Extravío al que salvan las voces
Desde que la nueva dirección del teatro Colón decidió dar de baja, por razones que nunca terminaron de aclararse, la puesta de sofia Coppola que se había anunciado previamente, se veía que La Traviata de esta temporada venía en falsa escuadra. No existía ninguna garantía de que la régie de Coppola resultara consistente, pero ya sabíamos lo que era la de Franco Zeffirelli: una visión ochentista, estática, con un amaneramiento detallista que hace equilibrio en el linde entre la belleza de época y el kitsch liso y llano. puede ser que la estilización sea preferible al Eurotrash, pero ese consuelo no basta para disimular que la puesta de Zeffirelli envejeció mal (o nació vieja) y que tiene ahora nivel outlet.
por su lado, el director evelino pidò es un auténtico experto en el repertorio italiano. Ninguno de sus énfasis (ni siquiera los más subrepticios) le es ajeno. pero una cosa es el belcantismo de donizetti y otra el de verdi, y tampoco es evidente que semejante especialización sea ventajosa (el caso de Carlos Kleiber alcanzaría para probarlo; claro que no hubo cosa que Kleiber no hiciera bien). Ya desde el preludio, se notaron las intenciones de pidò al frente de la estable: una inflexión dramática sin atenuantes, como si lo que se ve en escena no fuera sino una exteriorización del drama interiorizado en la música. en ocasiones, sin embargo (el aria de Germont del segundo acto o en el número gitano), el dramatismo se le fue de las manos y arrebató el refinamiento tímbrico de la escritura verdiana, anticipación indisimulable de la de su madurez.
si un punto fuerte tiene esta Traviata son las voces. el Alfredo de saimir pirgu es de una pieza, con bellísimo color, melodismo noble y emisión de acero. No se quedaron atrás Fabián veloz, que hizo un Giorgio Germont formidable, que supo reflejar todas las transiciones imaginables que van de la autoridad a la compasión, ni daniela ratti (Annina), santiago burgi (Gastone) y el Coro estable. en todo caso, no hay Traviata sin una violetta a la altura del drama. La albanesa ermonela Jaho no tiene una de esas voces grandes, que tienden a imponerse, pero su timbre es hermoso y fue de menor a mayor. durante todo el primer acto sonó apocada y abusó del vibrato. pero el segundo acto, y sobre todo el tercero, resultaron antológicos. el vibrato mutó en insinuación de morbidez, y todo el extravío de la inminencia de la muerte tuvo en su voz y en su cuerpo una intimidad y una crispación que erizó la piel como el grito del final.