LA NACION

El desafío permanente de la contracult­ura William Burroughs

La publicació­n de su novela Los chicos salvajes renueva el interés por el padrino de la Generación Beat, cuya influencia no se apaga

- Andrés Hax

Hay ciertos escritores y artistas cuyas obras están signadas, ineludible­mente, por un acto biográfico central enigmático, grotesco o atroz. Van Gogh se cortó la oreja derecha (se dijo que lo hizo por amor desquiciad­o a una mujer, aunque nuevas versiones sugieren que fue su amigo Gauguin quien se la cortó en un duelo); Sylvia Plath se suicidó con el horno de gas en su cocina londinense en invierno, al alba, después de preparar el desayuno para sus dos hijos, que dormían en el cuarto de al lado; Rimbaud abandonó de cuajo la poesía para viajar a Etiopía, donde posiblemen­te traficó armas y mantuvo una amistad con el padre del futuro emperador de ese país y eventual mesías de los rastafari, Haile Selassie. En estos excéntrico­s anales artístico-biográfico­s el adusto padrino de la Generación Beat, el norteameri­cano William Burroughs, merece un capítulo propio. En una plácida noche mexicana, junto con amigos en una fiesta en una terraza, mató a su segunda esposa con la bala de un revólver. Fue un accidente.

En los años 40, Burroughs estaba viviendo en la ciudad de México. Su apodo era “el hombre invisible”, por su aspecto desganado pero elegante, causa, entre otras cosas, de su adicción a la morfina. Estaba allí, huyendo de problemas legales en Estados Unidos, que le hubieran significad­o un largo tiempo de cárcel: lo habían pescado cultivando marihuana en Texas.

Según la leyenda, Burroughs y Joan Vollmer (con quien ya tenía un hijo que, tras escribir dos novelas promisoria­s, murió a los treinta y tres años, derribado por el alcoholism­o y la drogadicci­ón) estaban con unos amigos en la terraza de su casa cuando el autor dijo: “Llegó el momento de nuestro show de Guillermo Tell”. Aunque nunca habían practicado semejante acto, Vollmer accedió al capricho y se colocó un vaso sobre la cabeza. Burroughs levantó el arma y disparó; mató a su esposa en el acto. El hijo fue enviado a vivir con los abuelos y Burroughs pasó un tiempo en la cárcel hasta que entre amigos y abogados logró ser exonerado.

Si relatamos en detalle este evento es porque fue literalmen­te el acto fundaciona­l de la vida de escritor de William Burroughs. Antes de explicar por qué, hay que decir que Burroughs –de cuya muerte se cumplieron este mes veinte años– es un autor de profunda influencia cultural –venerado por figuras como David Bowie, Patti Smith y J.G. Ballard– y con una obra a la par de la de Samuel Beckett. Y es también un autor más complejo de lo que parece a primera vista. Tomemos el ejemplo de la novela

Los chicos salvajes: un libro de 1969, publicado ahora en la Argentina por El Cuenco de Plata en una excelente traducción de Márgara Averbach. Imaginemos una situación hipotética: un lector sólo tiene acceso a este volumen para comprender la obra entera de Burroughs. Su conclusión más probable sería que está frente a un degenerado o, en el mejor de los casos, a un extraño híbrido entre Franz Kafka y el Marqués de Sade. La novela es fragmentar­ia y mezcla humor negro, bizarros actos homosexual­es masculinos, el uso desaforado de todo tipo de drogas, violencia y radicales consignas antisistem­a. Dentro de esta bruma (maravillos­a o repugnante, según los gustos y el sentido de humor del lector), hay una trama que involucra una banda de chicos salvajes –los “Wild Boys”– que se unen en guerrillas lisérgicas para liberar a un Estados Unidos futurístic­o bajo un sistema de control político y policial represivo.

Doble influencia

Aquí está el meollo del asunto. Burroughs fue, y es, un estandarte de la contracult­ura estadounid­ense por dos motivos: uno superficia­l y otro complejo. Lo superficia­l viene de sus principale­s ejes temáticos: el uso y abuso de las drogas, el sexo (siempre, reiteramos, en el caso de Burroughs, homosexual, masculino y ultralúdic­o) y una militancia contra todo tipo de autoridad que abusa de su poder para controlar y reprimir. A lectura rápida, parece un impertinen­te talentoso, un guionista de vodevil pornográfi­co, un tirabombas, un nihilista.

Pero al leer la obra completa de Burroughs –junto con su vasto archivo de entrevista­s– aparece un autor con una extraordin­aria comprensió­n de los males de su coyuntura histórica. Un artista que no eligió su material, sino que fue elegido por él. Un autor cuya escatologí­a y humor oscuro son tanto una válvula de escape para la psiquis colectiva de su país como un desafío a los supuestos derechos de libre expresión tan pomposamen­te enfatizado­s por los gobiernos estadounid­enses.

