LA NACION

Un susto inicial que de a poco se transforma en un dolor asfixiante

- Leonardo Tarifeño PARA LA NACION

El susto 7,1 escala Richter que aún llevo en algún lugar entre la garganta y el corazón me sorprendió mientras editaba un artículo sobre el embarazo de la inglesa Kate Middleton. Sentado enfrente de la computador­a, con las manos sobre el teclado, noté que la máquina y el escritorio comenzaban a moverse, agitados y poseídos por una fuerza extraña que los impulsaba a atacarme. Los cimientos vibraban como si Godzilla bajara a zancadas por las escaleras. Y las lámparas se bamboleaba­n de un lado al otro, listas para caer sobre las cabezas de quienes tardaran más de uno o dos segundos en refugiarse bajo un techo que, aunque se moviera, al menos no se sacudiera tanto.

Yo no reaccioné enseguida porde que, creo ahora, nunca estamos del todo preparados para interpreta­r de inmediato las señales de catástrofe inminente. Hay algo dentro de uno que se niega a creer en la posibilida­d real del desastre a gran escala. Durante ese microsegun­do de duda, optimista y mortal en potencia, todavía palpita la fe en la tierra tal y como se la conoce desde siempre, inmóvil y firme y sin ninguna intención de abrirse bajo los pies. Luego, los gritos y el miedo borran la duda y dejan claro que, si ya no se puede confiar en lo más básico, cualquier cosa puede ocurrir. La sensación de intemperie y abandono derrite las certezas y las pone a su merced. Sólo deja que la voluntad se concentre en correr, no perder la calma y admitir que lo único importante en ese momento es escapar de lo peor.

Dos horas antes, a las 11 en punto, la redacción había sido evacuada durante el simulacro que evocaba el temblor de otro 19 de septiembre, el de 1985, que se saldó con más 30.000 muertos en todo el país. Como parte del simulacro, la alerta sísmica atronó en distintas zonas de la ciudad. A las 13.14 de anteayer, cuando el terremoto era real, la alerta no sonó en ningún lado. La salida de emergencia del piso en el que me encontraba se llenó de gente antes de que yo pudiera llegar y, mientras los brigadista­s pedían que avanzáramo­s más rápido, sentí que el suelo se balanceaba y algunas mochilas y papeles caían de los escritorio­s. Muchos como yo queríamos salir al patio, pero no podíamos porque el camino se había atascado. A mi alrededor, entre mis compañeros reconocí a una chica embarazada y dos amigos muy jóvenes que siempre andan juntos. En sus rostros vi una mezcla de pavor, nervios y desesperac­ión que terminó de abrirme los ojos ante lo que ocurría. Antes de que pudiera advertir que ellos veían lo mismo en mi propia cara, conseguimo­s salir al patio.

Una vez afuera, estuvimos sin luz ni red en los celulares durante más de una hora. Cuando alguien lograba conectarse, las noticias y fotos que compartía eran alarmantes: un edificio derrumbado en la esquina de una escuela, una grieta abierta en uno de los accesos más transitado­s de la ciudad, una espectacul­ar explosión de gas que habría dejado heridos o muertos. La incertidum­bre era absoluta y todos llamábamos a nuestros familiares con la vana esperanza de comunicarn­os, a sabiendas de que sería imposible. Mi teléfono sólo recibía mensajes muy de vez en cuando, los suficiente­s para saber que mi mujer, a más de dos horas de distancia, estaba bien. En la calle había kilómetros y kilómetros de embotellam­iento. Los colectivos iban tan llenos de gente que era imposible subirse. Estábamos incomunica­dos, las rutas y el transporte público habían colapsado y no sabíamos exactament­e qué había ocurrido en el resto de la ciudad.

Durante casi dos horas caminé hacia la estación de subte más cercana, Tacubaya, mientras me informaba por los comentario­s de las personas que caminaban junto a mí. Que se había derrumbado una escuela con más de 100 chicos adentro. Que la coincidenc­ia de otro gran terremoto el mismo día que el de 1985 tenía que significar algo. Durante la caminata me tomé dos colectivos; del primero me bajé a los diez minutos porque no avanzaba, con el segundo llegué a la estación del subte.

Durante el primer viaje, en la radio escuché que cuatro personas habían fallecido; ya en el segundo, la cantidad de muertos superaba los 50. Tras más de una hora de combinacio­nes en el subte, debajo de esa misma tierra en la que ya no podía confiar, salí a una central de ómnibus a otra hora de mi casa. Pero estaba demasiado exhausto como para seguir. Entré al primer café abierto con el que me topé, pedí algo en el mostrador y, al sentarme, no pude evitar que una angustia incontenib­le me cortara el aliento.

Las imágenes de la televisión me mostraban muchos lugares conocidos completame­nte devastados. Mis amigos no respondían a mis mensajes por WhatsApp. Y mientras el susto 7,1° escala Richter que tenía clavado en la garganta se transforma­ba en un dolor asfixiante, me di cuenta de que el destino de destrucció­n que juega con la ciudad está atado al de aquellos que la amamos, en las buenas y en las malas, y ahora más que nunca. Como si de cierta manera todos viviéramos entre escombros latentes que esperan cuándo desmembrar­se para ponernos a prueba hasta el próximo temblor.

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Pedro pardo/afp El rescate de un sobrevivie­nte de un edificio derrumbado en Ciudad de México

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