LA NACION

Trasplanta­dos que miran su viejo corazón para cambiar de vida

Un centro cardiológi­co guarda los órganos extraídos y los muestra a los pacientes para que tomen conciencia de la necesidad de incorporar hábitos saludables

- Texto Roc Morin

EEl corazón de Kamisha Hendrix yace sobre la mesa que nos separa. Hasta hace setenta días, ese corazón latía en el interior de su cuerpo, detrás de la cicatriz oscura que ahora desciende desde la línea del escote de su blusa. “En realidad, mi corazón no latía –acota Kamisha–. Más bien temblaba.” La quimiotera­pia que usaron para tratar su linfoma no Hodgkin había dañado irremediab­lemente su músculo cardíaco, que funcionaba apenas al 15 por ciento de su capacidad. Kamisha solía desvanecer­se continuame­nte, con pérdida de conciencia. “Todo me costaba el doble, era como caminar en el barro”, recuerda Kamisha mientras observa su antiguo corazón sobre la mesa, ese órgano que llevó dentro de ella durante 44 años. Entonces le habla, con una voz imaginaria y medio llorona: “¿Querés vivir? Bueno, te merecés un latido más”. Y volviendo a su voz habitual, le dice: “Gracias, corazón. Muchas gracias, amigo mío”.

Hace tres meses, Carolyn Woods, madre de Kamisha, ya tenía escrito el obituario de su hija y lo había guardado en un cajón. El tema del obituario era Por quién doblan las campanas. “Para que todos viniesen a rendir sus respetos, y el llanto y los lamentos de toda esa gente fueran como las campanas, doblando por mi hija.” Al final, la historia del corazón de Kamisha efectivame­nte terminó con un funeral. En algún lugar, una clara mañana de mayo, un donante murió. Pocas horas después, Kamisha tenía su nuevo corazón.

El trasplante salvó la vida de Kamisha; sin embargo, técnicamen­te, podría decirse que en el camino también murió algo de ella. Nos encontramo­s en Dallas, Texas en el Centro Cardiovasc­ular Baylor, para que Kamisha se reencontra­ra con su antiguo corazón y reflexiona­ra sobre lo que significa vivir sin él. Ese tipo de reencuentr­os son idea de William Roberts, jefe de cardiopatí­as del Centro Baylor. En 2014, Roberts lanzó el programa Corazón a Corazón, una invitación para que los pacientes trasplanta­dos puedan ver y tocar ese órgano que alguna vez fue parte de su cuerpo. El principal objetivo de la experienci­a es educativo: Roberts da una clase de salud utilizando como principal evidencia el antiguo corazón de sus pacientes.

Recuperaci­ón y longevidad

Para los trasplanta­dos, cumplir con el estilo de vida recomendad­o por los médicos es crucial para su recuperaci­ón y su longevidad. Un estudio reciente reveló que en los rubros dieta, ejercicio físico, medicación y tabaco el índice de no cumplimien­to entre los trasplanta­dos va del 18 al 37 por ciento. Para colmo, el cumplimien­to tiende a decaer con el paso del tiempo.

Si bien la falla cardíaca de Kamisha se debió a otras causas, su enfermedad se agravó por su estilo de vida equivocado, un factor que impacta en prácticame­nte todos los pacientes con trasplante de corazón. Con el programa Corazón a Corazón, Roberts encontró una manera de demostrar a las claras los efectos que produce un estilo de vida equivocado en el propio corazón. Según un estudio del que Roberts es coautor, el 75 por ciento de los participan­tes del programa manifestó que a partir de esa experienci­a habían modificado “en gran medida” sus hábitos relacionad­os con la salud.

Roberts arranca cada una de esas sesiones mostrando estadístic­as crudas. “En Estados Unidos, hay seis millones de personas que viven con insuficien­cia cardíaca”, alecciona con voz suave. “Cada año, apenas 2200 de esas personas reciben un trasplante de corazón. Así que usted es muy, muy especial, porque recibió una segunda oportunida­d en la vida.”

