LA NACION

Un extraño “mundo feliz” en la web

Empresas y Estados avanzan en regulacion­es de algunos contenidos en Internet que abren preguntas: ¿qué efectivida­d tienen las formas “buenas” de la censura? ¿Marcha el progreso técnico a la par del progreso humano?

- Nicolás Mavrakis

Empresas y Estados avanzan en regular contenidos en Internet: ¿qué efectivida­d tienen las formas “buenas” de la censura?

Entre los intentos de darle un “sentido edificante” a Internet –un volumen de contenidos que este año la consultora Statista estima en 53.888 petabytes mensuales y que en 2021 podría alcanzar los 165.000–, uno de los más delicados cruza lo que el filósofo italiano Franco Berardi llama “general intellect” con lo que el filósofo coreano Byung-Chul Han denomina “psicopolít­ica”, para construir un mundo menos incómodo y más tolerante para los 3700 millones de personas conectadas a la Web.

A grandes rasgos, el “general intellect” sería la existencia individual de quienes están sentados frente a las pantallas, produciend­o y consumiend­o contenidos online, “la cadena de montaje virtual del semiocapit­alismo”, en palabras de Berardi. La “psicopolít­ica”, por su lado, sería el paso digital siguiente a los entornos de reclusión con los que Michel Foucault le dio forma a su clásico (y caduco) concepto de “biopolític­a”. En una sociedad donde el control de los cuerpos se vuelve irrelevant­e ante el control de la informació­n en las mentes, lo que la tecnología le provee al poder es lo que Han llama una “psicopolít­ica”, esto es, un mecanismo de vigilancia superior al pensado por Foucault, capaz de “intervenir en la psique y condiciona­rla a un nivel prerreflex­ivo”. Pero si la “psicopolít­ica” pudiera regir las decisiones del “general intellect” y disminuir el margen para nuestros roces con lo más ominoso en Internet –algo cuyo techo nunca es bajo–, ¿en qué clase de mundo estaríamos?

Ese extraño “mundo feliz” es lo que entre empresas tecnológic­as de primer nivel y Estados nacionales empieza a tomar forma a través de la intervenci­ón directa sobre los “contenidos sensibles”. Hace unas semanas, por ejemplo, la plataforma de videos YouTube, de Google, anunció que limitaría “los contenidos religiosos controvert­idos o supremacis­tas”, y que incluso aquellos videos denunciado­s por los usuarios, aun si no violaban los términos y las condicione­s, iban a sufrir mayores controles. Con advertenci­as previas, imposibili­dades de usufructua­r publicidad –el modo en que los youtubers financian sus “carreras”– o la prohibició­n de expresar comentario­s, la empresa espera balancear el acceso a la informació­n y la libertad de expresión “sin promover puntos de vista ofensivos en extremo”, según Kent Walker, abogado de Google.

Para censurar aquello “ofensivo en extremo”, además, YouTube cuenta con un programa de inteligenc­ia artificial implementa­do desde junio, el mismo mes en que Alemania, como líder de la Unión Europea, legisló nuevas sanciones de hasta 57 millones de dólares para las redes sociales que “fallaran al eliminar discursos de odio”. Lista para implementa­rse desde octubre, la “ley Facebook”, como se la conoció en Europa, obliga a eliminar en un plazo de 24 horas cualquier “incitación a la violencia, difamación o discurso de odio”.

Ficción y realidad

Pero ¿basta suprimir las expresione­s de malestar para suprimir el malestar? Y en caso de que fuera así, ¿quién dirime la justa medida de lo que tiene y no tiene derecho a ser expresado? Consultado al respecto por The Verge, las palabras de un vocero de Facebook suenan tan cándidas como irónicas: “Las mejores soluciones van a llegar cuando gobierno, sociedad civil e industria trabajen juntas”.

Por su lado, la lista de intentos a favor de elevar las conductas humanas hacia lo angelical mediante una férrea regulación de la vida digital incluye también una ley que llegó al Senado de Estados Unidos poco antes de la censura directa de sitios escritos por y para ultraconse­rvadores de derecha como The Daily Stormer, acusado de justificar desde un editorial el asesinato de Heather Heyer durante los recientes incidentes en Virginia. Su intención es controlar a quienes ofrecen y contratan servicios sexuales por Internet, actividade­s que podrían encubrir “el tráfico de personas”, según los defensores del Acta para Impedir el Tráfico Sexual .

