Resplandores de la primera cueva
Hay también una continua presencia de lo tecnológico y, a la vez, de lo primitivo
Los objetos, sus resonancias; esa manera que tienen de llevarnos de viaje por el tiempo. Esta vez, fueron unos tubos fluorescentes y una sala teatral austera, con algo de posindustrial.
La primera vez que vi esos dos elementos conjugarse en una performance fue a fines de los 80, en una sala de la Facultad de Derecho, durante una presentación de La Organización Negra. Había asistido con la ingenuidad con que solía asistir a casi todos los espectáculos por aquel tiempo: ni idea sobre lo que significaba un happening ni de lo que era la vanguardia, apenas vagas intuiciones sobre el mundo de la performance, el punk o el under.
Y resultó que lo que se presentaba aquel día era U.O.R.C, una de las más potentes y agresivas obras de aquel grupo inspirado en la Fura dels Baus. Así, sin prevenciones ni ningún aparataje teórico que lo amortiguara, me vi sumergida en una experiencia para la que no tenía marco ni palabras. Tampoco podía permitirme buscarlas: en
U.O.R.C la frontera público-actores no existía; las acciones eran frenéticas; los sonidos, estremecedores o chirriantes, y tan pronto había que correr hacia una punta de la sala porque una pared de ladrillos (¿de telgopor?, ¿de cartón?) se desmoronaba sobre uno como había que salir disparado hacia el otro extremo porque unos actores –a modo de mutantes apocalípticos– avanzaban sobre el público blandiendo y estrellando contra el piso infinidad de tubos fluorescentes.
Desde luego, nadie salía herido. Pero era tal la adrenalina, la excitación entre fascinada y espantada, la emoción de estar viviendo algo inesperadamente nuevo, frenéticamente visceral, casi imposible de etiquetar. Puro nervio. Pura sensorialidad.
Y es increíble cómo aquella magdalena que hizo célebre Proust puede adoptar distintas formas: porque hace unos días, al asistir a una puesta en el Cultural San Martín, la visión de unos tubos fluorescentes me llevó, con la instantaneidad de un transbordador temporal, a aquel primer encuentro con un arte intenso y corpóreo.
La obra es Caravana, de Amparo González Sola y Juan Onofri Barbato. Y es danza, es performance, es investigación. Tiene, como otros trabajos de estos mismos creadores, una cualidad enérgica, concentrada; un transcurrir entre hipnótico y vibrante.
Sólo hay dos cuerpos en escena: un hombre, una mujer. Son ellos dos, unos cuantos tubos fluorescentes, unas pieles, unos papeles metalizados, dos parlantes. Sólo con esos recursos construyen una suerte de onírica aventura temporal. Si los tubos, la escenografía despojada y los sonidos electrónicos remiten, en un primer momento, a un posible futuro tecnohumano, esos mismos elementos, hacia el final, componen la escena del origen: un hombre y una mujer observando el resplandor de una ¿fogata? construida con la superposición de los tubos. “Onofri y González Sola empujan la danza al terreno de la ciencia ficción, un universo más frecuentado por la literatura y el cine que por las artes escénicas”, escribe Mariano López Seoane en la revista digital Otra Parte. Y agrega: “La danza siempre fue, al igual que la ciencia ficción, una plataforma para imaginar lo que está más allá de lo humano; o, siendo más precisos, un escrutinio de todo lo no humano que puede albergar un cuerpo”. Efectivamente: así como en Caravana hay un permanente contacto corporal sin que eso signifique sexualidad (lo cual permite que la obra eluda los caminos más trillados y se sumerja más profundamente en la experimentación), hay también una continua presencia de lo tecnológico y, a la vez, de lo primitivo. Como si los performers nos quisieran decir que, aun en los albores de lo poshumano, el resplandor de la primera cueva –ese inefable, sanguíneo y brutal punto de partida– seguirá latiendo en cada uno de nosotros.