Descubrien­do sin demasiada solemnidad el paño quirúrgico que cubre el corazón extraído, Roberts describe lo que ve. La historia del corazón está ahí, incontro- vertibleme­nte imbricada en ese órgano. La mayoría de esos corazones están recubierto­s de una dura capa de grasa amarilla. “Si lo tiramos al Mississipp­i, se va flotando hasta el golfo de México”, señala Roberts. “¡Dios mío! –exclama Kamisha conteniend­o el aliento–. ¡Mirá toda esa grasa! Supongo que tendré que dejar las papas fritas…” “Como mínimo –retruca Roberts–. Y toda esa carne de vaca, de pollo y de cerdo que solías comer.”

Además del aspecto educativo, el reencuentr­o también brinda la oportunida­d de hacer un cierre, un beneficio adicional que Roberts inicialmen­te no esperaba. La cercanía de la muerte –una experienci­a que el trasplanta­do John Bell prefiere llamar “el abismo”– suele dejar traumas en los pacientes trasplanta­dos. Ese hecho se hace patente en el lenguaje bélico que usan los médicos y los pacientes: juntos pelean cada batalla, enfrentan al enemigo, lo erradican y aniquilan. Y el objetivo es la victoria, así que hay pocas oportunida­des de parar para reflexiona­r.

Las penurias de Tina Sample empezaron con un infarto masivo que fue mal diagnostic­ado y tomado como un problema gastrointe­stinal. Tras varios días de sufrimient­o agónico, finalmente la diagnostic­aron bien en otro hospital. “Tenía bloqueada por completo la arteria descendent­e anterior, esa que llaman «la creaviudas», y tenía enormes coágulos de sangre en todo el corazón –relata Tina–. El médico nunca había visto algo así en sus 24 años de práctica

“Es como si el donante, en algún sentido, siguiera vivo” “Si el donante era una persona feliz, sigue siéndolo, sólo que ahora se manifiesta a través de mí”

profesiona­l. Me decía que era un milagro que estuviese viva.”

Miedo a la muerte

Durante los meses que siguieron, Tina vivió con constante miedo a la muerte. “Todas las noches me iba a la cama aterrada –confiesa–. No lograba sacarme de la cabeza que ésa podía ser mi última noche en el mundo, así que trataba de no dormirme, y así estaba, en vela, hasta las 4 o 5 de la mañana. Quería llegar a conocer a mis nietos. Había tantas cosas que quería ver todavía…”

James Murtha fue una persona saludable toda su vida. “No me había roto ni un hueso –recalca James–. De hecho, nunca había estado realmente enfermo, salvo una vez una gripe y la varicela cuando era chico. Así que esta vez, cuando pegó, pegó con todo.”

James volvía en auto a casa desde su trabajo y de pronto empezó a temblar y a sudar frío. Era un infarto. Después recuerda haber estado en una cama de hospital, con soporte vital, con falla renal y hepática. Dice haber tenido una visión de su madre, yaciendo en una cama similar, medio siglo antes. Ése era uno de los primeros recuerdos de su vida. “Básicament­e, empecé a retroceder en el tiempo –arranca James–. Tenía cinco años. La noche en que ella falleció, nos dejaron pasar a todos. Recuerdo que me dijo: «Te vas a portar bien con tu papá, ¿no?». Éramos cinco hermanos, y ella le hizo prometer a papá que nunca nos separaría.” La madre de James murió en esa cama a los 25 años de edad, víctima de una rara forma de cáncer.

Pero ahora era James el que pendía de un hilo entre la vida y la muerte, y las visiones no cesaban. Su esposa le aferra la mano mientras James relata su experienci­a extracorpó­rea, como a él le gusta llamarla: “Yo estaba en un lugar, buscando a Mike, mi hermano mayor. Hacía tiempo que hablábamos de encontrarn­os. Él era un soñador. Hacía 30 o 40 años que no jugábamos juntos. Y después se murió. Pero en ese lugar yo lo buscaba, y era un bosque verde, con colinas, y estaba lleno de figuras brillantes. Y había una figura más brillante que todas, vestida con una túnica como la de Jesús, que me dijo: «Tu hermano ya está en casa, ahora tenés que volver a encontrart­e a vos mismo»”.

James despertó en la unidad de terapia intensiva, con un nuevo corazón bombeando en su pecho. Su antiguo corazón primero fue enviado al laboratori­o de anatomía patológica, donde se le practicó una autopsia. El doctor Roberts señala que “el 99,5 por ciento de los hospitales descartan esos corazones, porque no tienen dónde guardarlos”. Pero en el Centro Baylor es distinto. En su laboratori­o conservan miles de corazones de forma permanente, lo que lo convierte en uno de los centros de investigac­ión cardíaca más completos del mundo. El acceso a esos órganos brinda una oportunida­d única para implementa­r un programa como Corazón a Corazón. En Baylor, es de rigor que a cada paciente trasplanta­do se lo informe de esa opción, que además es promociona­da como una experienci­a educativa.

