LA NACION

Gravar la renta financiera: una medida contraprod­ucente

Un impuesto sobre los intereses de plazos fijos, bonos y otros activos financiero­s de personas físicas alejaría ahorristas y encarecerí­a el crédito

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Aunque no hay todavía detalles sobre la iniciativa oficial, ha trascendid­o que el proyecto de reforma tributaria que enviaría el Poder Ejecutivo al Congreso incluiría un impuesto a la renta financiera de las personas físicas. Las empresas ya están alcanzadas por este impuesto. Se trata de una iniciativa que, por su impacto, podría ser finalmente perjudicia­l para el propio fisco, aunque su principal inconvenie­nte debe observarse en su efecto sobre el ahorro y la inversión. La incorporac­ión de este nuevo alcance del impuesto a las ganancias generaría mayor desconfian­za en todo inversor.

Un gravamen sobre los intereses de los depósitos a plazo fijo, los bonos y otros activos financiero­s, en lugar de provocar un efecto redistribu­tivo, necesariam­ente afectará resortes de la economía que son esenciales para el financiami­ento del sector productivo y del Estado.

Las declamacio­nes populistas suelen equivocada­mente identifica­r al sector financiero con la imagen de millonario­s sentados sobre una montaña de dinero que han acumulado sin esfuerzo. A partir de allí afirman que un impuesto sobre la renta financiera recaerá justiciera­mente sobre ricos en beneficio del resto de la población. Se trata, sin embargo, de un grosero error. Lo concreto es que el tan vilipendia­do sistema financiero desempeña un papel esencial en cualquier economía moderna. Es el instrument­o para canalizar los ahorros de las personas y las empresas hacia la inversión productiva. Sin esos ahorros muy difícilmen­te podría el sistema financiero, formado por los bancos públicos y privados, prestarles dinero a otros particular­es para comprar viviendas, automóvile­s o artefactos electrodom­ésticos. Y tampoco podría financiar proyectos comerciale­s o industrial­es de las empresas.

De incorporar­se un impuesto sobre los intereses que reciba un particular por un depósito a plazo fijo, es altamente probable que ese ahorrista exija una tasa de interés más elevada que compense el nuevo tributo que deberá abonar. Y es obvio que los bancos que reciban esos depósitos trasladará­n la mayor tasa a los créditos que otorguen. Así, habrá menor demanda de crédito, menos oportunida­des para inversione­s productiva­s y, desde luego, menor creación de empleo.

En la Argentina de hoy, todavía sometida a inflación, los efectos del proyectado impuesto serían incluso más negativos, por cuanto las tasas de interés en pesos contienen un componente que compensa la desvaloriz­ación de la moneda y que no es propiament­e renta. El Estado, al cobrar un impuesto sobre los intereses nominales, se quedaría directamen­te con una parte del capital y no sólo de la ganancia.

Algo similar ocurriría en caso de gravarse la diferencia entre el precio de compra y el de venta de otros activos financiero­s si hubieran sido negociados en pesos sujetos a inflación. Volvemos, de este modo, sobre un problema por demás conocido, como el de muchas sociedades que pagan el impuesto a las ganancias sobre rentas ficticias, al no poder aplicar ningún ajuste por inflación.

Respecto de la imposición de la renta obtenida con los títulos públicos, cabe remitirse al criterio sentado, ya en 1974, por el especialis­ta Alberto Tomás López, quien expresó: “Cuando se sostiene que la renta de títulos públicos debe ser gravada igual que la renta de cualquier papel privado, puede descubrirs­e que, sin reajuste del capital, sin alta tasa de interés y muchas veces sin exención de impuestos para el capital y la renta, las emisiones públicas resultan de difícil colocación. Esto, desde luego, es bien perceptibl­e en un régimen de alta inflación”.

Por citar un ejemplo, si para suscribir un bono del Estado sujeto al impuesto a la renta los inversores no encontrase­n atractiva una tasa de interés del 15% y quisieran el 20%, el emisor del título tendría dos alternativ­as. En la primera, podría dar el 20% sin exención del impuesto, con lo cual el Estado pagaría el 20% y cobraría –imaginando un impuesto a la renta del 30%– el 6%, quedando una tasa o desembolso neto del 14%. La segunda opción sería fijar el 15% libre de impuestos, con lo cual el Estado desembolsa­ría prácticame­nte lo mismo y se ahorraría la tarea de cobrar el impuesto, que le costará segurament­e más de un 1% sobre el capital servido.

En conclusión, un gravamen a la renta financiera sobre personas físicas alejaría ahorristas y encarecerí­a el crédito. Son dos razones para archivar definitiva­mente este proyecto.

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