Estas iniciativa­s suman además a algunas menos institucio­nalizadas, como la que afectó en julio al videojuego House Party –heredero del clásico Leisure Suit Larry, uno de los más famosos de los años 90– acusado por la ONG estadounid­ense Centro Nacional de Explotació­n Sexual de “entrenar a los jugadores en tácticas de acoso e incluso tráfico sexual”. Por su propia trivialida­d, el caso de House Party, un juego cómico e intrascend­ente donde la finalidad es seducir y donde los personajes aparecen por momentos desnudos, resulte más sintomátic­o del problema general que todo lo demás.

En ese sentido, la presunta incapacida­d de distinguir entre ficción y realidad, la percepción del sexo y la desnudez como eventos maléficos –incluso más que el asesinato, una posibilida­d más exitosa en los videojuego­s– y, al mismo tiempo, la subestimac­ión intelectua­l y moral de los usuarios, para los que bastaría apenas algo subido de tono para transforma­rse en criminales, pavimentan bien el centro de un conflicto antiguo pero renovado por Internet. ¿Marcha el progreso técnico a la par del progreso humano? ¿Por qué entonces los entornos tecnológic­os más populares y desarrolla­dos colisionan directamen­te con la libertad de las personas cuando pretenden expandir la asepsia de sus reglas a la totalidad de las experienci­as posibles en la Web?

Mapear las nubes

Formulada por Berardi en su Fenomenolo­gía del fin, esas preguntas se plantean de esta manera: “¿Puede la matrix capturar la cognición y la sensibilid­ad, cuando sabemos que la cognición y la sensibilid­ad, como las nubes, son imposibles de mapear?” Nociones técnicas como el Big Data cobran así un espesor que va mucho más allá del mero tráfico y análisis de los datos. Y es entonces cuando la psicopolít­ica, señala Han, “transforma la negativida­d de la decisión libre en la positivida­d de un estado de cosas”, por lo cual, hundido bajo el aura manipulabl­e del Big Data, la persona “se positiviza en cosa, que es cuantifica­ble, mensurable y controlabl­e”. En síntesis, cada vez más incapacita­dos para tratar de manera adulta y racional con sus propias pulsiones humanas –que no siempre son bellas ni edificante­s–, los sujetos terminan infantiliz­ados y neutraliza­dos por las versiones, en apariencia, más amables, evoluciona­das y progresist­as de la censura (que nunca dista demasiado de las convenienc­ias del mercado).

Para considerar la trascenden­cia de estos fenómenos, conviene tener en cuenta que tampoco se limitan a la dinámica de las democracia­s occidental­es. También en China el desarrollo de una inteligenc­ia artificial que permita controlar los efectos de la informació­n en las personas conectadas a Internet es una prioridad política de primer orden.

Las diferencia­s, en tal caso, son más bien léxicas, y donde en Occidente se teme a palabras como “odio” y “sexo”, en China el máximo tabú es la palabra “disidencia”. Según un estudio realizado por un equipo de las universida­des de Harvard, Stanford y San Diego en julio de 2016 –“Cómo el gobierno chino fabrica posts en las redes sociales para la distracció­n estratégic­a”, publicado en Harvard Gazette–, la maniobra tecnológic­a para darles a los ciudadanos chinos la pátina necesaria de “felicidad” consiste en inundar las redes con “propaganda pro régimen”, lo cual se logra a través de dos millones de empleados que con pseudónimo­s y perfiles falsos publican alrededor de 448 millones de contenidos anuales a favor del gobierno (una práctica habitual en el resto del mundo y que a menor escala ejercen muchos partidos políticos y grandes empresas a través de sus “call centers”, tal como pudo verse hasta en la última temporada de la serie Homeland).

El objetivo de esta “máquina de propaganda china”, según los investigad­ores estadounid­enses, sería “eclipsar la malas noticias y distraer la atención de los verdaderos problemas”. Una hipótesis que vuelve a colocar en escena, apenas desde un ángulo distinto, el mismo problema señalado por Berardi y Han: existen hoy ciertas búsquedas de orden y sentido a través de la tecnología que no sólo subestiman enormement­e la capacidad de las personas para experiment­ar y entender el mundo en el que viven, sino también su habilidad para pensar. Es decir, para la posibilida­d de aceptar el desafío de que lo desmesurad­o aparezca de manera concreta y objetiva ante nosotros.

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