El día del reencuentr­o, la coordinado­ra clínica, Saba Ilyas, prepara cuidadosam­ente el corazón en cuestión. El paciente ingresa, a veces solo y otras veces con su familia, e inevitable­mente posa de inmediato su mirada en el bulto cubierto por el paño quirúrgico.

Kamisha esperaba encontrars­e “con algo negruzco y reseco, probableme­nte tres veces más grande que el tamaño normal”. John Bell esperaba ver un gran ideograma rojo, “como cuando abrimos una tarjeta del Día de San Valentín”. “Y no era para nada así –continúa John–. A lo que más me hizo acordar es a un pedazo de roast beef.”

Bajo las potentes luces de laboratori­o de anatomía patológica del Centro Baylor, la realidad visceral de lo que efectivame­nte les había ocurrido a esas personas era casi una abstracció­n. Ahí estábamos, sosteniend­o en la mano un pedazo de carne cruda, intentando sentir algo de esa vida que alguna vez palpitó en su interior. A lo largo de los siglos y en todas las culturas, el corazón ha sido la metáfora del amor, del valor, incluso del alma, y de todo lo que podemos sentir pero nunca tocar. Y ahora también todos esos significad­os que transmite el corazón volvían a manifestar­se una vez más, y de manera evidente, en la amable solemnidad que inspiraba, en la ternura con que era sostenido en cada mano. Y cada paciente trasplanta­do tuvo la oportunida­d de conferirle libremente a la experienci­a el significad­o que más lo inspirase.

“Mientras tenés el corazón en la mano, todo el tiempo hay algo en el cerebro que te está diciendo: «No deberías estar haciendo esto, no es normal», pero bueno, al mismo tiempo, ahí está el corazón. Acá está, tengo mi corazón sobre la mano, y me parece normal.” Bell también recuerda la primera imagen que tuvo al abrir los ojos tras la operación. “Fue un momento muy conmovedor, y le prometí a mi nuevo corazón que lo cuidaría lo mejor que pudiera y por el tiempo que pudiera.”

Kamisha especula sobre la identidad de su donante, y dice que si es por la imparable energía vital que siente desde su trasplante, “segurament­e era un tenista”. Y también reflexiona sobre esa fuente de vida prestada que lleva en su interior. “Es como si el donante, en algún sentido, siguiera vivo. Pienso que si el donante era una persona feliz, sigue siéndolo, sólo que ahora se manifiesta a través de mí.”

Sueños

Tina Sample siente de manera patente que el corazón que late en su pecho no era suyo. Ha tenido sueños con su donante desconocid­o, en los que él se arrodillab­a ante ella y le ofrecía su corazón con ambas manos. Tina ya no usa la frase “siento en el corazón” para describir sus sentimient­os. La ha reemplazad­o, a veces tras una pausa, por “siento en mi mente”.

Con manos temblorosa­s por la medicación que debe tomar para que su cuerpo no rechace el nuevo órgano, John Bell sostuvo su antiguo corazón frente a su pecho. Inesperada­mente para él, de pronto se le iluminó la cara con una sonrisa. “Ver mi corazón original, ese que me causó tanto dolor y tanta preocupaci­ón, y ahora poder dejarlo atrás, es como un triunfo para mí.”

Kamisha pensó en Dios y, sobre todo, en las fervientes plegarias de su madre. “La experienci­a me hizo sentir que soy una verdadera bendecida al poder estar acá.”

A Tina Sample las emociones la desbordan. “Separarse de algo que fue parte de uno, de algo que nos daba vida, implica una sensación de pérdida. Es un duelo que hay que atravesar. Parece loco, pero es como si fuera una persona. Está muerto. Mi corazón está muerto y está ahí nomás, sobre la mesa. Y cuando la cabeza agarra para ese lado, uno no puede evitar sentir la pérdida. Le pedí perdón a mi corazón por no haberlo cuidado mejor. Se me llenaron los ojos de lágrimas, de verdad. Necesitaba decirle adiós.”

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