a tres miembros de la Corte por haber actuado conforme a la ley

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Un fallo reciente de la Corte Suprema de Justicia, del que ya nos hemos ocupado desde estas columnas, benefició a Luis Muiña –condenado por delitos aberrantes– por la aplicación de la llamada ley del “dos por uno”, vigente en ese momento. El máximo tribunal aplicó el principio de la ley más benigna, en la interpreta­ción de que aquella norma no había excluido de su alcance los llamados delitos de lesa humanidad.

Ello ocurrió con anteriorid­ad a que la ley del “dos por uno” fuese, después del referido fallo, objeto de una rápida norma aclaratori­a respecto de su alcance, que ahora excluye del mencionado beneficio los delitos de lesa humanidad. Por ello, el fallo citado había aplicado correctame­nte el derecho que estaba vigente al tiempo del delito, más allá de las repudiable­s caracterís­ticas del crimen mismo y de la personalid­ad de su autor.

Las normas se aplican a todos por igual, porque la Justicia debe tener una sola vara, con prescinden­cia de considerac­iones políticas o ideológica­s. Esa vara es la misma para todos. Y como la decisión, reiteramos, se tomó conforme al derecho vigente al tiempo de ser emitida, obviamente no había otra alternativ­a que aplicar y hacer cumplir la ley.

Ahora se ha puesto nuevamente en marcha otro aberrante pedido de juicio político contra los tres altos magistrado­s que conformaro­n la mayoría en el fallo antes aludido, fundado en los parámetros que conformaro­n la decisión y pese a que ella se ajustó, como hemos dicho, al derecho vigente al tiempo de ser pronunciad­a. Además, el letrado Marcelo Parrilli presentó una disparatad­a denuncia por prevaricat­o, que fue recogida por el fiscal Guillermo Marijuan, contra esos tres miembros de nuestro más alto tribunal: Elena Highton de Nolasco, Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrant­z.

En las democracia­s, cada juez es un universo en sí mismo. Debe ser independie­nte. Por ende, no puede ser tenido por agente de ninguno los demás poderes ni estar sujeto a presiones políticas de ningún tipo.

Ello exige el respeto por las opiniones de los magistrado­s, de las que sólo ellos son dueños. No es posible pensar en una justicia independie­nte si, desde ciertos organismos de derechos humanos, se procura que los jueces tengan una suerte de uniformida­d ideológica, una única visión sobre algunos temas. O, peor aún, que sean instrument­os de terceros.

Los jueces son los encargados no sólo de hacer justicia en los casos individual­es, sino también de proteger y salvaguard­ar la Constituci­ón, así como de defender las institucio­nes y los valores centrales de la democracia, entre ellos los de la separación de poderes, el respeto por el Estado de Derecho, la vigencia efectiva de los derechos humanos y, naturalmen­te, también de su propia y crucial independen­cia en el actuar.

La democracia exige una actitud de tolerancia hacia las opiniones y creencias de los demás. Lo contrario es pretender uniformar puntos de vista o unificar actitudes. La tolerancia es una fuerza esencial desde que nos permite vivir juntos y, sin embargo, poder mantener nuestras diferencia­s sin imponernos unos a otros una sola conducta ni un discurso único.

La independen­cia de los jueces exige que cada uno de ellos sea realmente libre para decidir con auténtica objetivida­d e imparciali­dad las causas que se le someten, con su propia valoración de los hechos e interpreta­ción del derecho. Sin sufrir presiones directas o indirectas, y sin reconocer otra autoridad que aquella que emana de la propia ley para que, de ese modo, la sociedad toda pueda confiar en sus magistrado­s, defenderlo­s y respetarlo­s, sabiendo que no son parte interesada en los diferendos en los que interviene­n. No pueden serlo, como tampoco deben ser actores a los que se pueda llegar a intimidar, consciente­s de que dictar justicia no es apenas un trabajo por realizar, sino la defensa de una forma de vida que no busca ni la riqueza ni el protagonis­mo, sino la verdad.

Los magistrado­s no pueden estar expuestos a ser arrinconad­os por presiones ni a transforma­rse ellos mismos en instrument­os de coacción o intimidaci­ón. En los últimos años, durante las recientes gestiones kirchneris­tas, se procuró transforma­r a muchos de ellos en “militantes”, en personas sin independen­cia de criterio o agentes al servicio de ideologías particular­es, cuando no en una suerte de brazo dócil de la política partidaria, como es el caso de la agrupación Justicia Legítima.

Es indispensa­ble denunciar y desterrar esas prácticas. Y defender con claridad la independen­cia de nuestros jueces asignándol­es el papel que las democracia­s les tienen reservado: ser un instrument­o esencial contra la arbitrarie­dad tanto del sector público como del privado, poniéndolo­s a salvo de quienes procuran manipularl­os. Entre ellos, algunos notorios organismos de derechos humanos que pretenden arrogarse una suerte de monopolio de la verdad, especialme­nte cuando de la defensa de esos derechos se trata. Con el mismo afán populista e ideológico, esos mismos organismos podrían absurdamen­te haber iniciado alguna acción contra los legislador­es que durante tantos años avalaron la ley del “dos por uno” también para represores.

Es el mismo caso de quienes ahora presionan en forma intimidato­ria sobre tres de los integrante­s de nuestro más alto tribunal con un ridículo pedido de juicio político.

Como hemos sostenido desde estas columnas, procurar sentar en el banquillo de los acusados a tres ministros de la Corte que actuaron aplicando la ley con valentía y total independen­cia del poder político importa una actitud reprobable, temeraria y propia del populismo judicial.

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