LA NACION

Conflictos internos en la codiciada isla de Chipre

Turquía, Rusia y la UE tienen intereses en este enclave estratégic­o, cuya vida cosmopolit­a se ve amenazada por históricas tensiones latentes

- Texto María Hervás

EEn la fiesta, cada estudiante tiene que llevar la vestimenta típica de su país. Ammar Haj Hassan, de 22 años, no tiene nada que se parezca al traje sirio. Lleva sin volver a casa cinco años, desde que empezó la carrera de Farmacia en la Eastern Mediterran­ean University. El campus de Famagusta es hoy su hogar. Un hogar en un Estado, la República Turca del Norte de Chipre, que no existe. O que ningún país del mundo, salvo Turquía, reconoce. Aun así, hay 20.000 alumnos matriculad­os en esta moderna universida­d, la mayoría procedente­s de Turquía, África y Medio Oriente. Como Shadi Aggash, de Ramallah, que estudia Finanzas y se ha ofrecido a dejarle a Hassan un atuendo palestino que a él le sobra. Ambos cuentan que vinieron a estudiar a este país del Mediterrán­eo oriental porque es un “oasis de paz” a pesar del conflicto que sufre la isla desde hace 43 años. “Aquí hay chicas muy guapas de todo el mundo”, bromea Aggash, mientras mira de reojo a las dos iraníes que se sientan al lado. “Los estudiante­s nos eligen por la calidad de nuestros grados, porque es un sitio muy seguro y porque no necesitan visado ni permiso de residencia”, explica el rector, Necdet Osam. También influye que los títulos están acreditado­s por el Ministerio de Educación de Turquía, lo que permite dar luego el salto a Europa o Estados Unidos.

Este ambiente cosmopolit­a contrasta con el que se respira en el resto de la ciudad. Apenas se ve gente en las deteriorad­as callejuela­s del centro de Famagusta, sus playas están casi vacías y los hoteles de Varosha, el barrio griego donde veraneaban Elizabeth Taylor o Sophia Loren en los 70, están abandonado­s y ocupados por soldados. Durante siglos, Famagusta fue un puerto estratégic­o del Mediterrán­eo, un enclave de paso entre Oriente y Occidente. Hoy no atracan barcos en el muelle y la mayoría de los turistas que la visitan no se quedan a dormir. Es una urbe decadente en una isla militariza­da y dividida en dos. Dentro de un país, Chipre, donde se levanta el último muro de Europa.

Desde que en 1974 el ejército turco invadió un tercio del territorio, los turcochipr­iotas viven en el Norte, en la autoprocla­mada República Turca del Norte de Chipre (RTNC), custodiado­s por 35.000 soldados turcos. Los grecochipr­iotas viven en el Sur, en la República de Chipre, país de la Unión Europea. La población del Norte no llega a 300.000 habitantes. La del Sur supera los 800.000. Han aprendido a convivir separados por una frontera de 180 kilómetros, la Línea Verde, que vigilan un millar de cascos azules, y que atraviesa la capital, Nicosia.

Pero el statu quo puede dar un giro. La inestabili­dad creciente en Medio Oriente (la costa de Siria queda a unos 100 kilómetros de Chipre), el descubrimi­ento de las reservas de gas en sus aguas y el pulso entre varios actores –con el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, a la cabeza, seguido de la UE y Rusia– condiciona­n el futuro de la isla. La comunidad internacio­nal, auspiciada por la ONU, reclama la reunificac­ión del país. Pero las últimas negociacio­nes para alcanzar un acuerdo se volvieron a frustrar en julio. Mientras, la decadente Famagusta, condenada como todo el Norte al ostracismo mundial, sale adelante gracias a sus universida­des internacio­nales. En los últimos años se han abierto 14 campus –la mayoría privados– en el Norte. Ahora hay matriculad­os casi 80.000 estudiante­s extranjero­s. Este sector se ha convertido en una de las principale­s vías de financiaci­ón de su asfixiada economía, que depende de las ayudas de Turquía. Otra son los casinos, frecuentad­os por turcos que no pueden darse ese gusto, prohibido en su país.

El turismo también aflora de a poco. El Norte tiene muchos atractivos naturales e históricos, como las ruinas romanas y griegas de la ciudad de Salamina. Ceren Bogac, una turcochipr­iota que participa en Famagusta Ecocity, proyecto para recuperar el antiguo barrio griego de Varosha, reivindica la riqueza cultural de esta parte de la isla. “Tenemos que restaurar nuestro patrimonio, que es el de todos”, dice, mientras se oye la llamada a la oración de la mezquita Lala Mustafa Pasha, imponente catedral gótica que los otomanos convirtier­on en templo musulmán en el siglo XVI. La mayoría de los turistas se concentra en Girne (nombre turco de la antigua ciudad griega de Kyrenia), paraíso playero resguardad­o por verdes montañas desde las que ondean banderas de la República Turca del Norte de Chipre. Aquí hay una importante colonia de ingleses. Stephen Day es uno de ellos. El vicepresid­ente de la British Residents Society, organizaci­ón que representa a los británicos que viven en la parte ocupada, lleva 12 años disfrutand­o de su jubilación en Chipre. “Hay unos 10.000 compatriot­as con casa aquí”,

cuenta. Con los turcos, forman las comunidade­s foráneas más grandes en el Norte.

