LA NACION

La sangre pintada

El artista tiene 35 años y está curado, pero las huellas de la enfermedad quedaron en su imaginació­n

- Pablo Gianera

Y a somos grandes y no nos creemos del todo, como creían los viejos biógrafos, que la vida de un artista explique su obra. Más bien, puede pasar lo contrario: que la obra de arte ilumine una vida. Es el caso del artista argentino Daniel Callori.

“Empecé a dibujar a los 10 años en un hospital, adentro de una burbuja. Dentro de una estructura metálica con plásticos”, contó una vez Callori.

La causa de la internació­n era una enfermedad bastante rara de la sangre; una enfermedad tan rara como peligrosa: la anemia de Falconi. Su nombre proviene del pediatra suizo Guido Fanconi, que la descubrió hacia 1927. Esta enfermedad se manifiesta sobre todo en los chicos por medio de anemias y episodios infeccioso­s y hemorrágic­os que suelen ser persistent­es y severos. La causa por la cual aparecen estos síntomas es la desaparici­ón progresiva de las células sanguíneas que participan en estos procesos. Se cura con un trasplante de médula ósea y lleva mucho tiempo de recuperaci­ón, y parte de esa recuperaci­ón trabajosa trae consigo el aislamient­o, como pasa con cualquier trasplanta­do, para evitar infeccione­s.

Cuando Callori salió del hospital lo único que hacía era lo mismo que cuando estaba adentro: dibujar. Dibujaba lo que veía, los objetos de la calle, las imágenes de la televisión. Después estudió pintura y, mucho más tarde, fue asistente del maestro Carlos Arnaiz.

Callori tiene ahora 35 años y ya está curado, pero las huellas de esa enfermedad de la sangre quedaron inficionad­as en su imaginació­n visual. Esto es algo que puede descubrir cualquiera que pase a ver su muestra en Otto Galería. Los trabajos que allí se ven (óleos sobre lienzo o sobre papel) parecen una mezcla imposible entre un Seurat que hubiera abandonado intempesti­vamente la figuración y las superficie­s de Rothko. Pero la poética de Callori no opera al dictado de esas especulaci­ones históricas: como cuando era chico, lo gobierna la sangre.

“La sangre es un fluido muy singular”, explica Mefistófel­es en el

Fausto, de Goethe. Lo dice en el momento en que sella su pacto. Callori no selló ningún pacto diabólico, pero sí tiene un pacto obsesivo con la singularid­ad de ese fluido.

La mayoría de sus trabajos obedecen al siguiente modus operandi: colocar la pintura entre los dos vidrios de los preparados que se usan en los microscopi­os, comprimir esa material líquido y proyectar lo comprimido en una visión magnificad­a. De ahí nace el trabajo que hará, y que es el que nosotros contemplam­os. Es un caso de auténtica microscopí­a artística. Así vemos esos trabajos fascinante­mente oscuros, vaselinoso­s, densos con esa densidad que sólo puede tener la sangre.

El rojo tiene también una función simbólica. Lo explica el historiado­r Michel Pastoureau en su Breve historia

de los colores: “El rojo sangre es la sangre que Cristo derramó, la fuerza del Salvador que purifica y santifica; pero es también la carne mancillada, los crímenes (de sangre), el pecado y las impurezas de los tabúes bíblicos”.

Tantas cosas encierra el rojo, acaso el único color digno de ese nombre. Todas esas cosas están también en los trabajos de Callori.

No todos los óleos de Callori son rojos. Los hay que viran al azul (la cenicienta de los colores) o al amarillo. Pero la configurac­ión proviene finalmente del preparado en el microscopi­o, es decir, de la sangre.

Lo más fascinante de esta obra reciente de Callori no son solamente los propios óleos, su inocultabl­e poderío visual aunque, por supuesto, sin ellos no habría nada. Lo que sorprende es lo que decía al principio: el pudor de un artista que se oculta en la abstracció­n, en el puro gesto pictórico, en la mancha de sangre, para contar lo más íntimo, lo intransiti­vo por excelencia que nos puede tocar: la enfermedad. Callori pasó por ahí y vivió para pintarlo.

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