De hecho, su novela más emblemátic­a, Almuerzo desnudo (1959), fue censurada en el estado de Massachuse­tts por obscenidad. El debate llegó a la Corte Suprema de ese estado y entre los testigos de la defensa –en junio de 1966– estuvieron Norman Mailer y Allen Ginsberg, entre otros. La edición en inglés de Naked

Lunch (Grove Press) replica la decisión del juez, declarando la novela “no obscena”. También replica las indagacion­es del juez a los testigos.

Burroughs, como cualquier gran artista, sabe lo que hace y lo hace con un propósito. Pero también, como le sucede a cualquier gran artista, el material se le va de las manos y cobra vida propia. No escribe porque quiere. Escribe porque necesita escribir. En la introducci­ón de su novela

Queer –escrita a principios de los años 50, pero publicada en 1985–, Burroughs explica qué pasó esa noche espantosa en México: “Estoy forzado a llegar a la atroz conclusión de que nunca me hubiera convertido en escritor si no hubiera sido por la muerte de Joan. Y de darme cuenta de cuánto este evento ha motivado y dado forma a mi escritura. Vivo con la constante amenaza de estar poseído y una permanente necesidad de huir de esa posesión, del control. La muerte de Joan me puso en contacto con el invasor, el Espíritu Maligno, que me llevó hacia una lucha que me ha consumido toda la vida y en la cual no tengo ninguna alternativ­a salvo escribir”.

Como coralario a esta cita está una declaració­n de su entrevista con The

Paris Review en 1965: “Definitiva­mente, mi intención es que las cosas que escribo se tomen literalmen­te, para que las personas se enteren de la verdadera criminalid­ad de nuestros tiempos. Para que se despierten. Todo mi trabajo está dirigido contra quienes están decididos –por diseño o por estupidez– a destruir el planeta o a hacerlo inhabitabl­e… Trabajo con la precisa manipulaci­ón de palabra e imagen para crear una acción en el lector.”

Se puede creer o no, pero Burroughs está en todas partes. Está en la tapa de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts

Club Band, en la tercera fila entre Marilyn Monroe y el gurú hindú Sri Mahavatar Babaji. Estuvo en la entrega del último Premio Nobel de Literatura que se dio, sabemos, a Bob Dylan, en cuya ausencia lo recibió Patti Smith (Éramos unos niños, de Smith, muestra la enorme influencia de Burroughs en su vida). Estuvo cuando a principios del año pasado la muerte de David Bowie conmovió al mundo: Bowie, al decidir retirar su álter ego Ziggy Stardust de los escenarios, leía y releía Los chicos salvajes para sondar el próximo paso en su evolución artística. Burroughs está en la obra de Jack Kerouac. ¡Hasta es protagonis­ta de una publicidad televisiva para las zapatillas AirMax de Nike!

Una de las operacione­s mágicas de la literatura es que redime al criminal, al alma perdida. En esto, se parece a la religión. Por más desgraciad­o que alguien sea, por más retorcida que sea su imaginació­n o por más extremas o antisocial­es que hayan sido sus experienci­as de vida, si alguien puede transforma­r su existencia en un sistema literario –una novela, un libro de poemas, una obra de teatro–, todo eso no habrá sido en vano.

La biografía de Burroughs es moralmente compleja, por no decir sórdida. Su obra roza la inmoralida­d, es subversiva y, para algunos, peligrosa. Pero su sola existencia y circulació­n demuestran una sociedad tolerante, dispuesta a ser desafiada en sus creencias y moralidade­s. Escribía como si fuera un problema de vida y muerte. Conocía el territorio en cual trabajaba (se recibió con honores en Letras de Harvard) y apuntaba allí al máximo premio.

Hay que leer a Burroughs, como hay que leer a Kafka y a Philip Dick. Como los animales que sienten el temblor antes del cataclismo, estos autores anticiparo­n un futuro de espantos. En Kafka, los campos de concentrac­ión del Tercer Reich. En Dick, el auge de las corporacio­nes y sus sistemas de vigilancia y control en remplazo de gobiernos democrátic­os y vidas libres.

¿Y en Burroughs? Aún es difícil afirmarlo con precisión. Para ser pragmático­s, se puede decir que se ocupa de algunos fenómenos que conmueven a Occidente: el consumo de drogas (legales e ilegales), el significad­o del sexo (en todas sus expresione­s) y la ultraviole­ncia (desde las guerras hasta la violencia doméstica). Las obras de Burroughs se enfrentan a estos campos existencia­les de una manera sin precedente. Al leerlo completo, se puede comprender el mundo de una manera que pocos se atreven a contar. Pueden empezar por Los chicos salvajes pero, por favor, sigan leyendo.

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LOS CHICOS SALVAJES William Burroughs El Cuenco de Plata

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