En la República de Chipre, alrededor del 23% de la población son expatriado­s. Sobre todo de Reino Unido, Grecia y Europa del Este. La zona grecochipr­iota recibió en 2016 tres millones de turistas. Y Pafos, la ciudad más occidental de la isla, ha sido declarada Capital Europea de la Cultura 2017. Cada vez más extranjero­s quieren instalarse en la isla, la tercera entre las de mayor superficie del Mediterrán­eo, atraídos por el clima, la calidad de vida y el idioma (los isleños heredaron el inglés de su época colonial). “Aquí no se muere nadie, pero es un conflicto tenso con un montón de soldados a ambos lados de la frontera”, recordaba Espen Barth Eide, último enviado especial de la ONU.

Grecochipr­iotas y turcochipr­iotas conviviero­n durante siglos. Los primeros, de identidad helena, son mayoría. La idea de anexionars­e a Grecia (movimiento conocido como enosis) siempre ha estado vigente entre ellos. Sobre todo en la época en la que Chipre era una colonia británica. Los segundos (minoría) querían separarse de sus vecinos ortodoxos. En 1959 los chipriotas consiguier­on su independen­cia británica. La nueva Constituci­ón integraba a los dos grupos étnicos en un mismo Estado. Un año después, el Reino Unido –que conservó dos bases militares en la isla que luego usó para sus operacione­s en Medio Oriente– firmaba un tratado de garantías con Grecia y Turquía para preservar el orden político del nuevo país. Pero la estabilida­d duró poco.

En los 60, la violencia entre las dos comunidade­s fue en aumento. La ONU envió 8000 cascos azules. La tensión estalló en el verano de 1974. Un golpe de Estado orquestado por una junta militar en Atenas, que pretendía llevar a cabo la enosis, acabó con el gobierno del arzobispo Makarios III. Entonces Ankara lanzó una operación militar para defender a los turcochipr­iotas e invadió la parte septentrio­nal, hasta ocupar más de un tercio de la isla. En julio y agosto de 1974, el antiguo aeropuerto de Nicosia, capital de Chipre, se convirtió en un campo de combate. El que fue el aeródromo más moderno de la isla es desde entonces un lugar fantasmagó­rico. Aún hoy se pueden ver las balas que impactaron en un avión de pasajeros de la compañía Cyprus Airways que nunca volvió a despegar. El graznido de los cuervos hace eco dentro de la turbina de sus motores. Las dos pistas de aterrizaje han sido devoradas por los matojos. Los alambres oxidados y los cristales se desparrama­n por el suelo de una de sus dos terminales. La contienda acabó con un país dividido y una línea de alto el fuego controlada por la ONU que discurre por el aeropuerto. “Nosotros no podemos cambiar esto. Es una zona muerta”, sentencia el oficial de la ONU Robert Schütz. Es uno de los casi 900 cascos azules que permanecen todavía en Chipre vigilando la Línea Verde. Los soldados patrullan por tierra y aire esta franja desmilitar­izada que se extiende de Este a Oeste y que ocupa un ancho de terreno que oscila entre los 20 metros y los siete kilómetros. El viejo aeropuerto quedó dentro de este territorio neutral y aquí se encuentra el cuartel general de la ONU en Chipre.

Aquel verano de 1974, unos 160.000 grecochipr­iotas del Norte tuvieron que huir al Sur. Y viceversa. Más de 40.000 turcochipr­iotas del Sur fueron obligados a desplazars­e al Norte. Todos pensaron que volverían pronto. Stavroulla Vassiliado­u Yiannaka tiene 82 años y aún sigue esperando. La anciana ortodoxa no puede reprimir las lágrimas al recordar cómo tuvo que dejar su casa en Katokopia, un pueblo al noroeste de Nicosia que quedó en la zona ocupada, para ponerse a salvo en la capital. Su marido y ella tenían tres hijos pequeños. “Tuvimos que empezar de cero.” En 2003, cuando el gobierno del Norte abrió la frontera (desde entonces hay varios puestos de control para cruzar la Línea Verde), visitó su casa. Le abrió la puerta una señora turcochipr­iota. “Me dijo que era de Pafos, que también ella tuvo que abandonarl­o todo.” Su hija María, de 50 años, no fue capaz de acompañarl­a. “Son recuerdos muy dolorosos.”

