El espacio que ocupan los cuerpos
Una novela sobre la sutil trama que urden las relaciones familiares, y la obra de un artista que hace percibir lo invisible
Asimple vista, puede parecer que en la primera novela de Carolina Esses, Un
buen judío (Bajo la Luna) la religión es la gran protagonista; sin embargo –y como suele ocurrir apenas se hunde un poco el escalpelo en cualquier conflicto familiar– se advierte que la fricción religiosa es sólo el síntoma superficial de un desajuste mucho más profundo y vital entre los personajes de esta historia.
La anécdota que desencadena la trama es sencilla y trágica. El día que Hernán y Anita se casan por Iglesia, horas antes de la ceremonia, Elías Faur, padre el novio, es internado para una operación urgente pero que no reviste gravedad. La pareja decide suspender el casamiento pero Elías los convence de que sigan adelante. Cuando promedia la fiesta llega la noticia: el padre de Hernán salió bien de la intervención pero, por razones que los médicos no alcanzan a comprender, entró en coma. Desde ese momento, la sala de espera del sanatorio se convierte en el epicentro del drama familiar, que reverbera también en las casas de parientes y amigos. A partir de ese nudo devana Esses los hilos que, desde el pasado, tramaron el complicado presente de sus criaturas.
De a poco, afloran tensiones ocultas, deudas pendientes, insatisfacciones calladas. Hernán se debate entre su herencia judía por parte de padre y la nueva vida junto a su mujer, hija de una familia argentina tradicional y católica. Ella, a su vez, tolera mal que su matrimonio haya comenzado de un modo tan traumático, que la expone, además, a la indiferencia o el destrato de los hermanos de Hernán: Martín y Natalia, hijos de Elías y su primera esposa –judía, como corresponde, según Natalia–, a la que abandonó para casarse con la madre de Hernán. Por su parte, Martín carga con el remordimiento de haber querido distanciarse del fracaso de su padre en la tienda del Once, para recorrer un camino propio, laico y en Puerto Madero; mientras que Natalia, abrazada a la fe de un modo cerril, pretende curar, con exceso de celo filial, la herida que le infligió a Elías cuando dejó de hablarle para castigarlo por su segundo matrimonio.
La autora trabaja con hondura y sutileza los efectos que la enfermedad del viejo patriarca causa sobre estas cuatro vidas, puestas entre paréntesis como la del propio Faur, suspendidas por una levedad ilusoria, como la de esos copos de nieve que caen sobre Buenos Aires en una rara jornada del invierno más extraño.
** * Los herederos del pintor y escultor Julián Althabe (1911-1975) han publicado De la doble visión a la cuarta dimensión, un hermoso libro que reúne magníficas imágenes de la obra del artista, junto con artículos de especialistas y del propio Althabe, que analizan el sustento teórico de su trabajo.
En la nota preliminar, Nelly Perazzo da el contexto histórico en el que se forjaron las inquietudes estéticas de Althabe, vinculadas siempre al conocimiento científico en el terreno de la óptica, la percepción, las geometrías no euclidianas y lo que consideraba las formas sensibles del espacio-tiempo. Sobre esto, el plástico da algunas claves de lo que se puede apreciar en sus pinturas y en sus esculturas: “La gama del color es lo que hace sensible al plano. Paralelamente los hilos de alambre en el espacio incorpóreo lo hacen sensible por el juego infinito de la diafanidad máxima a la máxima densidad”. El libro ofrece así la gratificante experiencia de alternar la lectura teórica con la observación de las piezas concebidas por Althabe, de bella y límpida precisión, que por momentos recuerdan a algunas creaciones de su admirado Alexander Calder.