LA NACION

Una memoria de Seru Giran

- Daniel Gigena

Durante los primeros años de la década de 1980, iba muy seguido a recitales de músicos de rock nacional que se organizaba­n en el estadio de Obras Sanitarias, en la Avenida del Libertador. Hacíamos fila horas antes de que el escenario se iluminara y empezara a sonar la música, jamás puntual. Mis padres me dejaban ir aunque todavía no hubiera cumplido los dieciocho años que, en ese entonces, representa­ban una bisagra o el umbral entre el mundo de los jóvenes y el de los adultos. El servicio militar obligatori­o era la “bienvenida” formal a ese mundo. Pero ése es otro tema.

No iba solo a los recitales. En parte podía ir porque iba con dos amigos del barrio un poco más grandes. Los dos, además, se llamaban como yo. Apenas uno de los tres tenía talento para la música, y ése no era yo. Con ellos fui a recitales de León Gieco, de Nito Mestre, de Los Abuelos de la Nada y de Seru Giran, que era nuestra banda favorita y la de todo el mundo que conocía en esos años.

En las tardes que nos parecían vacías, en la vereda o el patio de una casa, habíamos interpreta­do las letras de las canciones de La grasa de

las capitales, de Bicicleta y de Peperina. Si uno de los amigos compraba un casete original, de inmediato lo copiábamos en TDK vírgenes a los que les hacíamos tapas con páginas de revistas viejas y escribíamo­s con marcadores los títulos de las canciones. Después de todo, era fácil entender un lenguaje de metáforas en el país de los eufemismos. “Un río de cabezas aplastadas por el mismo pie/ juegan cricket bajo la luna/ Estamos en la tierra de nadie/ pero es mía/ Los inocentes son los culpables/ dice sus señoría (el rey de espadas)”, cantábamos bajo la sombra de los paraísos.

A la salida de Obras, esas noches después de los recitales, caminábamo­s cansados y eufóricos hasta la parada del 28, que todavía está detrás de la estación Rivadavia del ferrocarri­l Mitre. La ventaja de tomar el colectivo allí era que salía vacío, podíamos viajar sentados y, sentados, conversar durante una hora sobre el concierto, los gestos de Charly García al público desde el piano, la voz de David Lebón, la concentrac­ión de esfinge de Pedro Aznar o la fuerza de los solos de batería de Oscar Moro (del que uno de mis amigos se burlaba).

En una de esas noches, mientras esperábamo­s que por fin se insinuara la luz amarilla del 28 a unas cuadras de distancia, cuatro hombres pasaron dentro de un auto y nos observaron con fijeza. El detalle que todavía recuerdo, como si fuera un desajuste entre la memoria social y la personal, es que no era un Falcon verde sino un Peugeot 504 blanco y reluciente. Al principio nos miraron desde adentro. ¿Qué veían? Quince adolescent­es a lo sumo, con morrales verdes, parches de tela florida en los jeans y miradas desconcert­adas. Era, habrán pensado, la oportunida­d de lucirse. Bajaron con armas en las manos y nos preguntaro­n si no queríamos repetir “el cantito” que habíamos cantado en Obras.

Como captamos que era una pregunta retórica, permanecim­os mudos y aterrados. A dos cuadras de la estación estaba, en esos años, la Escuela de Mecánica de la Armada. Uno de mis amigos, llamado Daniel, dijo al día siguiente que segurament­e le habían hecho lustrar el auto a un soldado (y ésa era la mejor de las hipótesis). ¿De qué canción hablaba el hombre aquel? No se refería a “A los jóvenes de ayer” ni a “Encuentro con el diablo” ni a “Desarma y sangra”. Era una canción de tres versos que entonces se cantaba en todos los recitales y que vaticinaba sin medias tintas el fin de la dictadura militar. No era un ejemplo magistral de la lírica: el cantito fue el primero en que una experienci­a cercana con la cultura popular se unió a la protesta social. Y, mal que les pese a aquellos matones, el cantito tuvo una propiedad profética. Algo más de un año después (los recitales de despedida de Seru Giran fueron el 6 y el 7 de marzo de 1982), la dictadura se acabó y desde entonces la canción dejó de ser la misma.

Después de todo, era fácil entender un lenguaje de metáforas en el país de los eufemismos

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