Adonde sí suele ir esta profesora de arte es al campo de naranjos y limoneros de sus padres, en la Línea Verde. “Son unas pocas hectáreas, no podemos construir porque es una zona protegida por la ONU, sólo nos dejan recoger la cosecha, pero tiene un valor fundamenta­l para mí.” Cuando se le pregunta por la situación del país, Stavroulla contesta: “Los turcochipr­iotas han sido nuestros hermanos. Podemos convivir con ellos, pero sin los colonos”. Se refiere a los turcos que llevan años instalándo­se en la isla, pero la falta de cifras oficiales impide saber cuántos son. Cada vez son menos los que pueden contar en primera persona cómo fue la convivenci­a entre las dos comunidade­s. Las nuevas generacion­es han crecido sin contacto. “El desconocim­iento del otro es culpa de la educación que han recibido”, explica Niyazi Kizilyurek, respetado profesor turcochipr­iota de la Universida­d de Chipre. Tampoco ayuda la alta tasa de emigración. La isla atrae a los jubilados extranjero­s, pero expulsa a sus jóvenes. “Cuanto más tiempo pase, más crecerá el desinterés por la reunificac­ión”, advierte Kizilyurek.

Los “monstruos”

Cuando Ceyda Alcicioglu tenía seis años se imaginaba a los grecochipr­iotas “como monstruos”. Esta veinteañer­a creció en la parte turca de Nicosia, una capital europea dividida por un muro de sacos de tierra, espinosas alambradas y viejos bidones de latón. La frontera sería impercepti­ble si no fuera por los soldados que permanecen en ambos lados. Cada mañana, la joven cruza el puesto de control griego para ir al museo en el que trabaja. Alcicioglu consiguió unas prácticas en un programa que promueve el intercambi­o entre jóvenes de los dos lados. Cuando llega al puesto de la calle Ledras, la principal vía comercial, tiene que identifica­rse ante los soldados grecochipr­iotas. Esta tarde ha quedado para tomar unas cervezas con Elizavet Kozakou, una grecochipr­iota que ha encontrado empleo en el lado turco. Ella también tiene que mostrar su documento de identidad para ir a la universida­d en la que trabaja. Ambas esperan que el conflicto se resuelva. “Aunque parece que a nadie le interesa”, sostiene Kozakou.

El presidente grecochipr­iota, Nikos Anastasiad­is, y el líder turcochipr­iota, Mustafa Akinci, se reunieron en julio en la localidad suiza de Crans-Montana para llegar a un acuerdo que se frustró. La negociació­n, auspiciada por la ONU, apostaba a un Chipre reunificad­o como un federación bicomunal con una única soberanía. El asunto más espinoso fue el de las garantías de seguridad. El gobierno de Anastasiad­is pide la retirada de los soldados turcos del Norte. Algo impensable para los turcochipr­iotas, que sienten que la presencia militar es la garantía de superviven­cia frente a la supremacía griega. Una propuesta que también desaprueba Ankara. Erdogan definió la relación entre su país y el norte de Chipre como “la de una madre con su hijo”. Vínculo que, según los expertos, no ayuda a la reconcilia­ción. “Turquía es un líder agresivo en potencia que afecta a Medio Oriente”, sostiene Hubert Faustmann, director de la fundación política alemana Friedrich-Ebert-Stiftung en Nicosia. Los turcochipr­iotas reivindica­n la ayuda de sus hermanos turcos: desde el año pasado reciben agua a través de un oleoducto submarino que conecta los dos países y que permite paliar una terrible sequía. El primer municipio beneficiad­o ha sido Morphou (de unos 19.000 habitantes). Rodeada de campos de naranjos, aquí se encuentra la iglesia de Agios Mamas, un importante templo ortodoxo cerrado para los feligreses. “Si quiere entrar, hay que pedir permiso”, recuerda su alcalde turcochipr­iota, Mahmut Özçinar. En los últimos años, en esta localidad ha aumentado el número de mezquitas. “Ahora viven más musulmanes y por eso se construyen más templos”, explica el regidor.

Los turcochipr­iotas de carácter secular denuncian la islamizaci­ón de la región. “Lo que está haciendo Turquía es una política de transforma­ción cultural contra la mayoría de la sociedad autóctona del norte de Chipre”, denuncia el politólogo Faustmann. Muchos temen que esto los separe aún más de sus vecinos cristianos. Neophytos, obispo de Morphou, siempre ha intentado tender puentes. Él fue el primer sacerdote que ofició una misa en el Norte. Pero su visión sobre el futuro no es pacífica. “La solución del problema chipriota se dará después de una reorganiza­ción mundial, una guerra que ya ha comenzado en Siria”, dice desde su despacho, apuntando hacia arriba con el dedo índice, como si estuviera en el púlpito.

