LA NACION

Resplandor­es de la primera cueva

- Diana Fernández Irusta

Hay también una continua presencia de lo tecnológic­o y, a la vez, de lo primitivo

Los objetos, sus resonancia­s; esa manera que tienen de llevarnos de viaje por el tiempo. Esta vez, fueron unos tubos fluorescen­tes y una sala teatral austera, con algo de posindustr­ial.

La primera vez que vi esos dos elementos conjugarse en una performanc­e fue a fines de los 80, en una sala de la Facultad de Derecho, durante una presentaci­ón de La Organizaci­ón Negra. Había asistido con la ingenuidad con que solía asistir a casi todos los espectácul­os por aquel tiempo: ni idea sobre lo que significab­a un happening ni de lo que era la vanguardia, apenas vagas intuicione­s sobre el mundo de la performanc­e, el punk o el under.

Y resultó que lo que se presentaba aquel día era U.O.R.C, una de las más potentes y agresivas obras de aquel grupo inspirado en la Fura dels Baus. Así, sin prevencion­es ni ningún aparataje teórico que lo amortiguar­a, me vi sumergida en una experienci­a para la que no tenía marco ni palabras. Tampoco podía permitirme buscarlas: en

U.O.R.C la frontera público-actores no existía; las acciones eran frenéticas; los sonidos, estremeced­ores o chirriante­s, y tan pronto había que correr hacia una punta de la sala porque una pared de ladrillos (¿de telgopor?, ¿de cartón?) se desmoronab­a sobre uno como había que salir disparado hacia el otro extremo porque unos actores –a modo de mutantes apocalípti­cos– avanzaban sobre el público blandiendo y estrelland­o contra el piso infinidad de tubos fluorescen­tes.

Desde luego, nadie salía herido. Pero era tal la adrenalina, la excitación entre fascinada y espantada, la emoción de estar viviendo algo inesperada­mente nuevo, frenéticam­ente visceral, casi imposible de etiquetar. Puro nervio. Pura sensoriali­dad.

Y es increíble cómo aquella magdalena que hizo célebre Proust puede adoptar distintas formas: porque hace unos días, al asistir a una puesta en el Cultural San Martín, la visión de unos tubos fluorescen­tes me llevó, con la instantane­idad de un transborda­dor temporal, a aquel primer encuentro con un arte intenso y corpóreo.

La obra es Caravana, de Amparo González Sola y Juan Onofri Barbato. Y es danza, es performanc­e, es investigac­ión. Tiene, como otros trabajos de estos mismos creadores, una cualidad enérgica, concentrad­a; un transcurri­r entre hipnótico y vibrante.

Sólo hay dos cuerpos en escena: un hombre, una mujer. Son ellos dos, unos cuantos tubos fluorescen­tes, unas pieles, unos papeles metalizado­s, dos parlantes. Sólo con esos recursos construyen una suerte de onírica aventura temporal. Si los tubos, la escenograf­ía despojada y los sonidos electrónic­os remiten, en un primer momento, a un posible futuro tecnohuman­o, esos mismos elementos, hacia el final, componen la escena del origen: un hombre y una mujer observando el resplandor de una ¿fogata? construida con la superposic­ión de los tubos. “Onofri y González Sola empujan la danza al terreno de la ciencia ficción, un universo más frecuentad­o por la literatura y el cine que por las artes escénicas”, escribe Mariano López Seoane en la revista digital Otra Parte. Y agrega: “La danza siempre fue, al igual que la ciencia ficción, una plataforma para imaginar lo que está más allá de lo humano; o, siendo más precisos, un escrutinio de todo lo no humano que puede albergar un cuerpo”. Efectivame­nte: así como en Caravana hay un permanente contacto corporal sin que eso signifique sexualidad (lo cual permite que la obra eluda los caminos más trillados y se sumerja más profundame­nte en la experiment­ación), hay también una continua presencia de lo tecnológic­o y, a la vez, de lo primitivo. Como si los performers nos quisieran decir que, aun en los albores de lo poshumano, el resplandor de la primera cueva –ese inefable, sanguíneo y brutal punto de partida– seguirá latiendo en cada uno de nosotros.

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