LA NACION

Bienvenido, septiembre

- Por Víctor Hugo Ghitta

Sucede cada septiembre, cuando el cuerpo empieza a dar señales de bienestar, los músculos del rostro se distienden, abrimos los brazos al cielo y nos oímos reír sin ninguna razón, envueltos en una brisa ligera e incitante al abrigo de las tibiezas del primer sol de la primavera. porque ocurre que el sol de septiembre no es ya el mismo, no es aquel más crudo que nos cobijó de las crueldades del invierno, como tampoco es el mismo el cielo, más límpido y más puro, sobre todo en cuanto nos alejamos del corazón malsano de la ciudad, en las orillas del río que se pueblan de gente, familias enteras con sus niños excitados por las libertades que les regala el parque donde huelen ya algunas flores, jóvenes que se mueven de manera insinuante al vaivén de cierta música caribeña, parejas de amantes que se prodigan cariño y ternura, algunas agazapadas a la sombra de un árbol en busca de una complicida­d que les permita hurgar sin culpa otros atrevimien­tos.

sucede cada septiembre que olvidamos por un instante todas las derrotas, en la ilusión de que las últimas heridas que nos ha infligido el invierno terminarán de cicatrizar y las cosas habrán de recomenzar de otro modo. no hay un mes que traiga más esperanzas que septiembre. en cuanto está por regresar a nuestras vidas, nos paramos frente a él como lo hacemos ante una piscina: tocamos el agua con la punta del pie para corroborar que la temperatur­a sea la adecuada y entonces sí, nos damos ese chapuzón inaugural.

Hay algo hermosamen­te extraño en las orillas del río durante la mañana. el parque está casi desnudo, se ve tan sólo a algunos paseantes o a quienes van a seguir con disciplina sus rutinas deportivas. en ese instante del día es un paraje solitario, pero no se siente el agobio de la soledad, sino la tensión de esos momentos en que sabemos –o creemos saber, esa forma imprecisa del deseo– que algo está por ocurrir. tendido en el césped, si levanto la vista del libro que estoy leyendo, posándola en la línea del horizonte, al otro lado del río aparece la costa, tan lejana y tan próxima, apenas una bruma algunas mañanas destemplad­as o lluviosas, pero no hoy, porque hoy el sol reverbera con su insolente majestuosi­dad y entonces la delgada línea del horizonte puede antojársem­e tan bonita como la unión de los labios en la boca de una mujer.

esa calma en la vasta soledad del parque está llena de promesas. Las primeras horas de la mañana a mi gusto se parecen a la infancia. Aun aquellas personas que vivieron horas difíciles durante la infancia suelen añorarla y darían lo que no tienen si pudiesen regresar tan sólo por un instante a ellas, y ese sentimient­o cobra a veces una potencia que lo vuelve casi incomprens­ible.

pero sucede que –salvo casos de gravedad extrema, desde luego– siempre deseamos volver a la infancia no tan sólo para revivir los momentos en que hemos sido felices o reencontra­rnos con una persona querida que ya no está entre nosotros, sino también porque en ese ayer temprano de nuestras vidas todo estaba aún por suceder. Éramos niños y soñábamos con el porvenir sabiendo que todo aún podía suceder, del mismo modo en que todo podía ocurrir en los libros de aventuras y, sobre todo, en nuestra imaginació­n ávida y afiebrada.

el futuro es cada vez más delgado, pero sucede cada septiembre que miramos el mañana con una ilusión que creíamos haber perdido, un poco como ocurre los 31 de diciembre, cuyo duelo por aquellas cosas que no hemos conseguido o por las pérdidas que hemos sufrido se esfuma apenas suenan las campanadas de las doce y, envueltos en el griterío de los niños exaltados que nos rodean, brindamos por el tiempo que vendrá con una esperanza nueva y un poco ciega.

pero qué sería de nosotros si no nos moviera esa ilusión algo infantil y sin embargo tan imprescind­ible para nuestras vidas si no nos empeñásemo­s en dejar atrás todos los desencanto­s y las amarguras animándono­s a soñar otra vez el futuro con la misma fe con que lo hemos hecho tantas veces, aunque después hayamos sentido que naufragába­mos, cómo darle la espalda a ese impulso que de pronto nos asalta cuando creíamos que todo estaba perdido y el porvenir se había agrisado para siempre en el invierno de nuestras vidas, cómo no mirar a los ojos de ese mañana e ir por él, una vez más, ahora que agosto nos ha dejado y sentimos el llamado de septiembre.

Cómo darle la espalda a ese impulso que de pronto nos asalta cuando creíamos que todo estaba perdido

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