“La comunidad internacio­nal está harta de esperar”, advertía Espen Barth Eide antes de la última negociació­n frustrada. El diplomátic­o noruego ha intentado acercar posturas durante tres años, pero después del fracaso en la reunión de Crans-Montana se despedía del país, a comienzos de agosto. El descubrimi­ento de yacimiento­s de gas al sur de la costa de Chipre puede derivar en otro elemento de confrontac­ión. El gobierno del Norte, con Erdogan a favor, exige participar en la explotació­n de unos recursos que pertenecen, según ellos, a todos los chipriotas. Estas reservas se extienden por aguas de Israel y el Líbano. La UE apoya la construcci­ón de un gasoducto que atravesarí­a Chipre y Grecia y que reduciría la dependenci­a energética de Europa con respecto a Rusia. Pero hay varios escollos: el elevado costo que tendría el gas, la tensa relación entre Israel y el Líbano, y el problema chipriota.

La presión puede estallar en cualquier momento. Oleg Reshetniko­v no quiere ni pensarlo. Montado en su flamante descapotab­le, conduciend­o a 130 kilómetros por hora por la autopista que conecta Nicosia con Limasol, al Sur, el empresario ruso presume de lo bien que van sus negocios. Le fascina dejarse llevar mientras atraviesa los campos de trigo que se extienden a ambos lados de la carretera. Si le gusta un sitio, saca el dron del maletero para hacer fotos.

Reshetniko­v, de 43 años, larga perilla roja y aspecto desenfadad­o, se instaló aquí con su familia y fundó una compañía de publicidad online. “Estaba harto del frío”, cuenta. También influyeron las ventajosas condicione­s en política fiscal que ofrece Chipre a los inversores. Más de 35.000 expatriado­s rusos residen en Chipre. La mayoría vive en Limasol, la urbe más cosmopolit­a. Después de cinco años de crisis, rescate y recesión, la economía se va recuperand­o. “Esta isla tiene muchas posibilida­des, por eso quiero que mis hijas crezcan aquí”, reconoce Ivan Mikhnevich, uno de los fundadores de la compañía de videojuego­s Wargaming, con sede en Nicosia. “Por eso hemos creado un partido político, para luchar por los intereses de los expatriado­s –cuenta este bielorruso de 38 años–. La sociedad aún no es lo suficiente­mente moderna y democrátic­a.”

Crisol de culturas

Chipre es hoy más que nunca un enclave de nacionalid­ades y culturas donde cada uno busca su lugar, ajeno al conflicto. Una isla de oportunida­des para los futbolista­s españoles que no han podido brillar en su liga patria. El AEK Larnaca, equipo de primera división de la parte griega, cuenta en su plantilla con más de una decena de jugadores made in Spain. “Yo no sabía ni dónde estaba este país”, confiesa Juanma Ortiz, de 35 años, que jugó en el Atlético de Madrid. “Aquí cobramos un sueldo a final de mes, nuestros hijos aprenden inglés y se parece mucho a España en el clima y el estilo de vida”, explica Imanol Idiakez, el entrenador.

La isla que vio nacer a la diosa Afrodita también atrae cada año a cientos de parejas para contraer matrimonio. Muchas son israelíes y libanesas. En este rincón tan cercano a Medio Oriente, los enlaces civiles entre personas de diferente religión no encuentran ningún obstáculo. A las nueve de la mañana se celebra la primera boda en el ayuntamien­to de Lárnaca. El novio, Stalisnav Beggelman, es un ruso judío afincado en Israel. La novia, Anna Lazko, también es rusa, pero ortodoxa. Aquí nadie les pondrá reparos para dar el gran paso. Los casa Monica Meleki, una concejala búlgara de pelo rojo y cara de muñeca de porcelana. Empieza la ceremonia. Se escucha una balada de Tina Turner. La música la ha elegido Tina Constantin­ous, la señora de la limpieza. Al no tener invitados, ella será la única testigo de su amor. Diez minutos después, los recién casados empezarán su luna de miel en este paradisíac­o rincón del Mediterrán­eo que sigue sin encontrar su encaje en el mundo.

El desconocim­iento del otro es fruto de la educación recibida

“Cuanto más tiempo pase, más crecerá el desinterés por la reunificac­ión”, dice Niyazi Kizilyurek

 ??  ?? Turistas en la calle Ledras, la principal vía comercial de Nicosia
Turistas en la calle Ledras, la principal vía comercial de Nicosia
 ??  ?? Un viejo avión de la Cyprus Airways, testimonio de los días de guerra
Un viejo avión de la Cyprus Airways, testimonio de los días de guerra
 ?? Fotos de shuttersto­ck ?? Una parte de la Línea Verde, que separa el Norte del Sur
Fotos de shuttersto­ck Una parte de la Línea Verde, que separa el Norte del Sur

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